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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

XL.- La reunificación nacional (I): La consumación del mensaje antisemita de la iglesia católica (III): de la acusación de crimen ritual a la Expulsión: Los Reyes Católicos (I): los inicios de la Inquisición

Jueves, 4 de Junio de 2020

Pocos reinados han tenido una relevancia similar sobre la Historia de España al de los Reyes católicos.  A ellos se debió la reunificación de España – aunque resultara incompleta porque no pudo integrar a Portugal – el final de la Reconquista, el paso triunfal a Italia y el descubrimiento de América.  Con ellos se consumó un proceso iniciado siglos atrás, pero nunca concluido, de modelación del alma nacional sobre los patrones – y los intereses – de la iglesia católica.  En esa modelación específica, más ligada a la religión que al sentimiento nacional, más vinculada a la agenda de la iglesia católica que a los intereses puramente nacionales, tendrían un papel extraordinario dos decisiones trascendentales impulsadas por los Reyes católicos.  La primera fue la implantación de la Inquisición y la segunda, la expulsión de los judíos.

       En 1461, el franciscano Alonso de Espina había solicitado, con el respaldo de otros miembros de su orden, que el rey Enrique IV decretara una inquisición general en los territorios de la Corona de Castilla.  Se trataba de un paso habitual en las órdenes mendicantes, entregadas de manera especial a la persecución de disidentes y a la propagación del antisemitismo.  La finalidad de la nueva institución debía ser el descubrir a aquellos conversos que practicaban el judaísmo en secreto y castigarlos con la pena de hoguera si fuera estimado conveniente.  La inquisición tenía precedentes fuera de España donde había sido utilizada en la persecución de herejes como los valdenses y los cátaros.  En teoría, se trataba pues de instrumento de eficacia contrastada.  Sin embargo, Enrique IV no quedó nada convencido por los argumentos de Alonso de Espina.  Finalmente, quedó sometida a los obispos y sólo actuó en Toledo.  El resultado fue que las autoridades eclesiásticas llegaron a la conclusión de que la supuesta existencia de multitudes de criptojudíos era un mito y de que además, puestos a encontrar herejes, lo mismo se hallaban entre los cristianos nuevos que entre los lindos o viejos.  El dato resulta de enorme importancia porque muestra hasta qué punto la tesis de que España estaba rebosante de judíos ocultos carece simplemente de base[2] .  Ciertamente, no fueron pocos los que pidieron el bautismo por temor o por conveniencia, pero al cabo de unas décadas tanto ellos como sus hijos se habían asimilado totalmente.  

     Sin embargo, una cosa era la realidad y otra lo que no pocos deseaban creer, y en una sociedad en que los conversos estaban demostrando una extraordinaria capacidad para ascender, era tentador creer que, en realidad, no eran sino un hatajo de peligrosos hipócritas y herejes.  En suma, un colectivo al que había que castigar por su perfidia y, de paso, privar de sus posiciones.  Todo ello acontecía alentado por órdenes religiosas que, a través del mecanismo del miedo, eran conscientes del aumento de su peso social.

      La lucha por el poder utilizando como arma el antisemitismo resulta innegable; los puestos por los que se luchaba, fáciles de identificar.  En la corona de Aragón, la vicecancillería regia la desempeñaba Micer Alfonso de la Caballería, micer Jaime de la Caballería era consejero regio, Mosén Miguel de Almazán, hijo de judíos, y Gaspar de Barrachina, de conversos, eran secretarios; el baile general de Aragón era el converso Luis Sánchez...  Entre otros cargos ocupados por conversos se hallaban los de copero, despensero mayor,  lugarteniente del tesorero general, gobernador de Aragón, escribano racional, conservador de Aragón o secretario de mandamientos de justicia.  

       La situación no era diferente en la corona de Castilla.  Conversos eran los consejeros Pedro de Cartagena y Pedro Árias Dávila, el contador de cuentas Gonzalo Franco; fray Alonso de Burgos; Juan de Maluenda, obispo de Coria; Alfonso de Valladolid, obispo de esta ciudad; Alonso de Palenzuela, obispo de Ciudad Rodrigo; Juan Árias Dávila, obispo de Segovia que medió en el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón; o el propio confesor de la reina, fray Hernando de Talavera.  El interrogante era si Isabel y Fernando adoptarían sus decisiones sobre la base de los intereses de España o de la iglesia católica.   

