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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Mateo, el evangelio judío (XXX)

Viernes, 8 de Febrero de 2019

La pasión (II): Jesús rechazado y condenado por los gentiles (capítulo 27)

El Sanhedrín, la máxima autoridad religiosa y política de Israel, había decidido rechazar al mesías Jesús y además de la manera más contundente: dándole muerte.  Sin embargo, a pesar de sus amplios poderes, Roma le había privado de la capacidad de ejecutar la pena capital y, de hecho, los únicos casos que conocemos – como el asesinato de Santiago, el hermano de Jesús, en el año 62 d. de C. – tuvieron lugar cuando no había un poder romano presente.  La acción era atroz y no puede sorprender que Judas, fueran cual fueran sus motivaciones para vender a Jesús, se sintiera abrumado por el horror y decidiera acabar con su vida (27: 3-8) como tampoco causa extrañeza que sus compradores decidieran respetar las reglas de pureza ritual con un dinero que había abierto el camino a un crimen judicial (27: 4-10). 

La acción de Pilato, un político sin escrúpulo alguno, discurrió por los cauces del pragmatismo.  No deseaba que las autoridades judías pensaran que podían hacer lo que quisieran e imponerle su voluntad.  Seguramente por esa razón, decidió abrir una puerta a la liberación de Jesús recurriendo a una gracia especial – que, por cierto, recoge el Talmud – consistente en liberar a un condenado a muerte por ser pascua (27: 15-18).  Sin embargo, cuando las autoridades judías le plantearon la posibilidad de acusarlo de debilidad frente la subversión ante el mismo emperador, Pilato decidió no correr riesgos.  Su esposa podía interceder por Jesús (27: 19), pero las consideraciones privadas, incluso conyugales, cedían ante la Realpolitik.  Cualquier cosa – incluso condenar a un inocente – antes que crearse complicaciones (27: 24). 

Mateo señala que, precisamente en esos momentos, Pilato llevó a cabo un hecho simbólico.  Se lavó las manos ante la multitud anunciando que no tenía culpa en la ejecución de un hombre inocente.  Entonces la turba, convenientemente manejada por las autoridades espirituales de Israel, respondió: Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos (Mateo 27, 24).   Ambos extremos han sido rechazados eventualmente como creaciones de Mateo.  La verdad, sin embargo, es que cuentan con un respaldo impresionante en las fuentes históricas.  De entrada, la costumbre de lavarse las manos como acto de purificación se daba tanto entre los judíos como entre los gentiles.  La Biblia la menciona en Deuteronomio 21, 6 ss o en el Salmo 26, 6, pero también encontramos referencias en la literatura rabínica[2]; e incluso en autores clásicos como Virgilio[3], Sófocles [4] y Herodoto[5] por mencionar algunos ejemplos. 

Por lo que se refiere a la afirmación de la turba, su historicidad ha sido rechazada con el argumento – político que no histórico – de que se trata simplemente de una manifestación de carácter antisemita.  Incluso cuando se estrenó la película La pasión dirigida por Mel Gibson distintas organizaciones judías presionaron para que la frase en cuestión fuera suprimida.  Semejante conducta puede comprenderse, pero lo cierto es que el pasaje presenta  todas las marcas de la autenticidad y no es la menor su paralelo con referencias que hallamos en fuentes judías.  De hecho, la expresión “Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos” es un dicho judío que hallamos en la Biblia (2 Samuel 1, 16; 3, 29; Jeremías 28, 35; Hechos 18, 6) y que significa que se está tan seguro de la justicia del veredicto que se asume que la responsabilidad y la culpa caiga tanto sobre los que pronuncian la frase como sobre sus hijos[6].   Esa convicción ha durado hasta el día de hoy.  No sólo el Talmud insiste en la justicia de la condena de Jesús por extraviar al pueblo de Israel asumiendo incluso toda la responsabilidad de la ejecución y despojando de ella a Roma totalmente sino que es común dar con rabinos que señalan que, a fin de cuentas, el Sanhedrín hizo lo que tenía que hacer.  De manera bien significativa, los autores judíos que han escrito culpando de los hechos solamente a Roma (Paul Winter) o a los saduceos (David Flusser) han escrito después del Holocausto y en un intento comprensible por mejorar las relaciones con los cristianos.  Obviamente, derivar de estos hechos una legitimación para el antisemitismo no sólo constituye una pésima lectura histórica sino también una bajeza moral.  Sin embargo, tampoco resulta lícito negar los hechos históricos sobre la base de lo que hoy consideramos políticamente correcto.  Las autoridades judías habían condenado a Jesús y buscaban su muerte.  Frenadas – de manera inesperada – en sus propósitos por Pilato, para alcanzar su objetivo habían recurrido a agitar a la muchedumbre en su favor.  Que ésta se encontrara convencida de la justicia de lo que exigía y que llegara incluso a pronunciar una fórmula ritual en esos casos no sólo no parece falso.  En realidad, es lo único que resulta verosímil.   Por otro lado, el pasaje en su descripción no es ni lejanamente tan crítico con las autoridades del Templo o con la turba como lo es, por ejemplo, Josefo en su Guerra de los judíos.  A decir verdad, en términos comparativos resalta por su austeridad narrativa y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido – con razón, por otra parte – acusar a Josefo de antisemita.

