No deja de ser significativo su sobrenombre de el Hechizado procedente del hecho de que se creyera que había sido objeto de conjuros en su infancia que habían trastornado su mente y su cuerpo. Se identificaba así el origen de sus dolencias con un problema religioso y espiritual. El diagnóstico era, desde luego, erróneo, pero dice mucho sobre los efectos que la superstición católica, tan enemiga del método científico, tenía incluso sobre sus siervos más fieles. Obviamente, el mal de Carlos II no era la hechicería sino una debilidad mental y física. Hasta los seis años no pudo caminar y la mayoría de edad – que había sido fijada a los catorce años en el testamento de Felipe IV - hubo que retrasarla hasta los dieciséis. Procedía el mal que aquejaba a Carlos II dela consanguinidad. Hay que tener en cuenta que era hijo de Felipe IV y de su sobrina la archiduquesa Mariana de Austria, que había sido prometida de su hijo Baltasar Carlos. Al padecer Carlos II el denominado síndrome de Klinefelter y resultarle imposible engendrar descendencia, el trono español se hallaba condenado a ser ocupado por un extranjero. El 1 de noviembre de 1700, falleció Carlos II sin descendencia. Tanto el archiduque Carlos de Austria como Felipe de Anjou eran candidatos a sucederle. En ambos casos, el destino de España era verse volcada hacia uno u otro de los sistemas de poder continentales. Existió una alternativa de compromiso - José Fernando de Baviera – pero se frustró al morir éste.
Carlos II había testado a favor de Felipe de Anjou y éste, nieto de Luis XIV, fue aceptado inicialmente por unanimidad por las potencias europeas. La situación cambiaría al trasladar la coalición antifrancesa a Carlos de Austria a España. Así, Felipe V – que había sido aceptado por todas las regiones españolas como monarca legítimo – se vio enfrentado con un rival y mientras España se desgarraba en una guerra civil, Europa volvió a convertirse en campo de batalla. La perspectiva de que el archiduque Carlos pudiera ser emperador y así se repitiera la vinculación hispano-germánica de la época de Carlos V acabó llevando a las distintas potencias a sellar un acuerdo que pagó España de manera especialmente onerosa. En los tratados de Utrecht y Rastadt se diseñó un nuevo orden mundial, lo que, por otra parte, era lógico ya que lo que había concluido había sido una verdadera guerra mundial. En España, quedó consagrado el cambio de dinastía pasando a reinar los Borbones en la persona de un Felipe V que renunciaba a sus derechos al trono de Francia. Con todo, lo más grave es que España perdía territorios, en otras palabras, se convertía en la potencia que pagaba los gastos de una guerra que se había librado y decidido en su territorio. Así, España cedió a Austria los territorios italianos – salvo Sicilia que pasó a la casa de Saboya – y los Países Bajos del sur; y a Inglaterra, Gibraltar y Menorca. Para remate, España además quedaba subordinada a Francia en el plano internacional. Se cerraba así el ciclo iniciado con la expansión internacional de los Reyes católicos y malbaratado por el proyecto contrarreformista de los Austrias. España jamás volvería a ser una potencia de primer orden. En esa situación no dejaría de tener su peso la maligna diplomacia del papado que, tras arruinar a España, había decidido abandonarla a merced de la codicia del catolicísimo rey francés. En otras palabras, la Santa Sede apuñalaba a España por la espalda como tantas otras veces antes y después de su Historia.
La nueva dinastía implicaría una moderada modernización de España siquiera porque racionalizó algo el ordenamiento territorial con los Decretos de Nueva Planta – una meta no del todo conseguida a pesar de lo que se ha escrito al respecto – e intentó seguir una política exterior que, aunque vinculada a Francia por los Pactos de familia, fue, en realidad, de bajo perfil y permitió que la nación obtuviera un mínimo respiro de los desastres acarreados por abrazar a la causa de la Contrarreforma. Con todo, el denominado siglo de las Luces se vería no poco opacado por la mentalidad que se había consolidado durante tan trágica época. Se ha convertido en manida afirmación la de señalar que la Ilustración española quedó abortada por la Revolución francesa. Semejante visión no se corresponde con la realidad histórica. La Ilustración en España quedó frenada decisivamente por la acción directa de la iglesia católica y sus escasos frutos se vieron arrancados por la reacción ante los acontecimientos de Francia ya a finales de siglo, cuando resultaba obvio que las Luces no podían dar más de si.
CONTINUARÁ