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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (XV): El Evangelio llega a Galacia (II): Antioquía de Pisidia

Domingo, 19 de Marzo de 2017

Sir William Ramsay [1] llegó a la conclusión de que Pablo había contraído la malaria – el aguijón en la carne, según su interpretación - en Panfilia y que había buscado recuperarse en Antioquía de Pisidia que era una región elevada.

A todo ello se habría referido Pablo cuando recordó tiempo después a los gálatas que una enfermedad física le había permitido predicarles el Evangelio (Gálatas 4, 13). La tesis resulta sugestiva, pero no contamos con ninguna base real para sustentarla. No hay razón para pensar que Pablo padeciera malaria y mucho menos que buscara alivio en Antioquia de Pisidia.

Como en otras ciudades de Frigia, existía en Antioquia de Pisidia una comunidad judía cuyos orígenes podían retrotraerse al reinado de Antíoco III (223-187 a. de C.). Siguiendo su práctica habitual, Bernabé y Pablo se dirigieron a la sinagoga el primer sábado después de su llegada a la ciudad con la intención de predicarles el Evangelio. La fuente lucana nos ha conservado precisamente ese episodio:

 

14 Y ellos dejando tras de si Perge, llegaron a Antioquía de Pisidia, y entrando en la sinagoga un día de sábado, se sentaron. 15 Y después de la lectura de la ley y de los profetas, los principales de la sinagoga se dirigieron a ellos, diciéndoles: Varones hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad. 16 Entonces Pablo, levantándose, hizo con la mano una señal para que guardaran silencio y dijo: Varones Israelitas, y temerosos de Dios, oid: 17 El Dios del pueblo de Israel escogió a nuestros padres, y ensalzó al pueblo, siendo ellos extranjeros en la tierra de Egipto, y con brazo levantado los sacó de ella. 18 Y por un tiempo de cuarenta años aproximadamente los soportó en el desierto; 19 Y destruyendo siete naciones en la tierra de Canaán, les repartió por suerte la tierra de ellas. 20 Y después, durante cuatrocientos cincuenta años aproximadamente, les dio jueces hasta el profeta Samuel. 21 Y entonces pidieron un rey; y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, un varón de la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. 22 Y quitado éste, les levantó a David por rey, al que dio también testimonio, diciendo: He hallado a David, el de Jesé, un varón conforme a mi corazón, que hará todo lo que yo deseo. 23 De la descendencia de éste, Dios, conforme a la promesa, levantó a Jesús como Salvador de Israel; 24 Juan, antes de que llegara, había predicado el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel. 25 pero cuando Juan estaba para concluir su misión, dijo: ¿Quién pensáis que soy? Yo no soy; pero, he aquí que después de mi viene uno, de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies. 26 Varones hermanos, hijos del linaje de Abraham, y los que entre vosotros temen a Dios, a vosotros es enviada la palabra de esta salvación. 27 Porque los que habitaban en Jerusalén y sus gobernantes no reconociendo a Jesús ni los anuncios de los profetas que se leen todos los sábados, al condenarlo, los cumplieron. 28 Y sin hallar causa de muerte, pidieron a Pilato que le dieran muerte. 29 Y, tras haber dado cumplimiento a todas las cosas que se habían escrito sobre él, tras quitarlo del madero, lo colocaron en el sepulcro. 30 Sin embargo, Dios lo levantó de entre los muertos. 31 Y fue visto durante muchos días por los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los cuales son sus testigos delante del pueblo. 32 Y también nosotros os anunciamos el evangelio de aquella promesa que fue hecha a nuestros padres, 33 La misma que Dios ha cumplido a sus hijos, a nosotros, al resucitar a Jesús, tal y como se halla escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy. 34 Y que le levantó de entre los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré las misericordias fieles de David. 35 Por eso dice también en otro lugar: No permitirás que tu Santo vea corrupción. 36 Porque ciertamente David, tras haber servido a su generación conforme a la voluntad de Dios, durmió, y se reunió con con sus padres, y vio corrupción. 37 Sin embargo, aquel al que Dios resucitó, no vio corrupción. 38 Sabed, por lo tanto, varones hermanos, que gracias a éste se os anuncia el perdón de los pecados; 39 Y si bien no pudisteis ser justificados por la ley de Moisés de nada, en éste es justificado todo aquel que creyere. 40 Mirad, pues, que no recaiga sobre vosotros lo que aparece dicho en los profetas: 41 Mirad, oh menospreciadores, y pasmaos, y desvaneceos; porque llevo a cabo una obra en vuestros días, una obra que no creeréis, si alguien os la contare.

