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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

XXV.- El genocidio contra los disidentes: cátaros y valdenses (III): El genocidio de los valdenses (I)

Jueves, 19 de Marzo de 2020

Si los cátaros predicaban un mensaje religioso heterodoxo que conectaba con el gnosticismo de los primeros siglos, los valdenses significaron un movimiento de renovación espiritual que descansaba directamente sobre las enseñanzas del Nuevo Testamento y que, inicialmente, no pretendía la ruptura ni el enfrentamiento con la iglesia católica sino su purificación.  En teoría, como en otros casos, semejante actitud debería haber actuado a su favor.  En realidad, esa circunstancia constituía un extraordinario riesgo dada la escandalosa mundanalidad de la institución y la manera en que, en todos los sentidos, se había desviado del mensaje de Jesús.

      El movimiento derivó su nombre de Pedro Valdo, un comerciante de Lyon, casado y con dos hijas.  Valdo era un hombre de inquietudes espirituales y logró que un conocido accediera a traducirle una parte del Evangelio – una obra ya secuestrada por la jerarquía e inaccesible totalmente a los files - a la lengua vernácula.   Valdo se entregó a la lectura de aquella antología y experimentó una profunda conversión espiritual.  No sólo eso.  Llegó a la conclusión de que debía cambiar profundamente de vida asumiendo como propias las palabras que Jesús le dijo al joven rico y que aparecen recogidas en Mateo 19: 21:  "Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes y da a los pobres y tendrás tesoro en el cielo y luego, ven y sígueme”.   A diferencia de otros que, a lo largo de la Historia de la iglesia católica, decidieron tomar una decisión semejante sin preocuparse de los suyos, Valdo dividió sus posesiones de manera que pudieran atender a las necesidades de su esposa y de sus hijas, entregó el montante restante a los pobres y comenzó a predicar el Evangelio.   El mensaje que proclamaba en las calles de Lyon rezumaba la esencia del cristianismo primitivo.  Era un llamamiento a la conversión, es decir, a volverse a Dios abandonando todo aquello que obstaculizara esa relación personal entre el fiel y su Creador.   Para ayudar a la tarea de evangelización, comenzó además a distribuir fragmentos de la Biblia traducida al provenzal, la lengua de la zona.

     El impacto de la sencilla predicación de Valdo fue considerable.  Pasando por encima de divisiones como las existentes entre clérigos y laicos o incluso hombres y mujeres, los ahora denominados Pobres de Lyon comenzaron a celebrar reuniones y a seguir llamando a otras personas a la conversión, a cambiar de vida siguiendo a Jesús en los términos contenidos en la Biblia, un texto que ahora, por primera vez en más de un milenio, llegaba al pueblo llano.  Valdo no podía saberlo, pero estaba surcando una senda que seguirían otros personajes posteriores como Wyclif y Huss hasta llegar a la Reforma del siglo XVI, la de devolver la Biblia a las masas para que se aproximaran a Dios.   También como en esos casos, Valdo esperaba que la iglesia católica se liberaría de las excrecencias existentes, de todo lo añadido a la pureza del Evangelio, de aquello que se contradijera con la enseñanza de Jesús.    No pudo equivocarse más gravemente.  Su predicación no sólo discurría liberada de frenos jerárquicos sino que además pretendía un regreso al original que sólo podía terminar cuestionando lo que entonces existía.  Lo que él fue incapaz de percibir, lo captó a la perfección la Santa Sede.

            En 1170, Alejandro III prohibió que Valdo y sus seguidores pudieran predicar el Evangelio sin un permiso expreso de obispo local.  Por lo que a éste se refiere, Bellesmains de Lyon, aprovechó inmediatamente la ocasión para impedir que Valdo y la gente que estaba con él continuara predicando.   Al igual que otros reformadores que, inicialmente, no aspiraban a serlo, Valdo se vio atrapado en una difícil tesitura.  Por un lado, estaba la obediencia a la institución que se presentaba como  representante de Cristo en la tierra; por el otro, la enseñanza de Cristo.  Valdo decidió obedecer la segunda apelando a un principio contenido en el Nuevo Testamento, el mismo que expresaron los apóstoles cuando la autoridad sacerdotal a la que, teóricamente, debían someterse les ordenó que no dejaran de predicar:   “Tenemos que obedecer antes a Dios que a los hombres” (Hechos 5: 29).    Como si la orden papal no tuviera la menor importancia, Valdo y sus compañeros continuaron predicando el Evangelio.

     En 1184, el papa Lucio III excomulgó a Valdo y a los pobres de Lyon.  El obispo procedió, acto seguido, a expulsarlos fuera de la diócesis.   Las autoridades eclesiásticas habían pensado que, de esa manera, acabarían con el movimiento, desarraigado de su base inicial.  Sin embargo, como había sucedido también con los primeros cristianos obligados a huir de Jerusalén por las autoridades del templo (Hechos 11: 19), Valdo y sus compañeros sólo vieron ampliados sus horizontes.  Cuando Valdo falleció en 1217, había llegado hasta Polonia en la misma frontera de Rusia sin dejar de predicar la conversión a Dios y el seguimiento de las enseñanzas de Jesús.  