Es muy posible que la flagelación constituyera un último intento de Pilato por salvar a Jesús de la muerte (26: 26).  Quizá si la masa veía al detenido destrozado por los azotes romanos, quizá si contemplaba que no había escapado de la detención incólume, quizá si se percataba de que había recibido un castigo cruel y suficiente, se aplacaría y desistiría de su propósito.  Nuevamente, se equivocó. 

Por supuesto, los soldados romanos azotaron a Jesús en el interior del pretorio – y, a diferencia de lo que establecía la ley judía, no tenían marcado un límite de latigazos que no podían rebasar – y además al castigo sumaron las burlas, las injurias, los golpes y los escupitajos.  Incluso se permitieron la terrible mofa de disfrazarlo como a un rey seguramente en un intento de mostrar su desprecio hacia los judíos y cualquiera de entre ellos que se pretendiera rey (Mateo 26: 27-31).  Sin embargo, el plan de Pilato fracasó y Jesús marchó hacia el lugar de ejecución.

Muy posiblemente, el estado deteriorado de Jesús fue lo que obligó a cargar con la cruz a Simón de Cirene (27: 32).  Aquel mesías aplastado al que habían condenado los representantes de Dios y del imperio fue objeto de la codicia de la soldadesca (Mateo 27: 45) – que cumplía una profecía del Salmo 22: 18 – de las burlas de los transeúntes (Mateo 27: 39-40) – otra profecía comprendida en el Salmo 22: 7 – de los dirigentes espirituales (Mateo 27: 41-43) y de sus compañeros de suplicio (Mateo 27: 44).  Es posible que Mateo suprimiera la referencia al arrepentimiento de uno de ellos para realzar el abandono sufrido por el mesías-siervo.  Que sobre aquellas tinieblas morales descendieran las físicas no puede causar la menor extrañeza (Mateo 27: 45).  A aquella suma de terribles abandonos, se unió, con un dolor espantoso e inimaginable, la del propio Padre.  El que cargaba con una suma inenarrable de pecados se veía apartado del Dios que, completamente santo, no puede soportar en Su presencia semejante inmundicia.  Que Jesús – citando del Salmo 22 – clamara al sentir el abandono de Dios puede sobrecogernos, puede escapar a nuestro entendimiento y puede provocar nuestras preguntas más angustiadas, pero no puede sorprendernos porque nadie – salvo, hasta cierto punto, los eternamente réprobos – ha podido experimentar (Mateo 27: 46) semejante lejanía.  También en esa agónica soledad, Jesús se quedó solo porque los que lo escucharon no lo comprendieron (Mateo 27: 49). Tampoco podían entender su muerte lanzando un grito desgarrador, posiblemente fruto de la tetanización letal que le causó el suplicio de la cruz (Mateo 27: 50).  Y, sin embargo… sin embargo, el velo del templo se rasgó en ese momento (Mateo 27: 51) – el Talmud (Yoma 39b) recoge la noticia de cómo cuarenta años antes de la destrucción del templo, es decir, en el año 30 d. de C. – las tumbas se abrieron (Mateo 27: 52-53) e incluso un pagano testigo de lo acontecido llegó a la conclusión de que el ejecutado era el Hijo de Dios (Mateo 27: 54). 

No deja de ser llamativo – y conmovedor – que en medio de aquella terrible soledad sólo mujeres – muchas, pero de lejos – no hubieran abandonado a Jesús (Mateo 27: 55-56).  Algunas de ellas se ocuparían de rendir apresuradamente a Jesús el último servicio después de que Pilato entregara el cadáver a José de Arimatea que lo colocó en una tumba nueva (Mateo 27: 57-61).  Al día siguiente, las autoridades judías solicitaron de Pilato que asegurara con una guardia el sepulcro para evitar que los discípulos robaran el cadáver y luego anunciaran que había resucitado (Mateo 25: 62-66).  En apariencia, todo había concluido a gusto de las autoridades religiosas y políticas.  La amenaza que significaba el mesías-siervo había sido conjurada de una manera brutal, pero efectiva. 

CONTINUARÁ 

[2]  Billerbeck I, 1032.

[3]  Eneida II, 719.

[4]  Ajax 654.

[5]  Hist I, 35.

[6]  En el mismo sentido, Billerbeck, I, 1033 y Steinwenter, “Il processo di Gesú” en Jus, 3, 1952, p. 481, n. 6.

       

 

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