       El 24 de octubre de 1478, se presentó ante los reyes que se encontraban en Córdoba fray Alonso de Ojeda.  El fraile les comunicó que se había descubierto en Sevilla un conventículo de seis criptojudíos que durante la festividad de jueves santo se burlaban de la fe católica.  El episodio causó un enorme escándalo entre la población sevillana, aunque debe señalarse que era obviamente menor y que no justificaba ni lejanamente la implantación de una institución como la Inquisición.  Los reyes, sin embargo, consideraron que había que recurrir a medios de envergadura.  En 1479, dieron permiso para que se procediera a establecer la Inquisición. 

       A inicios de 1481, se produjo una ola de detenciones de conversos de elevada posición.  El 6 de febrero, en presencia de fray Alonso, eran quemados seis reos en los campos de Tablada.  No pocos conversos temieron que se trataba tan sólo del inicio y optaron por huir a tierras de Portugal e incluso del reino moro de Granada.  No se equivocaron en sus temores.  Al poco ardían en el quemadero de Tablada clérigos, frailes e incluso los huesos de conversos muertos tiempo atrás.    

     Sin embargo, la reina Isabel no estaba dispuesta a que los acontecimientos se desbordaran.  Ese mismo 1481, justo un año antes de comenzar la guerra contra los moros de Granada, Isabel promulgó un Edicto de gracia llamando a la penitencia y a la reconciliación a todos aquellos que habían alentado o participado en asaltos contra los judíos.    Más de veinte mil personas se acogieron al edicto – entre ellas no pocos clérigos y monjas – lo que dejaba de manifiesto la virulencia del antisemitismo que podían sufrir no ya los judíos si no los mismos conversos.  Era sólo el inicio.  Terminado el tiempo de gracia, los dominicos instaron a los reyes para que el Santo Oficio se instalara en Castilla y Aragón.  Lo consiguieron.  El 11 de febrero de 1482, a petición de los reyes, el papa Sixto IV otorgó su autorización para crear un Consejo supremo de la Inquisición.  Su presidencia se confió a fray Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia.

      El 17 de octubre de 1483, Torquemada era investido por una bula como inquisidor general de Aragón, Valencia y Cataluña.  En abril del año siguiente, procedía a nombrar inquisidores en Aragón.  Acto seguido se produjo una oleada de detenciones y condenas que llevaban aparejada la confiscación de bienes.  La situación era angustiosa y, cuando tuvo lugar el encarcelamiento de Leonardo de Elí, que en su época judía antes había tenido el nombre de Samuel, algunos conversos zaragozanos de especial relevancia se lanzaron por el camino de la conspiración para detener la violencia que se había desencadenado sobre ellos.  Reunidos en Santa Engracia, llegaron a la conclusión de que la única manera de detener aquel proceso era asesinar a alguno de los inquisidores.  Supuestamente, un acto de ese tipo infundiría el terror en otros que decidirían abandonar Aragón o se verían disuadidos de acudir a aquellos territorios.  

      El 15 de septiembre de 1485, un grupo de conversos aprovechó una misa que se celebraba en la Seo de Zaragoza para asesinar a puñaladas al inquisidor Pedro Arbués.   Al día siguiente, los detalles del crimen circulaban ya por las calles de la ciudad.  Los zaragozanos al grito de “¡Al fuego los conversos!” se aprestaron a la matanza.  Si ésta no tuvo lugar se debió a la enérgica intervención del arzobispo Alfonso, hijo natural del rey Fernando.

      El proceso de los asesinos de Arbués concluyó con el descuartizamiento y muerte en la hoguera de algunos de ellos entre los que se contaba, por ejemplo, Francisco de Santa Fe, hijo del protagonista católico de la Disputa de Tortosa.  Quedaron además en entredicho y sometidos a pública penitencia personajes de la talla de Alfonso de la Caballería, vicecanciller de Aragón; Luis de la Caballería, canónigo y camarero del Pilar; Lope Ximénez de Urrea, primer conde de Aranda o don Jaime de Navarra, sobrino del rey Fernando.  De ninguno de ellos cabe dudar que fueran católicos.  Sin embargo, no estaban dispuestos a dejarse despojar o asesinar para satisfacción de clérigos ambiciosos o de súbditos envidiosos.

