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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (XXXIX)

Domingo, 10 de Septiembre de 2017

El segundo viaje misionero (XV): las cartas a los Corintios (II): La primera carta a los Corintios (I)

Como ya hemos indicado, la motivación de la primera carta a los corintios – en realidad, la primera que ha llegado hasta nosotros – fue doble. Por un lado, Pablo deseaba acabar con las divisiones existentes en las comunidades de Corinto y, por otro, deseaba dar respuesta a una serie de cuestiones de fe y práctica que le habían sido planteadas por los cristianos de esta ciudad.

Pablo comienza su carta reconociendo que en las comunidades de Corinto – a cuyos miembros denomina santos siguiendo un uso con precedentes en el Antiguo Testamento – abundan en dones del Espíritu Santo o carismas (I Co 1, 5). Sin embargo, esa circunstancia positiva no puede ocultar el hecho de la división:

 

11 porque me ha sido informado de vosotros, hermanos míos, por los de Cloé, que hay entre vosotros contiendas; 12 Quiero decir, que algunos de vosotros dicen: Yo en verdad soy de Pablo; pues yo soy de Apolos; y yo de Cefas; y yo del mesías.

(I Corintios 1, 11-12)

 

Para Pablo, semejante conducta resultaba absolutamente intolerable. En primer lugar y de manera sobresaliente porque era absurda y chocaba con realidades espirituales esenciales:

 

13 ¿Está dividido el mesías? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿o habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? 14 Doy gracias a Dios de que a ninguno de vosotros he bautizado, salvo a Crispo y a Gayo; 15 Para que ninguno diga que habéis sido bautizados en mi nombre. 16 Y también bauticé la familia de Estéfanas: pero no sé si he bautizado a alguno más.

(I Corintios 1, 13-16)

 

De hecho, ese comportamiento chocaba con el de comportamiento de Pablo que había llevado a cabo una predicación nada dada al particularismo, al partidismo o a la soberbia. A decir verdad, en contra de dar pie a cualquier manifestación de orgullo espiritual, el apóstol se había limitado a predicar al mesías en su posición más humillante, la de un simple crucificado:

 

17 Porque no me envió el mesías a bautizar, sino a predicar el evangelio: no con sabiduría de palabras, para que no se reduzca el valor de la cruz del mesías. 18 Porque la palabra de la cruz es una locura para los que se pierden; pero para los que se salvan, es decir, para nosotros, es poder de Dios… 21 Porque… agradó a Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación. 22 Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría: 23 pero nosotros predicamos al mesías crucificado, que para los judíos es ciertamente un escándalo y para los gentiles, una locura… 29 Para que ninguna carne se jacte en su presencia.

(I Corintios 1, 17-8; 21-23)

Lamentablemente, los corintios no habían aprendido algo que, a juicio de Pablo, resultaba verdaderamente elemental. Por el contrario, si algo les caracterizaba era una más que acusada tendencia a la división y el partidismo. En buena medida, de ellos se podía decir que, a pesar de la abundancia de carismas, no pasaban de ser niños en lo que a lo espiritual se refería:

 

1 DE manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en el mesías. 2 Os di leche, y no carne, porque entonces no la podíais comer, ni tampoco ahora; 3 Porque todavía sois carnales: pues al darse entre vosotros celos, y contiendas, y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres? 4 Porque cuando dice uno: Yo soy de Pablo; y otro: Yo de Apolos; ¿no sois carnales? 5Porque ¿qué es Pablo? ¿y qué es Apolos? Siervos a través de los cuales habéis creído; e incluso eso en la medida en que el Señor lo ha concedido el Señor. 6 Yo planté, Apolos regó, pero es Dios el que ha dado el crecimiento. 7 Así que, ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios, que da el crecimiento. 8 Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor… 11 Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, que es Jesús el mesías.

(I Corintios 3, 1-8, 11)

 

Por si todo lo anterior fuera poco, a Pablo le preocupaban las deficiencias morales de la congregación de Corinto, una congregación, dicho sea de paso, que no mostraba la capacidad que era de esperar para resistirse al mensaje de la sociedad en la que estaba inmersa. De los cristianos se hubiera esperado que hubieran dado testimonio de una visión de la sexualidad totalmente distinta a la “corintia”. Sin embargo, a Pablo había llegado la noticia de que existía una fornicación que ni siquiera se daba entre los paganos, ya que alguno mantenía relaciones sexuales con la mujer de su padre (I Corintios 5, 1-2). Era muy posible que algunos de los miembros de la comunidad cristiana de Corinto consideraran que ese comportamiento era digno de orgullo, que implicaba una amplitud de miras envidiable. Sin embargo, el apóstol lo veía de una manera muy diferente. El que había pecado de esa manera debía recibir un correctivo que, posiblemente, le haría daño humanamente hablando, pero le llevaría a cambiar de vida y así comparecer de manera digna ante Dios en el día del juicio (I Corintios 5, 4 ss).

