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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judio de Tarso (XXXI):El segundo viaje misionero (VII): Corinto (I): Pablo llega a Corinto

Domingo, 16 de Julio de 2017

Después de su discurso en el Areópago, Pablo abandonó la ciudad de Atenas en dirección a Corinto. A decir verdad, a esas alturas, no le sobraban las razones para sentirse satisfecho.

Estaba convencido de que Dios le había impulsado a proclamar el Evangelio en Macedonia, pero, por el momento, los resultados habían sido escasos. Ciertamente, habían quedado establecidos pequeñas comunidades en Filipos, Tesalónica y Berea, pero no era menos real que sobre ellas pesaban amenazas considerables y que él mismo había tenido que huir de una ciudad a otra para salvar la vida. Por si fuera poco, su entrada en Acaya no se podía decir que se hubiera traducido en una mejora. Los atenienses habían sido correctos más allá de algunas burlas prepotentes, pero el fruto una vez más había resultado muy magro. No sorprende, en absoluto, que, años después, Pablo afirmara que había llegado a Corinto “con debilidad y mucho temor y temblor” (I Corintios 2, 3).

Desde luego, no era para menos si se tiene en cuenta la reputación de la ciudad. Corinto era conocida muy específicamente por su inmoralidad sexual. Al respecto, los refranes griegos que se referían a ella no son escasos. El proverbio “no está al alcance de cualquiera la navegación a Corinto” constituía una referencia a lo caras que eran las numerosas prostitutas de la ciudad; el dicho “vas a ganarte el sueldo a Corinto” era sinónimo de prostituirse y la expresión “corintia, vas a vender cerdos” servía para señalar a una mujer que ejercía de ramera. Es muy posible que el hecho de que la ciudad dispensara culto a Afrodita, la diosa helénica del amor, contribuyera a esos comportamientos. No en vano en el templo de la diosa se prostituían un millar de esclavas que atraía un floreciente turismo sexual [1]. Como tendremos ocasión de ver, Pablo comprobaría en su actividad misionera lo fundado de estas expresiones populares.

Resultaría, sin embargo, injusto el pretender asociar a la ciudad de Corinto única y exclusivamente con la inmoralidad sexual. De hecho, ya existía antes de la llegada de los dorios a Grecia en el primer milenio antes de Cristo [2] y aparece mencionada por Homero en la Ilíada (II, 70 y XIII, 664) [3]. Situada en el istmo de Corinto controlaba las rutas terrestres que unían la Grecia central con el Peloponeso, pero gracias a sus puertos de Leceo en el lado occidental del istmo y de Cencreas en el oriental, se convirtió en un verdadero emporio marítimo. Se hallaba situada en el lado norte del Acrocorinto, una elevación situada a una altura de casi seiscientos metros que dominaba la llanura y que también servía de ciudadela para eventualidades militares. La mencionada ciudadela contaba con un suministro continuo de agua procedente de la fuente superior de Peirene, mientras que la fuente inferior del mismo nombre suministraba a la ciudad.

A lo largo de su dilatada historia, Corinto logró salir airosa de las crisis más difíciles. Sin embargo, en el año 146 a. de C., asumió el mando de la liga acaya que se enfrentaba con Roma. La respuesta de los romanos no se hizo esperar y cuando Lucio Mummio tomó la ciudad, la arrasó, vendió a sus habitantes como esclavos y se apropió del territorio en nombre de Roma. Durante un siglo, pudo pensarse que Corinto nunca sería reconstruida. Fue precisamente Julio César el que la sacó de esa situación convirtiéndola en el año 44 a. de C. – el mismo de su asesinato – en una colonia romana que recibió el nombre de Laus Iulia Corinthiensis. Esta circunstancia explica que buen número de los habitantes de Corinto fueron romanos – en no escasa proporción libertos procedentes de Italia – aunque también había muchos griegos y gente procedente del Mediterráneo, incluida una colonia judía. A partir del año 27 a. de C., Corinto pasó además a convertirse en la sede del gobierno de la provincia romana de Acaya.

Años después Pablo mencionaría que existe gente que tiene muchos dioses y muchos señores a diferencia del monoteísmo cristiano (I Corintios 8, 5). La afirmación resultaba especialmente apropiada en Corinto donde además del culto a Afrodita que ya hemos mencionado se rendía especialmente culto a Melicertes, una divinidad tiria que protegía a los navegantes; y a Poseidón, el dios del mar, en cuyo honor se celebraban cada dos años los juegos ítsmicos, presididos por Corinto, pero con la participación de todas las ciudades griegas.

La mezcla del culto – o la obsesión – al sexo, del paganismo y de la codicia impregnaban de manera muy especial a la ciudad de Corinto y Pablo tendría que enfrentarse durante los años siguientes con esas realidades tan distantes del mensaje que predicaba.

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