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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

XXXIX.- El nuevo problema converso (II): de la acusación de crimen ritual a los Reyes Católicos

Jueves, 28 de Mayo de 2020

Las décadas que precedieron al reinado de los Reyes Católicos estuvieron erizadas de dificultades para los judíos que, por enésima vez, estuvieron relacionadas con la acción directa de la iglesia católica.  A las presiones para la conversión, se sumaron los actos de violencia, las restricciones legales y, de manera bien significativa, la difusión de historias relacionadas con el crimen ritual.  La acusación de crimen ritual lanzada contra los judíos constituye una de las peores manifestaciones de antisemitismo a lo largo de la Historia y está relacionada, única y exclusivamente, con la iglesia católica [1].  Ninguna otra confesión cristiana consideró que semejante cargo se pudiera corresponder con la realidad, pero la iglesia católica lo mantuvo y expresó en medios oficiales incluso después del inicio del Holocausto[2] y continua, a día de hoy, celebrándolo litúrgicamente en distintas localidades de España.  No se trata, pues, de excesos aislados y sin relación con la jerarquía eclesiástica sino de una infamia lanzada sobre los judíos por el propio papado y que tuvo consecuencias cruentas hasta hace pocos años. 

      En Castilla, en septiembre de 1410, cuatro años antes de la Disputa de Tortosa, los rabinos de algunas de las principales sinagogas segovianas fueron acusados de haber profanado una hostia consagrada.  Los acusados, sometidos a tortura, confesaron el crimen y el obispo, encargado del conocimiento de la causa, los condenó a morir en la horca.  Acto seguido, confiscó la sinagoga y la dedicó al culto cristiano.  La respuesta de los judíos segovianos fue planear el asesinato del obispo.  Pensaron en perpetrarla valiéndose del veneno, pero, descubiertos antes de ejecutar sus propósitos, fueron condenados a muerte.  El episodio podría haber acabado en un asalto a la judería de no haber mediado la intervención del obispo para impedirlo, pero semejante paso no significó el final de las presiones sobre los judíos.  A ellas contribuyeron no poco los conversos que habían escalado – para profundo desagrado del pueblo llano – las alturas más elevadas de la corte y del poder eclesial.

     En 1434, el converso Pablo de Santa María publicó dos obras bajo forma de diálogo en las que arremetía contra el judaísmo teológicamente y – lo que era mucho más grave – legitimaba las matanzas de 1391 alabando también a Enrique de Trastámara por haber sido el primer rey que había obligado a los judíos a llevar divisas distintivas.  Pablo de Santa María no era un personaje de escasa relevancia.   Elevado a la sede episcopal de Burgos, tuvo una parte esencial en la caída de don Álvaro de Luna, el todopoderoso valido del rey de Castilla, y concibió como una de sus metas conseguir la asimilación de los judíos en España, una tarea que dejó encomendada a otros conversos cuando vio aproximarse el momento de su muerte.

     No fue mejor la situación en la Corona aragonesa.   Al gran trauma que significaron las matanzas de 1391, siguieron las disposiciones contrarias del concilio de Tortosa de 1413, la pragmática de Fernando I de 1414, la disputa de Tortosa a la que nos hemos referido con anterioridad y la bula del papa Luna de 1415.  No sorprende que buen número de familias judías optara por el exilio o por una conversión al catolicismo más o menos sincera.  Tampoco es de extrañar que las aljamas fueran desapareciendo como frutos que caen de un árbol herido.  En 1435, los judíos de Mallorca fueron objeto de un asalto que concluyó con su bautismo en masa y la desaparición de la aljama.  No se trataba de un hecho excepcional.  A decir verdad, el judaísmo había entrado en una fase de creciente y verdadera agonía.  En 1438, por ejemplo, sabemos que en toda Cataluña sólo la judería de Gerona contribuía ya a las Cenas reales; en Valencia, únicamente las de Castellón, Burriana y Murviedro, y pocas más en Aragón.

