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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

(CXXIV): El régimen de la Restauración (XIV): El desastre de 1898 (III)

Viernes, 20 de Octubre de 2023

El chispazo que encendió la llama de la guerra fue la explosión del buque norteamericano Maine en el puerto de la Habana el 15 de febrero de 1898.  El accidente fue aprovechado por el presidente McKinley para lanzar el 20 de abril un inaceptable ultimátum a España.  La regente intentó lograr la mediación del papa o de las potencias europeas, pero tanto la Santa Sede – a pesar de lo que proclamaban sus obispos en España - como las naciones del Viejo continente dejaron sola a España frente a la agresión.  El 25 de abril, finalmente, se produjo la declaración de guerra de Estados Unidos.

La imposibilidad de llevar a cabo las reformas militares pertinentes tuvo ahora unas consecuencias trágicas.    En Filipinas, el 30 de abril de 1898, la escuadra del almirante Dempsey aniquiló a la española situada en la bahía de Manila, mientras Aguinaldo levantaba a los filipinos contra España.  El 14 de agosto, capituló Manila.  En Cuba, el 22 de junio, los norteamericanos desembarcaron en Daiquiri.  El 1 de julio, se libró una terrible batalla en la colina de san Juan en la que, a pesar de enfrentarse a una superioridad de uno a diez, los españoles causaron más bajas que las que sufrieron.  De hecho, al día siguiente, Shafter, el comandante del cuerpo expedicionario estadounidense planteó reembarcar, pero Washington le ordenó seguir.   El 3 de julio, la flota española fue destrozada en Santiago y en Madrid se llegó a la conclusión de que la guerra estaba perdida al no poderse enviar refuerzos a los soldados que combatían en Cuba.  El 26 de julio, finalmente, se produjo el desembarco en Puerto Rico.  De manera bien reveladora, los puertorriqueños formaron guerrillas, pero no para luchar contra los españoles sino para combatir a los norteamericanos.  El 18 de octubre, finalmente, el ejército norteamericano entró en San Juan.  El 10 de diciembre, España cedía, finalmente, en la paz de París a todas las imposiciones de Estados Unidos.  Como símbolo de un heroísmo malbaratado por las castas que gobernaban España y que se oponían ferozmente a su modernización quedarían los famosos “últimos de Filipinas”, que, hasta junio de 1899, resistieron en el fuerte de Baler.  Desconocedores de la derrota, se negaron a capitular y sólo lo hicieron al descubrir que su gobierno se había rendido casi un año antes.

De manera bien reveladora, la iglesia católica aprovechó el desastre para su propaganda.  No explicó, desde luego, como el Altísimo no había actuado según habían preconizado los obispos, pero estrechó lazos por primera vez con el estamento militar[1] - al que se cargó injustamente con todas las culpas – y se sumó al debate sobre las causas del Desastre encontrándolas en la supuesta descatolización de España.  De esa manera, lo que iba a ser una grandiosa gesta militar de las armas católicas se transformó, en términos propagandísticos, en un castigo de Dios por el desapego que el sistema político profesaba a la única iglesia verdadera.  Mientras del cardenal Cascajares al obispo de Santander, Sánchez de Castro, pasando por el de Salamanca, Tomás Cámara, los prelados se dedicaban a denigrar un sistema que no había sido precisamente cicatero a la hora de dejarse guiar por la iglesia católica, se insistió en que la causa del Desastre había sido “la inmoralidad y la falta de religión” [2].  Por si quedaba alguna duda de donde se encontraba la peor culpa, el obispo Sánchez de Castro se ocupó de mostrárselo a sus fieles refiriéndose a que todo eran “los amargos frutos del funesto árbol de la llamada libertad”, añadiendo en tono reprobatorio: “Nuestros hombres de gobierno miraron y vieron otras naciones... las vieron gloriarse de su liberalismo; de poseer libertad de cultos, libertad de imprenta y libertad de asociación”.  Precisamente por ello, España había llegado a la “horrible profundidad de su grandísima ruina”[3].  la lectura episcopal difícilmente hubiera podido ser más clara.  La derrota no se achacaba a la imposibilidad de modernizar la nación incluidas sus fuerzas armadas – eso hubiera implicado reconocer una responsabilidad más que directa de la iglesia católica en la calamidad nacional – sino a la entrada de libertades, por cierto bastante tímidas, como las de expresión, prensa y religión condenadas expresamente por la Santa Sede.  En otras palabras, España había sido objeto de un juicio divino por intentar despegarse de la férula católica.  No causa sorpresa que el cardenal Cascajares o Sánchez de Castro abogaran por soluciones que iban de un dictador católico al control del partido conservador para sus fines[4].  Tampoco extraña que los liberales se vieran, una vez más, desplazados del poder.  

CONTINUARÁ


[1]  En el mismo sentido, W. Callahan, Oc, p. 49.

[2]  La regeneración de España, La Voz de Madrid, 1 de mayo de 1899.

[3]  Idem, ibidem.

[4]  W. Callahan, Oc, pp. 50 ss.

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