Torras i Bages fue el autor de La tradició catalana (1892) y el acuñador de una frase que haría fortuna y que se encuentra esculpida en la fachada de la basílica de Montserrat, la que afirma que “Catalunya será cristiana o no será”. Si la posición de Torras i Bages se hubiera mantenido en el regionalismo empapado de catolicismo no hubiera andado muy distante del carlismo que, unas décadas antes, había sido defendido por los clérigos catalanes. No fue así y, seguramente, no podía serlo. El catalanismo permitía a la iglesia católica disponer de una base desde la que agredir a un estado liberal que pretendiera en algún momento recortar sus privilegios. Daba lo mismo que Alfonso XII anunciara que devolvía todos los fueros arrebatados por Felipe V[1] - lo cual, dicho sea de paso, encajaba mal con un estado moderno de corte liberal – porque el objetivo era mantener la influencia de la iglesia católica sobre todo España y la Cataluña carlista ofrecía una magnífica cabeza de puente. Por añadidura, las oligarquías catalanas, también católicas, iban a sentir una atracción natural hacia aquella ideología que no sólo parecía legitimar un sentimiento de superioridad – el mismo presente en la aparición del carmelita catalán – sino que, sobre todo, garantizaba una serie de privilegios susceptibles de aumentar.
De manera nada casual, las Bases de Manresa se publicaron el mismo año 1892 en que el obispo Torras i Bages lanzaba su obra emblemática. Lluis Doménech i Montaner actuó como presidente de la asamblea, mientras que Enric Prat de la Riba desempeñó las funciones de secretario. Las bases apelaban a unas constituciones catalanas supuestamente anteriores a 1714, pero, en realidad, inexistentes. No tenía mayor importancia la Historia real porque lo que pretendían, al fin y a la postre, era consagrar el triunfo de unas oligarquías regionales, primero, en Cataluña y después, en el resto de España. Así, en las Bases de Manresa ya se contemplaba que el legislativo estuviera en manos de una asamblea regional y del rey; el ejecutivo, en los secretarios y el judicial en un tribunal supremo regional. En otras palabras, su meta era la consagración de una oligarquía regional unida al resto de España sólo a través de la corona. Igualmente, las Bases señalaban la oficialidad única de la lengua catalana y su dominio como cláusula obligatoria para ejercer la función pública. No puede ocultarse el hecho de que, desde su mismo nacimiento, el catalanismo implicaba la destrucción del sistema parlamentario y el fin de las libertades, pero – debe insistirse en ello – no podía ser de otra manera en la medida en que su inspiración fundamental se hallaba en una iglesia empeñada durante todo el siglo en impedir la articulación de una nación moderna sobre la base de los principios del liberalismo y, sobre todo, empecinada en valerse de sus buenas relaciones con las oligarquías para cercenar libertades esenciales. Lo extraño, arrancando de ese punto de partida, es que el catalanismo hubiera tenido otro enfoque.
(CONTINUARA)