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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

XXIV.- El genocidio contra los disidentes: cátaros y valdenses (II): El genocidio de los cátaros (II)

Jueves, 12 de Marzo de 2020

En 1229, sobre una tierra esquilmada, se estableció la Inquisición[1].  Sin embargo, ni la tortura, ni el terror ni las hogueras lograron extirpar a los cátaros.  En 1235, el concilio de Narbona decretó nuevas penas contra los herejes.  Su resultado fue limitado.  Todavía en 1243, algunos de ellos se dispusieron a presentar resistencia en la ciudadela de Montsegur frente a las fuerzas del senescal de Carcasona y del arzobispo de Narbona.   La represión que siguió a la toma de la ciudad, como siempre, resultó despiadada.  Más de doscientos cátaros fueron arrojados a una hoguera en el denominado prat de los cremats (prado de los quemados) al lado del castillo.  Montsegur pudo ser el último bastión fortificado, pero no el final de los cátaros.  En 1252, el papa mediante la bula Ad extirpanda acentuaba aún más la política de exterminio.  

    Apenas puede imaginarse lo que fue la existencia de los cátaros que ya no contaban ni siquiera con la mínima protección de los nobles y que tuvieron que esconderse en bosques y montes con la única intención de salvar la vida en medio de lo que sólo puede calificarse como política genocida de la iglesia católica.  Causa verdadera impresión que casi un siglo después, en 1330, todavía la Inquisición siguiera instruyendo procesos contra los cátaros en Occitania.  No produce, sin embargo, sorpresa que intentaran sobrevivir exiliándose.

     Guiados por gente que recibió el nombre de “pasadores”, los cátaros cruzaron los Pirineos en dirección a los reinos hispanos buscando la simple supervivencia física.  Fue así como los cátaros se asentaron en Andorra y los territorios de las coronas de Castilla y Aragón.   Cabe incluso la posibilidad de que no se limitaran a la Península y llegaran a las Baleares ya que el cátaro Roncelino de Fos fue señor de la laguna de Berre, en el sur de Francia, y vasallo del rey de Mallorca.   Hubo importantes comunidades cátaras en Ciurana, cerca de Gerona, y también está documentada la existencia de un “perfecto” que respondía al nombre de Guillén de Sant Melé y celebraba reuniones en la iglesia barcelonesa de Sant Pau del Camp.  Igualmente está documentado que establecieron comunidades en enclaves como León, Burgos, Palencia, Astorga, Haro y algunos lugares de Asturias quizá siguiendo el Camino de Santiago.  No encontrarían tolerancia ni paz. 

    Lucas de Tuy, sacerdote leonés, ha dejado narrada la historia de la llegada de los cátaros a León.  Un cátaro de origen provenzal, llamado Arnaldo, al parecer, copista de libros, comenzó a predicar el mensaje entre los pobres leoneses y obtuvo un cierto éxito.  Arnaldo denunciaba con valentía la corrupción eclesial y llegó a contar con una capilla propia, al parecer, cercana a San Isidoro.  La respuesta de la iglesia católica fue fulminante.  Exigió de Fernando III que acabara con los cátaros.  El monarca, tolerante con los judíos, se mostró despiadado con los herejes.  Los cátaros fueron arrojados a calderas hirvientes y el mismo monarca llegó a encender algunas de las piras.   Como diría el padre Mariana de Fernando III, “de los herejes era tan enemigo que, no contentos con hacellos castigar a sus ministros, él mismo, con su propia mano, les arrimaba la leña y les pegaba fuego”[2].  Entre los ejecutados se encontraba Arnaldo cuyos restos, posteriormente, serían exhumados y arrojados a un estercolero. 

    La terrible intolerancia – aunque no existiera una inquisición formal – la siguió mostrando Fernando III el santo a medida que avanzaba la Reconquista.  En los fueros otorgados a Córdoba, Sevilla y Carmona, el monarca impuso a los herejes la pena de muerte y la confiscación de sus bienes.  En 1233, según informan los Anales toledanos, el rey “enforcó muchos homes e coció muchos en calderas”.  