       El rey Fernando tuvo que hacer gala de sus mejores dotes de gobernante para impedir que los aragoneses desencadenaran una matanza de judíos en venganza por el asesinato de alguien al que consideraban un verdadero santo y que, de hecho, acabó siendo canonizado. Por si fuera poco, el episodio sirvió para fortalecer la creencia de que los conversos eran farsantes que habían cambiado de religión tan sólo para escalar con más facilidad posiciones en la corte.  Tal y como se había escuchado en los siglos anteriores, se afirmaba que aquellos que acababan de entrar en la iglesia obtenían de esa manera unas prebendas que a los  que venían de casta de cristianos viejos les estaban vedadas.  Que en la protesta había mayores dosis de rencor y de envidia que de verdad y razón es cierto, pero no por ello resultaba más fácil contener y amansar sus ánimos.   

       El 4 de julio de 1487, la inquisición entraba en Barcelona.  Al frente se hallaba fray Alonso de Espina, al que se ha identificado errónea y repetidamente como converso.  En realidad, no lo era.  Si es verdad, por el contrario, su obsesión con la presunta conjura de los cristianos nuevos.  El 25 de enero de 1488, gracias a su diligencia inquisitorial, tenía lugar el primer auto de fe en Barcelona.  Ese mismo año, se procedió a la reforma de las leyes u Ordenanzas del Santo Oficio que fueron publicadas con el título de Instrucciones.  Sus veintiocho artículos aumentarían a treinta y nueve en 1490, y a cincuenta y cuatro en 1498, el año del fallecimiento de Torquemada.    Para entonces, como tendremos ocasión de ver, habría pasado más de un lustro de la expulsión de los judíos.

CONTINUARÁ



[1] La bibliografía sobre la Inquisición en España es extensísima.  La mejor Historia de la institución, a pesar de sus limitaciones y del paso del tiempo, sigue siendo la de Henry Charles Lea, A History of the Inquisition of Spain, Nueva York, 1966, 4 vols.  Extraordinario sigue siendo B. Netanyahu, The Origins of the Inquisition in Fifteen Century Spain, Nueva York, 2001.  También de interés son Ángel Alcalá, Literatura y ciencia ante la Inquisición española, Madrid, 2001; Bartolomé Bennassar, Inquisición española: poder político y control social, Barcelona, 1981 (muy acertado en cuanto a la pedagogía del terror utilizada por la institución así como sobre sus claves); Miguel Boeglin, Inquisición y Contrarreforma.  El Tribunal del Santo Oficio de Sevilla (1560-17009, Sevilla, 2006; John Edwards, La Inquisición, Barcelona, 2005; José Antonio Escudero (ed), Intolerancia e Inquisición, Madrid, 2005, 3 vols;  Enrique Gacto Fernández (ed), Inquisición y censura.  El acoso a la inteligencia en España, Madrid, 2006; Victoria González de Caldas, El poder y su imagen.  La Inquisición real, Sevilla, 2008; Miguel Jiménez Monteserín; Introducción a la Inquisición española.  Documentos básicos para el estudio del Santo Oficio, Madrid, 1981; Henry Kamen, La Inquisición española, Barcelona, 1988 (obra demasiado clemente con la institución y refutada por las de autores como Bennassar y Alcalá); Jonathan Kirsch, The Grand Inquisitor´s Manual.  A History of Terror in the Name of God, Nueva York, 2008; Juan Antonio Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, Madrid, 4 vols, 1980 (obra imprescindible y primigenia aunque no exenta de errores); José Pardo Tomás, Ciencia y Censura: La Inquisición española y los libros científicos en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1991; Edward Peters, Inquisition, Nueva York, 1988; Ángel de Prado Moura (coor), Inquisición y sociedad, Valladolid, 1999; Adelina Sarrión Mora, Médicos e Inquisición en el siglo XVII, Cuenca, 2006; Guy Testas y Jean Testas, La Inquisición, Barcelona, 1970; María Jesús Torquemada, La Inquisición y el diablo.  Supersticiones en el siglo XVIII, Sevilla, 2000.

[2]  B. Netanyahu, Toward the Inquisition.  Essays on Jewish and Converso History in Late Medieval Spain, Ithaca, 1997, pp. 183 ss.

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