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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

(CVII): La corte de los milagros (III): Sor Patrocinio

Viernes, 4 de Noviembre de 2022

En medio de ese clima ideológico, nada puede extrañar que, entre 1866 y 1868, el gobierno concediera a la iglesia católica nuevos privilegios en el terreno de la educación pública al controlar el nombramiento de los nuevos docentes y los planes de estudios ni tampoco que Narváez aumentara la asignación presupuestaria para los salarios del clero y el mantenimiento de los templos por encima de las cifras estipuladas por el concordato de 1851[1].  La iglesia católica incluso presionó sobre el gobierno para que enviara tropas a Italia a defender los Estados pontificios[2].  Tampoco resulta sorprendente que la voluntad de la reina estuviera en manos de Sor Patrocinio, la religiosa conocida popularmente como la monja de las llagas. 

      Sor Patrocinio [3]nació como María Josefa de los Dolores Anastasia de Quiroga Capopardo el 27 de abril de 1811 en San Clemente, Cuenca.  Al fallecer su padre, Diego de Quiroga, la familia se trasladó a Madrid.  Su madre habría deseado que se casara con Salustiano Olózaga, entonces solo un abogado joven abogado, pero el enlace se frustró y en 1826 ingresó en el convento de las comendadoras de Santiago de Madrid siendo su madrina su tía, la marquesa de Santa Coloma.  Sólo permaneció en este convento tres años ingresando en el de Caballero de Gracia, de las concepcionistas y siendo esta vez su madrina la duquesa de Benavente.  Fue precisamente en ese año de 1829 cuando mostró una llaga en el costado izquierdo que se interpretó como un estigma.  El 20 de enero del año siguiente, hizo profesión solemne en la Orden de la Inmaculada Concepción de Ntra. Señora (concepcionistas franciscanas descalzas), en el convento de Jesús, María y José del Caballero de Gracia, en Madrid, tomando el nombre de Sor María Rafaela de los Dolores y del Patrocinio.  Durante 1830, la monja alegaría haber recibido varias visiones del Santísimo Cristo de la Palabra y de la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias y mostraría llagas en los pies y en las manos que se interpretaron nuevamente como estigmas.   En una sociedad sumida desde hacía siglos en la más profunda superstición religiosa, sor Patrocinio causó inmediata sensación, sensación que tenía su repercusión política porque la monja era partidaria de los carlistas.

    En 1835, fue procesada por impostura y acusada de apoyar la causa carlista.  Tras varios traslados, dio en la casa de arrepentidas de santa María Magdalena donde permaneció hasta que se dictó sentencia.  La causa judicial – en la que se pretendía averiguar el origen de las llagas supuestamente sobrenaturales – constituye un paradigma de la política de engaño y mentira perpetrada durante siglos por la iglesia católica con la única finalidad de desvalijar las almas y los bolsillos de los fieles.  Iniciada el 6 de noviembre de 1835, en el curso de la misma el juez citó a tres facultativos que examinaron con rigor las supuestas huellas de la acción sobrenatural y que se comprometieron a curarlas.  Efectivamente, lo consiguieron y el 21 de enero, en presencia de los doctores Diego Argumosa, Mateo Seoane y Maximiliano González, así como de otros notables personajes entre los que se hallaba el antiguo pretendiente Salustiano Olózaga se procedió a un examen que dejó de manifiesto que los supuestos estigmas se habían curado cicatrizándose. Sometida a juramento, la monja relató la verdad sobre las llagas.

      En el origen del fraude se hallaba el sometimiento irracional que las monjas demostraban hacia sacerdotes y religiosos.  Un fraile capuchino llamado Fray Fermín de Alcaraz le había entregado siendo novicia "una reliquia que aplicada a cualquier parte del cuerpo causaba una llaga que debía tenerse abierta para seguir padeciendo y teniendo tal mortificación, ofreciendo a Dios los dolores como penitencia de las culpas cometidas (...) mandándola aplicase a las palmas de las manos y al dorso de ellas, a las plantas y parte superior de los pies, en el costado izquierdo, y alrededor de la cabeza en forma de corona, encargándola muy estrechamente bajo obediencia y las más terribles penas en el otro mundo, que no manifestase a nadie de qué la habían provenido, y que si le preguntaban debería decir que sobrenaturalmente se había hallado en ellas"[4].  En otras palabras, las heridas eran auto-ocasionadas a instancias de un fraile y so pena de los peores castigos sobrenaturales.  La finalidad de aquella conducta imposible de disculpar había sido la misma que había llevado, por ejemplo, a Gonzalo de Berceo y a otros autores a escribir los milagros de determinados santos: el más descarnado afán de lucro.  La fama de santidad de sor Patrocinio era más que susceptible de reportar limosnas y donaciones a la orden.

     Como detalle menor, si se quiere, pero no menos elocuente, el proceso dejó de manifiesto que un relato de sor Patrocinio relativo a que había sido llevada por un demonio por los aires hasta un tejadillo donde había sido descubierta por otras monjas sucia y cubierta de tierra era otra patraña ya que era fácil acceder al lugar desde un ventanal del convento.  Que había estado haciendo la monja en aquel enclave donde la descubrieron sus compañeras de convento sigue sin estar esclarecido, pero los paralelos con historias de otras infelices ejecutadas por la Inquisición son llamativos. 