Lo que era de esperar en una congregación cristiana no era la tolerancia frente a la inmoralidad – mucho menos la jactancia por ese comportamiento – sino el mantenimiento de unos patrones morales que indicaban una vida nueva y que excluían la fornicación, la avaricia, el robo o la idolatría, conductas, dicho sea de paso, que no eran patrimonio únicamente de la pagana Corinto (I Corintios 5, 10 ss). Ocasionalmente, hay quien señala que el cristianismo debería cambiar sus enseñanzas morales siquiera porque la sociedad contemporánea es más permisiva que la del s. I. La afirmación si algo pone de manifiesto es una supina ignorancia de los conceptos morales propios de aquella época. Con seguridad, nuestra sociedad posmoderna y occidental se encuentra mucho más cerca de la Corinto que Pablo conoció que de la sociedad del s. XVII por poner un ejemplo. Pero frente a esa situación Pablo no abogó por la relajación moral sino, más bien, por el fortalecimiento de los comportamientos éticos específicamente cristianos. Que esos comportamientos podían implicar un coste incluso económico era algo que no se ocultaba al judío de Tarso. Entre sus instrucciones se halla la de evitar ir a juicio con otros cristianos. Semejante enseñanza nos resulta chocante hoy en día, pero a la sazón tenía una enorme importancia. Aún más que los judíos, los seguidores de Jesús eran una pequeña minoría que debía destacar por su altura moral. Poco puede dudarse de que la imagen de ese reducido grupo no se vería favorecida si sus miembros acababan enfrentándose en los tribunales, por ejemplo, por una cuestión monetaria. Para el apóstol, la solución hubiera sido – siguiendo el modelo judío – que los asuntos se ventilaran ante un grupo de hombres dignos de la propia congregación (I Corintios 6, 4-5). Con todo, le parecía preferible perder dinero incluso a pleitear contra un hermano ante los paganos (I Co 6, 6). Para Pablo, no cabía engañarse. Las personas que practicaban determinados pecados no entrarían en el reino de Dios:

 

9 ¿Acaso no sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os equivoquéis. Ni los fornicadores, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los homosexuales, ni los hombres que mantienen relaciones sexuales con hombres, 10 ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los que maldicen, ni los que roban, heredarán el reino de Dios.

(I Cor 6, 9-10)

 

Para Pablo, el nivel moral apropiado para un cristiano resultaba tan evidente que semejantes conductas podían haberse dado en aquellas personas que estaban integradas en la comunidad de Corinto, pero era obvio que ya no podían repetirse como prácticas habituales:

 

11 Y esto erais algunos, pero ya habéis sido lavados, pero ya habéis sido santificados, pero ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.

(I Corintios 6, 11)

 

A lo anterior, Pablo sumaba un nuevo argumento que podríamos denominar místico. Se refería éste a la comunión especial que estaba establecida entre un creyente y el mesías. A decir verdad, formaba un solo cuerpo con él, eran miembros suyos. Dado que era así, ¿cómo iba a descender a cometer el pecado de ser un solo cuerpo con una prostituta? ¿Acaso podía alguien aceptar que se juntara en un solo cuerpo a Jesús con una ramera? (I Corintios 6, 12-19). Por supuesto que no. La única salida acorde con la vida del creyente en el mesías era la de glorificar a Dios en su cuerpo y en su espíritu (6, 20)

Por supuesto, este tipo de consideraciones no afectaban a la vida conyugal. Pablo consideraba que el celibato tenía ventajas (7, 1), pero no era menos cierto que veía enormes ventajas en el hecho del matrimonio, unión de la que, por supuesto, no debían excluirse las relaciones sexuales ya que un comportamiento así, salvo de mutuo acuerdo, por un tiempo y para dedicarse a la oración, sólo serviría para abrir camino al Diablo (7, 5). La preocupación por la estabilidad del matrimonio llevaba a Pablo a excluir el divorcio salvo en los casos en que uno de los dos cónyuges no fuera creyente (7, 10 ss) e incluso en esas situaciones el apóstol recomendaba que se tuviera en cuenta el futuro de los hijos ya que éstos podían derivar beneficios espirituales de vivir en un hogar en el que, al menos, uno de los padres era cristiano (7, 16 ss). Esta licencia paulina ha hecho correr ríos de tinta. Si la iglesia católica lo ha interpretado en los últimos siglos en términos de un “privilegio” excepcional, tampoco han faltado los exegetas que han considerado que esta licencia dejaba abierto el divorcio para los cristianos en determinadas situaciones en que la conducta de uno de los dos cónyuges no fuera la apropiada de un cristiano. Como en tantas otras cuestiones, la exégesis ha quedado muy determinada por la pertenencia confesional de los que la practican y, quizá involuntariamente, se aleja del contexto de la carta. Eso sucede también en relación con otro caso planteado por los corintios que, hoy en día, nos resulta chocante, pero que debía resultar relativamente común en aquella época. Al parecer, se daba el caso de hombres que habían optado por llevar una vida de celibato, pero al no existir instituciones como los monasterios posteriores, recurría a la presencia de una virgen que le atendía y se ocupaba de sus necesidades domésticas. Puede imaginarse que en no pocas situaciones esa cercanía debió llevar a más de uno a plantearse si resultaba lícito abandonar su celibato y casarse con la mujer que hasta entonces se había limitado a atenderle. La respuesta de Pablo resulta muy comprensiva. El celibato tenía la enorme ventaja de no distraer a la persona del servicio al Señor por los afanes conyugales (7, 32 ss), pero si alguien llegaba a la conclusión de que no podía soportar más aquella situación era mejor que contrajera matrimonio (7, 35 ss).

CONTINUARÁ

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