     En la Corona de Aragón, Jaime I en 1225 excluyó expresamente de las constituciones de paz y tregua otorgadas en Barcelona “ a todos los herejes, fautores y receptores”[3].  Tres años después, las constituciones otorgadas en la misma ciudad excluían igualmente[4] a los herejes “manifiestos, creyentes, fautores y defensores”.  Sobre los vasallos de Jaime I, recaía la obligación no sólo de rehuir el trato de los herejes sino también de delatarlos.  Las disposiciones regias no debieron tener todo el éxito esperado porque, de nuevo, el 7 de febrero de 1233, Jaime I promulgó las constituciones de Tarragona ante los obispos de Gerona, Vich, Lérida, Zaragoza y Tortosa y los maestres de las órdenes militares del Temple y del Hospital.  En ellas intentaba cortar de raíz la menor posibilidad de expansión de la herejía.  Se prohibía, en primer lugar, discutir, en público o en privado, la fe católica so pena de excomunión y de ser considerado sospechoso de herejía.  Se ordenaba entregar al obispo del lugar en el plazo de ocho días cualquier ejemplar del Antiguo o del Nuevo Testamento en lengua romance para que se procediera a arrojarlo al fuego.  Igualmente, las constituciones señalaban la pena de confiscación para los que hubieran albergado a herejes y entregaba a la inquisición la investigación de las causas, advirtiendo de severos castigos para el que no cumpliera diligentemente con esa tarea.  De este documento parte la implantación de la inquisición en España así como su funcionamiento.  El clérigo señalaba la herejía.  Los dos legos que servían a la inquisición entregaban al detenido al veguer o al baile del lugar.  El obispo dictaba sentencia y se lo entregaba al brazo secular para que procediera a castigarlo.

     En 1237, acusados de herejía albigense, fueron condenadas 55 personas en el vizcondado de Cerdaña y Castellbó.  De ellas, 15 fueron quemados vivos y 18 en efigie.  Como había sucedido al norte de los Pirineos, la represión, a pesar de su rigor, no logró acabar con los cátaros.  En 1267, los inquisidores de Barcelona dictaron sentencia contra Raimundo de Forcalquier y Urgel ordenando que se procediera a desenterrar sus huesos.  Dos años después, se dictó sentencia similar contra Arnaldo, vizconde de Castellbó y Cerdaña, y contra su hija Emersinda, mujer de Roger Bernardo II, conde de Foix.    

     Junto con la extirpación de la libertad de expresión y la represión, vino la prohibición de la Biblia.  La persecución llevada a cabo por la iglesia católica contra las Escrituras tuvo además de saña, éxito.  No llegaría hasta nuestros días un solo fragmento que procediera de los tereitorios de la Corona de Aragón  anterior al siglo XV.  

      Posiblemente, los cátaros desaparecieron de los reinos hispánicos durante el siglo XIII.  Al otro lado de los Pirineos, su existencia se prolongaría hasta el siglo XIV.  Al fin y a la postre, la política genocida de la Santa Sede se vio coronada por el éxito.  No tuvo el mismo éxito en otro proyecto de exterminio algunos de cuyos capítulos también tuvieron lugar en España.  Nos referimos a los valdenses.

CONTINUARÁ


[1]  La bibliografía sobre la Inquisición es extensísima.  La mejor Historia de la institución, a pesar de sus limitaciones y del paso del tiempo, sigue siendo la de Henry Charles Lea, A History of the Inquisition of Spain, Nueva York, 1966, 4 vols.  Extraordinario sigue siendo B. Netanyahu, The Origins of the Inquisition in Fifteen Century Spain, Nueva York, 2001.  También de interés son Ángel Alcalá, Literatura y ciencia ante la Inquisición española, Madrid, 2001; Bartolomé Bennassar, Inquisición española: poder político y control social, Barcelona, 1981 (muy acertado en cuanto a la pedagogía del terror utilizada por la institución así como sobre sus claves); Miguel Boeglin, Inquisición y Contrarreforma.  El Tribunal del Santo Oficio de Sevilla (1560-17009, Sevilla, 2006; John Edwards, La Inquisición, Barcelona, 2005; José Antonio Escudero (ed), Intolerancia e Inquisición, Madrid, 2005, 3 vols;  Enrique Gacto Fernández (ed), Inquisición y censura.  El acoso a la inteligencia en España, Madrid, 2006; Victoria González de Caldas, El poder y su imagen.  La Inquisición real, Sevilla, 2008; Miguel Jiménez Monteserín; Introducción a la Inquisición española.  Documentos básicos para el estudio del Santo Oficio, Madrid, 1981; Henry Kamen, La Inquisición española, Barcelona, 1988 (obra demasiado clemente con la institución y refutada por las de autores como Bennassar y Alcalá); Jonathan Kirsch, The Grand Inquisitor´s Manual.  A History of Terror in the Name of God, Nueva York, 2008; Juan Antonio Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, Madrid, 4 vols, 1980 (obra imprescindible y primigenia aunque no exenta de errores); José Pardo Tomás, Ciencia y Censura: La Inquisición española y los libros científicos en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1991; Edward Peters, Inquisition, Nueva York, 1988; Ángel de Prado Moura (coor), Inquisición y sociedad, Valladolid, 1999; Adelina Sarrión Mora, Médicos e Inquisición en el siglo XVII, Cuenca, 2006; Guy Testas y Jean Testas, La Inquisición, Barcelona, 1970; María Jesús Torquemada, La Inquisición y el diablo.  Supersticiones en el siglo XVIII, Sevilla, 2000.

[2]  Citado por M. Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, 2 vols, Madrid, 2006, pp. 476-7.

[3]  Capítulo 22.

[4]  Capítulo 19.

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