     El juez se esforzó porque el fraile compareciera, pero fue imposible dar con él “por haberse ausentado del reino”, una circunstancia que el fiscal interpretó, seguramente con razón, como muestra clara de su culpabilidad, tesis recogida, por otra parte, por la sentencia. La misma defensa, desempeñada por Juan M. González Acevedo, reconoció que todas las historias de misticismo y estigmas eran mentira, pero insistió en subrayar que su defendida había sido víctimas del fraude y que, de no haberse descubierto, se habría visto condenada a una “muerte lenta y penosa”[5].  Era cierto lo que alegaba el defensor y no puede negarse que, al repasar las actas del proceso, la sensación que se desprende de ellas es que la monja era, fundamentalmente, víctima. 

      La sentencia, dictada en Madrid el 25 de noviembre de 1836, resultó verdaderamente salomónica.  Por un lado, dejaba de manifiesto que sor Patrocinio había perpetrado un fraude al que tenía que haberse negado dando cuenta a sus superiores, pero, por otro, se apoyó en su arrepentimiento para condenarla a ser desterrada a un convento que estuviera a no menos de cuarenta leguas de la Corte.  La monja soportó la situación poco tiempo y se dirigió a la reina para que la permitieran trasladarse a otro lugar.  María Cristina atendió a sus súplicas y así sor Patrocinio se estableció en Torrelaguna por un lustro.

     En circunstancias normales, sor Patrocinio – que había comenzado a escribir una obra que, inicialmente, iba a llamarse Mes de María Perpetuo y que, al final, recibió el nombre de Libro de Oro – hubiera terminado ahí su carrera.  En realidad, acababa de comenzarla.  Siendo ya Isabel II reina, se permitió a sor Patrocinio regresar a Madrid y entrar en el convento de La Latina.  Entonces, de manera ciertamente sorprendente, trabó relación con la reina que la convirtió en su consejera.  En 1845, la monja era maestra de novicias en el convento de Jesús Nazareno.  A esas alturas, sor Patrocinio – que disfrutaría de la compañía del padre Claret en la intimidad espiritual de la reina – lo mismo daba a la reina consejos sobre los políticos que le insistía para que intercediera ante el papa a fin de que proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción de María.  El poder de la monja de las llagas era sorprendente  – y, desde luego, sobrecogedor en una nación moderna – y explica la oposición que fue despertando.  Si Narváez, harto de sus intrigas, la desterró a Badajoz – un destierro que, por razones obvias, duró poco – en 1849 fue víctima de un atentado con arma de fuego del que salió ilesa.  Puede imaginarse que no fue difícil instrumentar aquel episodio en beneficio propio.  Poco después sería elegida abadesa, un cargo que ejercería en distintos conventos hasta su muerte. 

El peso de la monja sobre el ánimo de la reina era tan omnímodo que el gobierno, convencido de que no había dejado de ser una farsante, decidió enviarla a Roma para que procedieran a estudiar su conducta.  No lo consiguió.  Sor Patrocinio alegó, durante el viaje, que se sentía enfermo y no llegó siquiera a pisar suelo italiano.  De regreso a España, fue trasladada por orden del gobierno al convento de las Hermanas Descalzas de Toledo y, posteriormente, al de las clarisas de santa Catalina Mártir de Baza.  A esas alturas, su papel en la política era tan conocido y tan innegable que el arzobispo de Toledo decidió bordear las órdenes del gobierno y sacarla del convento alegando que se iba a dedicar a la reforma de las casas de religión.  Comenzó a continuación a fundar distintos conventos – en el de Aranjuez sería objeto de otro atentado por arma de fuego también sin efecto – mientras su peso social continuaba aumentando ante el horror de no pocos que no podían ver con buenos ojos que la voluntad de la reina estuviera sujeta a las palabras y las acciones de una conocida farsante.  En ese estado de cosas, en 1868, estalló la revolución.  En un gesto de inteligencia, el cardenal Ciliria se apresuró a sacar a la monja de España para evitar que pudiera caer en manos de los revolucionarios.  Ya había confesado, cuando era mucho menos importante, un fraude y es para pensar lo que hubiera podido decir en sede judicial de verse sometida a un nuevo proceso.

Sin embargo, ni siquiera el destierro acabó con la carrera de la monja.  Nada más llegar al trono Alfonso XII, hijo de Isabel II, sor Patrocinio regresó a España continuando con su labor fundadora hasta el año anterior a su muerte acaecida en 1891.  En 1907, se daba inicio a su proceso de beatificación.  Todo un símbolo para una España que, durante siglos, se ha negado a ver la realidad de la iglesia católica. 

Aquella sumisión a los deseos eclesiales explica más que sobradamente la ceguera sufrida por la reina y por el sistema.  A inicios de 1868, Isabel II recibió la Rosa de oro, otorgada por el papa Pío IX como muestra de reconocimiento de lo que la reina había realizado en pro del catolicismo.  La prensa de la época dio abundante espacio al episodio.  Al sistema, sin embargo, apenas le quedaban unas semanas de vida.      

CONTINUARÁ


 

[1]  Así, los 153 millones de reales del presupuesto clerical de 1851, subió a 180 millones poco antes de la revolución de 1868.  Véase, al respecto, “Datos estadísticos relativos al personal y a la dotación del clero y del culto”, La Cruz, 1870, pp. 400-402.

[2]  El estudio clásico sobre el tema sigue siendo el de J. Pabón, España y la cuestión romana, Madrid, 1972.

[3]  Sobre el tema, véase: Arturo Miguel Diéguez González, Sor Patrocinio, Madrid, 1981; B. Jarnés, Sor Patrocinio, la monja de las llagas, Madrid, 1972; J. M. Tavera, Sor Patrocinio.  La monja estigmatizada del siglo XIX, Barcelona, 1959; P. Voltes, Sor Patrocinio, la monja prodigiosa, Barcelona, 1994

[4]  Jarnés, Oc, p. 204 ss.

[5]  Jarnés, Oc, p. 214.

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