Hasta la 1 de la madrugada de aquel día, las SS se habían esforzado por borrar las huellas de lo acontecido en Auchswitz, pero la cercanía del enemigo había impedido que lo consiguieran de manera total. De los treinta y cinco almacenes del campo aún quedaban en pie seis. En su interior se recogían 368.820 trajes de hombre, 836.255 de mujer y una cantidad inmensa de ropa infantil. Así mismo había almacenadas siete toneladas de cabello humano procedente de los reclusos que las SS no habían tenido tiempo de aprovechar. Mientras los soldados soviéticos iban recorriendo aquel lugar en medio del estupor, descubrieron centenares de cadáveres sin enterrar. Los supervivientes, en su inmensa mayoría esqueletos con la piel sobre los huesos, apenas llegaban a los siete mil.
Hoy se conmemora en Occidente el día del Holocausto. A casi siete décadas de distancia, el estudio del Holocausto nos ha permitido reconstruir su desarrollo desde los primeros textos antisemitas redactados por Hitler en 1918 hasta el final de la segunda guerra mundial. Conocemos cómo, primero, se marcó a los judíos ante la opinión pública y se insistió para que la gente comprara productos arios y no judíos; sabemos cómo en 1935 las leyes de Nüremberg – copiadas en su mayoría de la legislación antisemita de la iglesia católica que estuvo vigente en los Estados pontificios hasta su desaparición en 1871 - los convirtieron en seres de segunda a los que se atacaba ya libremente en los medios de comunicación; nos consta cómo en 1938 se les expulsó de la vida pública, académica, artística y mercantil, y sabemos cómo desde 1939 hasta 1941 la principal preocupación de los dirigentes nacional-socialistas alemanes fue la de conseguir que murieran a mayor velocidad y en mayores cantidades pasando para ello de los ghettos a los fusilamientos en masa y, finalmente, al uso del gas.
También sabemos ahora cómo la responsabilidad del Holocausto no recae exclusivamente sobre Alemania porque hubo colaboradores entusiastas de los nacional-socialistas alemanes en Ucrania, Hungría o la Francia de Vichy; sabemos que, a pesar de las continuas pretensiones e incesantes súplicas, el papa Pío XII no mencionó ni una sola vez la palabra “judíos” o “nacional-socialismo” para condenar públicamente las atrocidades y que, aunque con los aliados firmemente asentados en Italia, ofreció amparo a miles de judíos hizo lo mismo, acabada la guera, con los criminales nazis que pretendían huir de la justicia; sabemos también que en las naciones donde la población civil no se inhibió sino que obstaculizó las deportaciones de judíos, éstas resultaron extremadamente difíciles como fue el caso de la protestante Dinamarca que consiguió salvar a más del noventa por ciento de sus judíos y sabemos incluso que si Roosevelt, siguiendo el consejo de Churchill, hubiera bombardeado las líneas férreas que conducían a Auchswitz decenas de miles de judíos hubieran salvado la vida.
Sin embargo, quizá lo más importante a casi siete décadas de distancia no sean todos estos datos sino las lecciones que podemos aprender del Holocausto. La primera es que el totalitarismo puede llegar al poder aprovechando las urnas. Así lo hizo Hitler como anteriormente lo habían hecho los bolcheviques o Mussolini. Pero un gobierno que no respeta la legalidad ni la constitución y que incluso aprovecha las libertades democráticas para imponer el despotismo no es un gobierno democrático, sino un enemigo de la libertad por más que se envuelva en los cantos al progreso.
La segunda es que la persecución de los inocentes siempre va precedida de su denigración. Cuando los nacional-socialistas alemanes comenzaron a descargar su ira sobre los humoristas, cuando decretaron el boicot económico contra los judíos, cuando cerraron medios de comunicación, muchos pensaron que no era tan grave porque, previamente, la propaganda nacional-socialista había reblandecido su capacidad de crítica. Sin embargo, aquella satanización manifestada en nombres injuriosos impuestos a los judíos, en su representación como animales, en el desprecio era el inicio de un camino que llevaba a las cámaras de gas.
La tercera es que las advertencias de los totalitarismos no deben pasarse por alto. Ciertamente, el nacional-socialismo alemán, como otros totalitarismos, mentía cuando anunciaba la paz, o cuando señalaba que no tenía más pretensiones. Pero como otros totalitarismos no exageró al señalar que pretendía exterminar a los judíos o al señalar sus intentos de dominio o de expansión territorial.
La cuarta es que el apaciguamiento jamás funciona con los totalitarismos. Cuando Neville Chamberlain regresó a Gran Bretaña en 1938 procedente de la conferencia de Munich y anunció la paz para toda una generación, la gente le aclamó enfervorizada. Se fabricaron jarras de cerveza con su foto y paraguas que llevaban su imagen en el mango, pero bastaron unos meses para que quedara de manifiesto que lo que él pensaba que era el camino de la paz sólo había servido para fortalecer a Hitler. El apaciguamiento no funcionó, como nunca lo ha hecho o lo hará al enfrentarse con pensamientos totalitarios y lo que quedó de manifiesto fue Winston Churchill, al que muchos habían acusado de alarmista que creaba tensión, era el que tenía razón.
La quinta es que la única posibilidad de enfrentarse con el totalitarismo es la defensa firme y resuelta de la libertad. Al final, el Holocausto no fue detenido por el diálogo, la reflexión filosófica o las manifestaciones pacifistas, sino por la acción combinada de los ejércitos aliados.
Casi setenta años después, el recuerdo del Holocausto debe ponernos en guardia contra las amenazas de Irán anunciando que el Holocausto nunca tuvo lugar y que piensa destruir a Israel, contra el triunfo electoral de la organización terrorista Hamas en Palestina, contra aquellos que tergiversando la Historia se permiten comparar la lucha del estado de Israel contra el terrorismo árabe con el comportamiento que el nacional-socialismo alemán tuvo hacia los judíos, contra los que realizan celebraciones religiosas en que se sigue difundiendo la canallesca acusación de crimen ritual o contra los que disfrazan su antisemitismo de progresismo.
Pero también debe recordarnos que una victoria en las urnas no es un cheque en blanco para destruir un sistema constitucional, que aquellos que empiezan atacando a humoristas o silenciando medios de comunicación, más tarde o más temprano, quemarán libros y llenarán las cárceles de disidentes, y que los que construyen barreras que separan a la gente imponiendo la obligatoriedad de una lengua, o utilizando mitos nacionalistas, históricos o raciales constituyen un peligro contra la libertad cuyas consecuencias – como sucedió en el caso del nacional-socialismo alemán - quizá no podemos ni imaginar.
El libro que los cristianos denominamos Génesis y los judíos, Bereshit narra los reproches que Dios dirigió a Caín porque la sangre de su hermano Abel clamaba en su contra. Caín respondió a las acusaciones del Altísimo diciéndole que no era el guardián de su hermano. Hoy, en el día del Holocausto, deberíamos responder de manera exactamente inversa a cómo lo hizo Caín. SÍ somos guardianes de la vida, la integridad y la libertad de nuestros semejantes y como tal debemos de comportarnos si no deseamos que su sangre inocente clame ante Dios en contra nuestra.