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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Shanghai (II): El museo nacional de Shanghai

Viernes, 28 de Julio de 2017

Durante estas semanas de estío, voy a detener las exposiciones bíblicas. Dios mediante, regresaré en septiembre, pero mientras tanto, continuaré con otro tipo de posts.

Shanghai es una ciudad prodigiosa y su consolidación como tal estuvo vinculada a un episodio trágico y bochornos. En 1842, una flotilla británica agredió a la ciudad – que ya tenía un cuarto de millón de habitantes – y forzó al gobierno chino a firmar el Tratado de Nanjing. El texto – una muestra de vergonzoso imperialismo – obligó a China a pagar a sus invasores una indemnización de 21 millones de dólares de planta, a ceder Hong Kong – un escándalo sólo revertido hace pocos años – y a aceptar unos aranceles bajos para los productos extranjeros y la apertura de cinco puertos, entre ellos Shanghai, al comercio y la residencia extranjera. Todo esto ya era bastante desgracia, pero fue sólo el inicio. De entrada, Francia y Estados Unidos exigieron su parte del botín cobrado a China. Ese botín incluyó la imposición de una jurisdicción extraterritorial que implicaba que los delitos cometidos por extranjeros en China no podrían ser juzgados por tribunales chinos sino sólo por tribunales extranjeros. De continuación, los ingleses introdujeron el opio en China. Inglaterra quería el té y la seda de China, pero no tenía, realmente, nada que interesara a los chinos. Decidió que la droga solucionaría esa diferencia en la balanza de pagos, por utilizar un término actual.

Naturalmente, China intentó resistir la entrada masiva de la droga – cultivada en campos bajo control británico en los mismos lugares donde ahora se sigue haciendo crecer – pero no pudo enfrentarse con las cañoneras. Como suele suceder en estos casos, la nación invadida se cuarteó. Mientras las autoridades se veían incapaces de frenar la importación de la droga, no pocos chinos colaboraban con las redes del tráfico británico y cuando ni esto funcionaba, flotillas de cañoneras llegaban a nuevos puertos con la carga. Finalmente, la guerra estalló y, como era de esperar, China la perdió. El impacto que eso tuvo sobre Shanghai fue impresionante. La ciudad creció y creció con fumaderos de opio, con nuevos barrios extranjeros, con prostíbulos, con casas de juego y, curiosamente, con la apertura de iglesias. En las décadas siguientes, Shanghai se convertiría quizá en la ciudad más importante del Pacífico oriental. En Shanghai, Sun Yat-sen – del que hablaré en otra entrega – llamaría a la creación de una nueva China; el partido comunista nacería e intentaría tomar el poder hace ahora noventa años; el cristianismo se extendería espectacularmente de la mano del evangélico Watchman Nee y, por supuesto, el imperio japonés se haría sentir en toda su crueldad. Cuando se tiene en cuenta todo este tipo de situaciones se puede entender Shanghai y, a la vez, se queda uno maravillado al contemplar cómo ha sido su evolución histórica.

Su museo nacional tiene fama de ser el más importante de China. Ignoro si es así, pero resulta extraordinario. Las filas para poder acceder – la entrada es gratuita – son considerables, pero, a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, en El Prado, están muy bien organizadas, cuentan con ventiladores e incluso toldos para combatir el calor de Shanghai. La espera no se hace larga, pero llama la atención la manera en que los grillos chinos – unos grillos enormes – cantan, casi me atrevo a decir que se desgañitan, bajo el estío. Mientras espero no puedo evitar recordar Los pájaros de Hitchcock y pensar en qué sería de nosotros si estos grillos rabiosos se lanzaran sobre nosotros.

El museo de Shanghai tiene una serie de salas de exposición fijas – pintura, escultura, caligrafía, bronces… - y cuenta además con dos exposiciones temporales. La primera, dedicada a Sissi y Hungría, es muy interesante, pero la segunda que cuenta la Historia de la Humanidad en cien objetos resulta absolutamente excepcional. Poder contemplar en cien objetos la experiencia humana no tiene precio. Desde el hacha paleolítica de sílex a los anuncios de campaña de Hillary Clinton, ante mis ojos aparece una tablilla mesopotámica donde se recoge la Historia del Diluvio; el poder de los faraones; las culturas del Indo; un busto de Homero y otro de Augusto, como símbolos de Grecia y Roma; Mitra, como gran religión mistérica vencida por el cristianismo; las culturas africanas yoruba y beninesa… Seguramente, el lector se preguntará qué hay de España en esa selección de cien objetos. Dos cosas y las dos significativas. La primera es un astrolabio judío de finales de la Edad Media que indica cómo los españoles se iban a lanzar al mar antes que nadie, con la excepción de sus hermanos portugueses. La segunda es un conjunto de monedas de plata acuñadas con el metal que se extraía de Hispanoamérica y que se despilfarró en una causa tan necia y dañina para España como fue la de convertirse en espada de la Contrarreforma. Se puede discutir la elección, pero no se puede negar que es más que significativa. Aparte del arte – que no es algo contemplado más que de manera instrumental por la exposición – España queda caracterizada por la gesta de Indias. El gran drama es que esa hazaña fue más extractiva que constructiva y que, para remate, la labor de depredación ni siquiera acabó beneficiando a la nación como, por ejemplo, en el caso de la guerra del opio. No era más moral someter a los indios en las encomiendas y enviarlos a morir – hombres, mujeres y niños – en la extracción de metales en el Potosí que obligar a la apertura de unos puertos e introducir el opio. A decir verdad, nada queda de imperios como el azteca o el inca mientras que el imperio chino sobrevivió. Sin embargo, en esa maldad depredadora que caracteriza a los imperios, el español para remate desperdició todo en defensa de una potencia extranjera que lo parasitaba. Pero volvamos a Shanghai.

Si su museo es excepcional, lo es también por la manera en que podemos ver a una cultura milenaria. Basta entrar en su sala de bronces para contemplar piezas extraordinarias de cuando Abraham era un pobre arameo errante que abandonaba Ur; aportaciones artísticas increíbles de cuando Israel era una banda de esclavos huidos que llegaba a Canaán y muestras estéticas de una delicada belleza de cuando David salvaba su vida huyendo de Saúl. Más impresionantes si caben – estaría horas hablando de ello – son las salas dedicadas a la prodigiosa pintura china o a su escultura. Que una nación con esa cultura esté dispuesta a rendirse ante las agresiones extranjeras o a someterse a lo que desean la Trilateral o Soros es simplemente impensable y, desde luego, es una cuestión sobre la que deberíamos reflexionar porque, por desgracia, no se puede decir lo mismo de España.

CONTINUARÁ

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