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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Mateo, el evangelio judío (II): Mateo 1: 1- 25

Viernes, 19 de Mayo de 2017

Tras la consignación de la genealogía de Jesús el mesías, Mateo se detiene en su nacimiento. Es enormemente importante ver lo que dicen los evangelios al respecto porque este tema ha sido muy oscurecido en el desarrollo posterior del cristianismo y lo ha sido además por influencias extra-cristianas.

De entrada hay que señalar que, para ser honrados, la mitad de los Evangelios no manifiestan el menor interés en el tema. Marcos comienza su relato de la vida de Jesús en el bautismo ya que un siervo no tiene genealogía y para Juan lo verdaderamente relevante es la pre-existencia del Logos o Verbo que “habitó entre nosotros”. Si por ellos fuera, nunca habríamos sabido que Jesús nació de una parzenos por la sencilla razón de que ni esos evangelistas ni el resto del Nuevo Testamento lo mencionan. El tema tenía una importancia más que secundaria y, desde luego, ni lejanamente parecido al que le ha otorgado la iglesia católica o las iglesias orientales. A decir verdad, incluso el evangelio de Lucas se refiere a una concepción virginal, pero sólo si interpretamos el texto yuxtaponiéndolo al de Mateo. María – la fuente detrás de Lucas – se sorprende del anuncio del ángel porque a la sazón no mantiene relaciones sexuales con nadie – algo indispensable para un embarazo - pero nada en el anuncio indica que no fuera a tenerlas en el futuro. A decir verdad, sin Mateo, la lectura de Lucas nos llevaría a pensar que esa María tuvo con posterioridad relaciones sexuales y que de ellas derivó un embarazo del que nació el mesías, nacimiento anunciado y sobrenatural como el de Isaac, pero provocado por medios naturales.

Precisamente por todo esto, el texto de Mateo resulta tan especial y por eso también la historia se centra en José. A fin de cuentas, una mujer no era testigo fiable según la práctica judía mientras que un hombre, justo por más señas, sí que lo era. Mateo apelaba, pues, a su testimonio en un evangelio dirigido de manera especial a los judíos.

Los contrayentes judíos celebraban esponsales un año antes del matrimonio. La ceremonia servía para dar formalidad a la relación, pero, a la vez, proporcionaba un tiempo razonable para ver si debía llegarse hasta el final. Por regla general, durante ese tiempo, los prometidos no mantenían relaciones sexuales siquiera porque la virginidad femenina en primeras nupcias tenía efectos legales. De hecho, ocultar que una mujer no era virgen y descubrir el hecho tras consumarse el matrimonio podía tener consecuencias legales de notable gravedad. José y María estaban en esa situación de compromiso no consumado y, en algún momento, José descubrió el embarazo de María (v. 18). No sabemos cómo llegó a saberlo - ¿se notaba? ¿alguna mujer contó que María llevaba varios meses sin acudir a los baños de purificación tras la menstruación lo que era señal del embarazo? – pero lo cierto es que José lo supo y las opciones de su acción añadían dolor a su descubrimiento.

Una posibilidad hubiera sido denunciarla y contemplar como María era lapidada por adulterio. Sí, esa pena que tanto horroriza en el mundo islámico actualmente es exactamente la misma que aparece en la Torah de Moisés. Buena parte de la legislación islámica más dura es de origen judío y, de hecho, si no la contemplamos en el mundo judío es por la sencilla razón de la influencia cristiana; ocasionalmente, por una suavización talmúdica o, simplemente, porque vivir en medio de un ambiente gentil limitaba la aplicación de la Torah en algunos aspectos como la pena de muerte. Si José hubiera hecho valer sus derechos – ya equivalentes a los de un marido salvo en el terreno sexual – María habría sufrido la misma suerte que contemplamos en grabaciones de Arabia Saudí u otros regímenes islámicos de la actualidad.

Sin embargo, José era un hombre justo y – paradójica y significativamente – esa justicia se manifestó en el hecho de que no quiso ocasionar más daño del que ya había. María – pensaba él – se había portado de manera indigna y, seguramente, le había destrozado el corazón, pero no pensaba en vengarse o, simplemente, en obtener una reparación o… justicia. Renunciar a sus derechos no fue contemplado como algo indigno o vil sino como la conducta más digna que podía asumir. Por eso precisamente decidió divorciarse de ella en secreto. Cierto, el embarazo acabaría siendo evidente, pero ya no se podría acusar a María de adúltera sino que sería una muchacha que había sufrido un desliz. Se vería mal vista quizá, pero no ejecutada (v. 19).

Toda esta conducta deja de manifiesto que José era un hombre que sabía amar y amaba a María como hombre y que no era en absoluto ese anciano que aparece en las imágenes cuya única finalidad parece ser cobijar a una María infantil que ha decidido ser virgen. Sé que la imagen tiene una larga trayectoria histórica, pero es totalmente falsa. José iba a divorciarse de María por la sencilla razón de que estaba convencido de que la mujer a la que amaba se había entregado a otro. No sorprende su dolor ni su reacción aunque sí su noble generosidad.

