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Martes, 24 de Diciembre de 2024

II Campus Literario (III): La mirada de Indias (II): El inca Garcilaso

Viernes, 2 de Septiembre de 2016

Si en las dos primeras jornadas del campus literario fueron españoles los que relataron su mirada de Indias, en la tercera, escogí a dos indígenas para expresar la suya: el Inca Garcilaso y Guamán Poma de Ayala. Aunque en los últimos años se ha querido enfrentarlos y los indigenistas insisten en el valor de Poma de Ayala negándoselo a Garcilaso, la realidad es que ambos constituyen fuentes históricas de primerísimo orden.

El Inca Garcilaso nació en el Cuzco el 12 de abril de 1539 y recibió el nombre de Gómez Suárez de Figueroa. Como él mismo diría, sucedió “ocho años después que los españoles ganaron mi tierra”. Garcilaso suele ocultar en sus libros cosas que consideró dolorosas o hirientes. Que era mestizo no podía esconderlo del conocimiento público porque saltaba a la vista. Otra cosa distinta es que además uniera a esa circunstancia racial la condición de bastardo. Su padre el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega pertenecía a la nobleza castellana y extremeña mientras que su madre, la Nusta Isabel Chimpu Ocllo era una joven princesa inca, sobrina de Huayna Cápac, emperador del Tahuansintuyo.

El mestizo nacido de esas relaciones fue bautizado y durante sus primeros años, tuvo ocasión de ver cómo su padre invitaba a casa a muchos nobles incas con la intención de convertirlos al catolicismo, al parecer, sin importarle que la relación con la Nusta Isabel fuera de todo menos canónica. Bien es cierto que, como relataría Ricardo Palma, no eran pocos los sacerdotes que enseñaban que la fornicación con indias – y más si era consentida – no era fornicación.

Garcilaso recordaría que aquellas conversaciones acababan siempre en lágrimas y llanto recordando lo que había sido el imperio inca. Seguramente por ello, Garcilaso comprendió muy pronto cómo la conquista española se había visto facilitada por la guerra civil entre los incas y por el error de considerar a los españoles como viracochas o dioses.

El niño creció como una primera generación de mestizos que se consideraban superiores por ambos lados y que, en realidad, eran despreciados por españoles y por indios. A esa circunstancia se sumó el hecho de que, con diez años, sufrió un terrible golpe cuando su padre abandonó a su madre para casarse con Luisa Martel de los Ríos, una mujer cuatro años mayor que el Inca, pero española. Quizá con sentimiento de culpa – aunque no tanto como para contraer matrimonio con ella - el padre asignó una dote a la madre y la casó con Juan del Pedroche, un humilde soldado español. El episodio nos horroriza ahora, pero, a la sazón, el español debió considerar que se ocupaba de garantizar el futuro de la madre de un Garcilaso que no dice nada al respecto en sus escritos.

También en su infancia, el Inca presenció la terrible guerra desencadenada entre los españoles en que su padre estuvo a punto de morir – se salvó escondido en un convento dominico – y donde la propia vida del niño corrió peligro al ser ambos perseguidos por Gonzalo Pizarro.

En 1559, murió su padre cediéndole antes tierras en la región de Paucartambo y asignándole cuatro mil pesos en oro y plata para que estudiara en España. Unos meses después, el 20 de enero de 1560, el Inca salió del Cuzco. Su intención era ir a Madrid para solicitar, ante el Consejo de Indias, las restituciones y mercedes que, supuestamente, le correspondían por su padre y por su madre. Fue entonces cuando el Inca descubrió algo que cambiaría su vida. Captó que los españoles no tenían problema en creerse cualquier cosa que estuviera escrita aunque fuera falsa. Sin duda, hoy pensaría lo mismo de la radio y de la televisión, pero, por aquel entonces, se limitó a adoptar la decisión de poner por escrito la verdad de los hechos.

Desengañado de lo que había encontrado en España, en 1563, decidió regresar al Perú, pero, en lugar de hacerlo, finalmente, se enroló en la guerra de las Alpujarras con el nombre de Garcilaso de la Vega. Llegó a capitán, pero entre 1570 y 1571, perdió a su madre y a su tío Alonso de Vargas que le dejó dinero para vivir. A esas alturas, el Inca parece haber estado más que desengañado de la política española – como Colón, como Las Casas, como tantos otros – y se dedicaba al estudio, a la meditación espiritual y a la escritura.

En 1590, publicó su traducción de los Diálogos de amor de Yehudah Abarbanel conocido como León Hebreo. Comenzaba su carrera literaria y lo hizo utilizando el apelativo de El Inca. Aunque era medio español, aunque llevaba el nombre de su padre, se consideraba indígena, un indígena que usaba el español y que tenía sangre española en las venas, pero que insistía en identificarse más con los antepasados indios. Motivos no le faltaban, desde luego. Sin ir más lejos, en 1593, la Inquisición recogió la obra, aunque ya le había dado un cierto prestigio cultural.

Vendrían luego textos magníficos como La Florida o los Comentarios reales sobre los que me extendí ampliamente en mi exposición del campus. Sin ocultar sus defectos, el Inca no escondió su admiración por el imperio inca al que vio como civilizador de indígenas idólatras y pecadores. El suyo no era un juicio totalmente imparcial – se empeñó en que los incas creían en buena manera igual que los cristianos – pero no falseó la Historia a favor de una leyenda indigenista o blanca. Aquel mundo glorioso del imperio había pasado y lo que ahora existía no dejaba de tener aspectos nada recomendables como la credulidad de los españoles, el racismo innegable o la mala gestión. Nunca regresó a su Perú natal. El 23 de abril de 1616, falleció en Córdoba, España, acompañado de su amante Beatriz de Vega y de su hijo natural Diego de Vargas. Era obvio que los españoles no solían casarse con gente de otra raza y eso lo había vivido desde la infancia Garcilaso.

Su mundo no era ni el ansiado por Colón ni el que hubiera deseado Las Casas. Tampoco iba a ser otro diferente al que le había causado heridas. El racismo, la visión instrumental de las mujeres, la burocracia inútil, el gasto público desbordado, la ausencia de una ética del trabajo, la obsesión por la limpieza de sangre lo caracterizaban. De todo ello, daría testimonio incomparable otro personaje al que me referí el tercer día, pero del que hablaré en la próxima entrega: Guamán Poma de Ayala.

 

CONTINUARÁ

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