      El distanciamiento, no por voluntad propia, de la jerarquía y el estudio de las Escrituras en la lengua vulgar llevaron a los compañeros de Valdo – motejados ahora como valdenses – a elaborar un armazón doctrinal y una práctica cotidiana cada vez más distantes de la iglesia católica.    En primer lugar, los valdenses afirmaban que la Biblia – leída por todos en su propia lengua - era la única regla de fe y conducta y, desde el primer momento, se esforzaban en aprenderla sin  realizar ningún tipo de distinción por clase social, sexo o condición clerical.   En segundo lugar, los valdenses redescubrieron la doctrina neo-testamentaria de la salvación por gracia a través de la fe que aparece claramente contenida en los escritos de Pablo (Efesios 2: 8-9) y Juan (Juan 3: 16; 5: 24).   Las obras, por supuesto, tenían relevancia en la medida en que permitían dejar de manifiesto que la conversión era auténtica, pero no eran la causa de la salvación.    En tercer lugar, las prácticas eclesiales fueron sometidas a un escrutinio a la luz de la Biblia que llevó a los valdenses a excluir el culto a las imágenes, de acuerdo con lo establecido en el Decálogo (Éxodo 20: 4-5), y a considerar que sólo Cristo era mediador (I Timoteo 2: 5).   Igualmente, negaron el valor de las indulgencias – siquiera porque no hay referencias bíblicas al purgatorio[2] -  o que la misa pudiera ser un sacrificio ya que Cristo se había ofrecido como tal de una vez y para siempre (Hebreos 9: 26-28).    Incluso el sistema sacramental, especialmente arquitrabado durante el siglo XIII en que se dictó el dogma de la transubstanciación, fue cuestionado.  Lejos de aceptar la tardía formulación de siete sacramentos, los valdenses insistían en que las Escrituras sólo se referían al bautismo y a la Cena del Señor y que ésta última sólo tenía como finalidad el recordar la muerte de Cristo hasta que él regresara (I Corintios 11: 24-25).  Finalmente, los valdenses realizaron una relectura de lo que, verdaderamente, es la iglesia.  Ésta no podía – ni debía – ser identificada con la organización que no tenía inconveniente en utilizar la violencia para mantener su poder y aumentar sus privilegios; en separarse de las Escrituras que, previamente, había hurtado al pueblo y en comportarse de una manera que sólo lejanamente recordaba a las enseñanzas de Jesús.    En ese sentido, el papado sólo podía ser el hombre de pecado al que se había referido Pablo en la segunda epístola a los Tesalonicenses 2: 3 ss, la institución que se colocaba en lugar de Dios asumiendo poderes que sólo pertenecen a Él.

     En armonía con esa visión doctrinal de regreso a las Escrituras, los valdenses creían en una existencia inspirada en los principios éticos contenidos en el Sermón del monte.  Así, condenaban el juramento, la guerra, la pena capital y todo tipo de derramamiento de sangre.  Al respecto, no deja de ser llamativa la manera en que los describió el inquisidor de Passau[3]:

      "Se les puede cono­cer por sus costumbres y sus conversaciones. Ordenados y moderados evitan el orgullo en el vestido, que son de telas ni viles ni lujosas. No entran en negocios para no verse expuestos a mentir, a jurar ni engañar.  Como trabajadores viven de lo que hacen con sus manos. Sus mismos maestros son tejedores o zapateros. No acumulan riquezas y se contentan con lo necesario. Son castos, sobre todo los lioneses, y moderados en sus comidas. No frecuentan las tabernas ni los bailes, porque no gustan de esa clase de frivolidades. Procuran no enojarse. Siempre están trabajando y, sin embargo, encuentran tiempo para estudiar y enseñar.  También se les puede conocer por sus conversaciones que son a la vez sabias y discretas; huyen de la murmuración y se abstienen de hablar de manera ociosa o burlona así como de mentir.  No juran y ni siquiera dicen es verdad, o ciertamente, porque para ellos equivaldría a jurar".

      Para el inquisidor de Passau era obvio – y no se equivocaba – que los valdenses eran más peligrosos que ningún otro movimiento y lo eran porque pretendían el sencillo regreso a la Biblia.  A pesar de que los valdenses no contaban con la protección nobiliaria de que habían disfrutado los cátaros, su existencia era mucho más peligrosa para la iglesia católica.  Los cátaros, ciertamente, podían ser deslegitimados apelando a su carácter gnóstico y al hecho de que negaban doctrinas tan esenciales para el cristianismo como la encarnación del Hijo de Dios.  Por el contrario, los valdenses constituían una enmienda a la totalidad del sistema católico y para ello partían del regreso a la Biblia. 

CONTINUARÁ

 La literatura sobre los valdenses es muy extensa.  Véase:  M. Frassetto, Heretic Lives.  Medieval Heresy from Bogomil and the Cathars to Wyclif and Hus, Londres, 2007, pp. 56 ss; J. Kolpacoff Deane, A History of Medieval Heresy and Inquisition, Plymouth, 2011; Malcolm Lambert, Medieval Heresy.  Popular Movements from the Gregorian Reform to the Reformation, Nueva York, 1992, pp. 147 ss; Emilio Mitre y Cristina Granda, Las grandes herejías de la Europa cristiana, Madrid, 1999, pp. 170 ss;  Edward Peters, Heresy and Authority in Medieval Europe, Londres, 1980; P.  Stephens, The Waldesian Story.  A Study in Faith, Intolerance and Survival, Lewes, 1998.

[2]  Sobre el origen histórico de la creencia en el purgatorio continua siendo insuperable la obra de Jacques Le Goff, The Birth of Purgatory, Chicago, 1984.  Le Goff demuestra sin sombra de duda que no existe la menor base bíblica para este dogma y que, por el contrario, su aparición es muy tardía y determinada por circunstancias propias de la Edad Media.

[3]  Texto en Edward Peters, Heresy…, pp. 150 ss.

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