Fue precisamente cuando José decidió no causar daño a la mujer a la que amaba y de la que se iba a separar, cuando no dejaba de reflexionar en el tema – algo extraño en un anciano encargado de custodiar a una virgen por decisión propia, ¿verdad? – cuando tuvo un sueño en el que apareció un ángel del Señor. El mensaje fue claro. José, el hombre que descendía del rey David, la estirpe de la que debía venir el mesías, no debía temer acoger a María. Era su mujer y lo que había en su vientre era fruto de la acción del Espíritu Santo (v. 20). Ese niño sería un varón y tendría el nombre de Jesús – YHVH salvador – porque salvaría al pueblo de sus pecados. No, con sus pecados, sino de ellos (v. 21).

En este episodio, Mateo vio el cumplimiento de la profecía de Isaías 7: 14 donde se habla de que una joven concebiría y daría a luz a un niño cuyo nombre sería Enmanuel, es decir, Dios con nosotros. Durante siglos, los apologistas judíos han insistido en que la palabra hebrea en Isaías 7: 14 (alma) no hace referencia a una virgen o mujer que no ha tenido relaciones sexuales, que el término estricto hebreo es otro (betula) y que la interpretación cristiana violenta el texto convirtiendo a esa joven en virgen. La realidad es mucho más matizada. Aunque ciertamente betula es un término para virgen en un sentido estricto, la palabra alma debería traducirse como doncella, es decir, aquella muchacha joven a la que, por razón de la cultura y las circunstancia, ha de suponerse virgen. No es exactamente la misma palabra que virgen, pero su campo semántico es prácticamente el mismo. Los ejemplos abundan en muchas lenguas. Ciertamente, hoy en día, una jovencita no es necesariamente virgen, pero sí lo fue en otras épocas y, de hecho, en algunos países de Hispanoamérica cuando una mujer dice “yo era todavía jovencita” se está dando entender que todavía no había mantenido relaciones sexuales. Precisamente por ello, la traducción judía del Antiguo Testamento al griego, la Septuaginta, tradujo alma por parzenos, exactamente la palabra griega que equivale a doncella, la mujer joven que, presumiblemente, no ha tenido relaciones sexuales y no el término griego estricto para virgen que es parzenios. La Septuaginta tradujo así muy fielmente el sentido del texto griego – aunque les pese a los apologistas judíos – y ésa es exactamente la misma palabra que usa Mateo. Pero lo importante – de nuevo la tradición de siglos ha opacado esa proclamación – no es la condición física de María sino que el nacido sería el mesías, es más, sería la demostración palpable de que Dios no es un ser distante sino que estaría con nosotros en Jesús.

 

La respuesta de José fue rápida y fue de obediencia (v. 24). Fueran cuales fueran sus dudas, sus preguntas, su dolor, obedeció lo que el ángel le había dicho y así recibió a María. Sin embargo, no mantuvo a relaciones sexuales con ella hasta que dio a luz al primero de sus hijos, al que, como había señalado el ángel, puso por nombre Jesús (v. 25). El pasaje suele ser alterado en las traducciones católicas porque indica que la falta de relaciones sexuales entre José y María duró hasta que tuvo lugar el parto y contradice la enseñanza tardía de la virginidad perpetua de María. Sin duda, los evangelistas – de los que dos ni siquiera refieren el nacimiento de Jesús – se habrían sentido extrañados ante el mariocentrismo católico y ortodoxo y todavía más ante la insistencia en convertir su virginidad en un pilar de la fe. Mateo – a pesar de ser el único evangelista que, explícitamente, apunta en esa dirección – no hubiera sentido menos sorpresa porque da testimonio de que Jesús tuvo hermanos y hermanas e incluso proporciona los nombres de los primeros (Mateo 13: ´55-56). La referencia es importante no sólo por el dato histórico – imposible de conciliar con ciertos dogmas – sino también porque en esta circunstancia se encerraba el cumplimiento de una profecía.

Sabemos que durante su ministerio, los hermanos de Jesús no creían en él (Juan 7: 5). Esa incredulidad era precisamente el cumplimiento de una profecía mesiánica en la que se decía claramente no sólo que el mesías sería vituperado y que el celo por la casa de Dios lo consumiría sino también que los hijos de la madre del mesías no creerían en él (Salmo 69: 7-9). Se puede objetar que estas realidades históricas chocan con ciertos dogmas. Sinceramente, no me quita el sueño. Sí me apena que las hermosas enseñanzas de estos versículos queden al final opacadas por doctrinas que nada tienen que ver con lo enseñado por los evangelios. A ellos seguiremos dedicando los estudios de las próximas semanas.

 

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