     Rodeados por este entorno abiertamente hostil, los judíos que decidieron permanecer en la fe de sus padres fueron los más convencidos y fieles, pero no la mayoría.  ¡Qué enorme convicción y entereza no había que tener para negarse a escapar de las presiones, y para rechazar un camino lleno de posibilidades de prosperar y de subir en la escala social, y más cuando hasta sobraban los argumentos teológicos para justificar el paso!   Sin embargo, la situación de los conversos no tardó en chocar con dificultades.  La violencia dirigida contra ellos, como había sucedido durante el siglo anterior con sus antiguos correligionarios, tuvo su origen y su consumación en estamentos populares previamente atizados por las consignas antisemitas del clero.

     El 27 de enero de 1449, la población de Toledo se alzó.  El motivo del tumulto fue el comportamiento de los recaudadores de impuestos.  A esas alturas, ya no eran judíos, pero sí eran conversos.  El 2 de mayo de 1449, los toledanos enviaron al rey Juan II una Suplicación en la que se expresaba abiertamente la certeza de que existía una conjura de los conversos para apoderarse de todos los resortes de la corona y, a través de ellos, dominar Castilla.  Sabemos que no pocos de los miembros de las clases altas toledanas consideraron la acusación un verdadero disparate, pero, una vez más, el pueblo llano había encontrado un colectivo al que atribuir todos sus males reales o imaginados.  Con el tiempo, esa teoría de la conspiración conversa sería articulada más depuradamente en los escritos de Marcos García de Mora.  Precisamente por ello, y apelando a disposiciones legales de siglos, se rogaba al rey que los despojara de cualquier cargo público. 

       Durante los años siguientes, el enfrentamiento entre conversos y cristianos viejos o lindos no dejó de enconarse.  De hecho, los conversos se convirtieron ocasionalmente en una bestia negra más terrible que los propios judíos.  Los datos al respecto son bien reveladores.  Toledo fue escenario, desde el 19 de julio al 9 de agosto de 1467, de tumultos que tuvieron como víctimas no a los judíos sino a los conversos.  Seis años después, se produjo un nuevo estallido de ese tipo esta vez en Córdoba. 

      En vísperas de la llegada al trono de los Reyes Católicos, la situación de los judíos distaba mucho de ser halagüeña.  Los que aún profesaban la fe de sus padres no habían dejado de recibir un golpe tras otro desde 1391 y, a pesar de contar con algunos personajes de relieve en sus filas, no eran sino una sombra de los tiempos pasados.  Ni demográfica, ni social ni políticamente podían compararse con lo que habían sido en los tiempos de Fernando III el santo, de Alfonso X el sabio o de Alfonso XI.  En algunas zonas de España donde habían destacado otrora prácticamente habían desaparecido en la riada de la asimilación o impulsados por el huracán del exilio. 

     Por lo que se refería a los conversos, inicialmente su situación había sido verdaderamente envidiable – sin duda, resultó envidiada – pero las manifestaciones contra ellos iban en aumento permitiendo presagiar lo peor.  Precisamente, lo que aún estaba por venir.  El trágico desenlace final se debería – como siempre – a la acción directa de la iglesia católica que iba a ser parte decisiva en la configuración de la España reunificada, una España cuya alma quedaría marcada de manera indeleble para los siguientes siglos.

CONTINUARÁ


[1] Sobre el tema, veáse:  Alan Dundes (ed), The Blood Libel.  A Casebook in Anti-Semitic Folklore, Madison, 1991; Raphael Israeli, Blood Libel and Its Derivatives.  The Scourge of Anti-Semitism, New Brunswick y Londres, 2012; R. Po-chia Hsia, The Myth of the Ritual Murder.  Jews and Magic in Reformation Germany, New Haven y Londres, 1988.

[2]  Vid infra, pp.  .

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