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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Mateo, el evangelio judío (XXIX)

Viernes, 1 de Febrero de 2019

La pasión (I):  Jesús rechazado y condenado por Israel (capítulo 26)

Los dos siguientes capítulos de Mateo constituyen un díptico más que notable en relación con los últimos días de Jesús. La primera parte pone de manifiesto el rechazo de la mayor parte del pueblo judío contra Jesús – incluso aquellos que lo habían aclamado unos días antes – y la segunda que los gentiles podían ser más ignorantes, pero no mejores.  Al fin y a la postre, ni el sistema espiritual (y político) ni el sistema político (y religioso) podían aceptar a un mesías que traía un reino que no era de este mundo. 

Nada de lo que aconteció pilló a Jesús desprevenido y más teniendo en cuenta las enseñanzas que acababa de pronunciar (26: 1-2).  A decir verdad, la certeza de su ejecución iba en paralelo a los últimos pasos para proceder a su arresto y a su asesinato judicial (26: 3-5).  Sin embargo, el abandono de Jesús no se limitó a las autoridades del templo o los maestros espirituales de Israel.  Cuando una pobre mujer intentó honrar a Jesús en casa de Simón el leproso – quizá el padre de Judas – los discípulos consideraron que el empleo del dinero no era el más adecuado (26: 6-13).  Después, en cumplimiento de la profecía de Zacarías 11: 12-13, Judas aceptó treinta monedas de plata – el salario de un mes de un humilde jornalero - como valor suficiente para entregar a Jesús (26: 14-16).  La cena de Pascua – una ocasión de gozo para cualquier judío – quedó empañado por la traición de Judas, uno de los doce; por la incomprensión de los discípulos que no captaban que se había llegado al Nuevo pacto de acuerdo a la profecía de Jeremías 31: 31-34 y por el engreimiento de un Pedro cuya negación anunció Jesús (26: 30-35).  El rechazo sufrido por Jesús, su soledad inmensa, la cercanía dolorosa de su detención, proceso, tortura y ejecución quedaron más que de manifiesto en el huerto de Getsemaní.  Allí Jesús tendría ocasión de ver cómo incluso sus discípulos más cercanos se dormían tras la cena de Pascua incapaces de acompañarlo en los momentos más difíciles de su vida (26: 36-46).

Que las autoridades del templo fueran las encargadas de proceder a su detención (26: 47-50) dejaba de manifiesto hasta qué punto el sistema se había podrido hasta la médula.  Sin embargo, no era mejor el hecho de que Pedro considerara lícito – en contra de la enseñanza clara de Jesús – recurrir a la violencia (26: 51-56), que sus discípulos huyeran (26: 56) o que el mismo Pedro – tan valiente con una espada en la mano – lo negara después ante una criada y unos mirones (26: 69-75).   Con ese contexto – insistamos en ello - ¿cómo podían hacer otra cosa las autoridades del templo aparte de condenar al mesías?  Daba lo mismo que no contaran con una base real para precipitar su muerte (26: 58-61).  Precisamente por eso, la afirmación de Jesús resulta sobrecogedoramente poderosa. Allí estaba solo, abandonado por sus seguidores más cercanos, condenado por los que se presentaban como los representantes de Dios, negado hasta por Pedro, pero la realidad es que todo aquello no era una demostración de fracaso.  El era el Hijo del hombre y, como había profetizado Daniel, no sólo se sentaría a la diestra del Padre sino que vendría en juicio sobre aquellos mismos que lo estaban condenando, una afirmación que ya había pronunciado ante sus discípulos en el mismo templo de Jerusalén (26: 64).  Sin embargo, en contra de lo que se ha enseñado durante siglos, la muerte de Jesús no fue responsabilidad solo de las autoridades espirituales de Israel.

CONTINUARÁ

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