(Hechos 13, 14-41)

 

El texto resulta verdaderamente iluminador y recoge la esencia de lo que debió ser la predicación del cristianismo en Galacia. Pablo, seguramente mejor orador que Bernabé, era el encargado de comunicar el mensaje que se dirigía a los judíos y a los gentiles que no habían pasado por la circuncisión aunque acudían a la sinagoga, los denominados temerosos de Dios. El mensaje comenzaba haciendo una referencia a la Historia de Israel, un pueblo liberado por Dios de la esclavitud de Egipto, asentado en la Tierra y bendecido con la monarquía de David. A este mismo David, Dios le había prometido un descendiente – el mesías – que consumaría la Historia. Ese descendiente no era otro que Jesús al que había apuntado incluso el profeta Juan, el que había predicado un bautismo en señal de arrepentimiento. Sin embargo, Jesús no fue recibido por los habitantes de Jerusalén. A decir verdad, tanto ellos como sus gobernantes lo condenaron y, acto seguido, solicitaron de Pilato, el gobernador romano, que le diera muerte. Sin embargo, al actuar de esa manera no habían conseguido frustrar el plan de Dios. Todo lo contrario. En realidad, habían cumplido las profecías referidas al mesías. Aún más. A pesar de que le dieron sepultura, el mesías no pudo permanecer en el sepulcro ni fue presa de la corrupción. Dios lo resucitó dando cumplimiento así a las profecías mesiánicas contenidas en el Salmo 2, 7 (el mesías sería engendrado por Dios) y en el Salmo 16, 10 (el mesías no vería corrupción) dejando de manifiesto que Jesús era el mesías. En ese momento del discurso – un discurso que, muy posiblemente, Pablo pudo repetir en docenas de ocasiones – se introducía un elemento de especial relevancia, nada más y nada menos que la afirmación de que había numerosos testigos de la resurrección de Jesús. Se trataba de personas capaces de avalar aquel anuncio de que las promesas realizadas por Dios a Israel se habían cumplido y el mesías había llegado. Precisamente en ese momento de verdadero climax, Pablo llevaba a cabo una afirmación de especial relevancia. Lo que anunciaba no era una mera especulación religiosa o un relato pergeñado para edificación de los oyentes. En realidad, se trataba de un anuncio que exigía una respuesta. En Jesús, el mesías ejecutado en Jerusalén y resucitado, se encontraba la salvación. Se trataba de una salvación que no podía alcanzarse por las obras – un tema que Pablo, como veremos, repetiría insistentemente - sino únicamente creyendo en Jesús. Tras escuchar semejante afirmación, los presentes sólo tenían dos alternativas. O bien rechazar al mesías resucitado y condenarse, o aceptarlo a través de la fe y salvarse.

La exposición de Pablo ha contado con numerosos paralelos a lo largo de la Historia. Sin embargo, escucharla en aquel contexto debió de representar un verdadero trallazo. No sólo implicaba la afirmación rotunda de que Dios había cumplido Sus promesas; no sólo implicaba el anuncio de que el mesías había llegado de acuerdo con lo anunciado en las Escrituras; no sólo implicaba que la salvación no era fruto de las obras humanas sino un regalo que Dios entregaba en la persona de Jesús, sino que además obligaba a adoptar una decisión. No puede sorprender, por lo tanto, que cuando Bernabé y Saulo salieron de la sinagoga, algunas personas les pidieran que regresaran el siguiente sábado para seguir hablándoles (Hechos 13, 42). Incluso algunos judíos y conversos gentiles continuaron hablando con ellos (Hechos 13, 43). Cuando, a la semana siguiente, Bernabé y Saulo regresaron a la sinagoga, la expectación resultó muy considerable (Hechos 13, 44). La fuente lucana indica que aquel éxito de los recién llegados provocó la envidia de algunos judíos. La noticia tiene todo el aspecto de ser exacta. A fin de cuentas, llevaban generaciones y generaciones en aquella ciudad, e incluso habían logrado algunas conversiones al judaísmo. Sin embargo, ahora aparecían aquellos recién llegados y provocaban semejante interés. Por si fuera poco, su predicación resultaba sospechosa. En lugar de instar a los conversos a guardar la ley de Dios, se habían permitido decir que nadie podía ser justificado por las obras y que la única justificación posible derivaba de creer en Jesús. No extraña que la segunda reunión no tuviera un resultado tan halagüeño. De hecho, cuando los judíos se opusieron a Pablo, éste y Bernabé les respondieron:

 

 

46 ... Resultaba ciertamente indispensable que se os hablase la palabra de Dios; pero puesto que la rechazais, y os juzgáis indignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los Gentiles. 47 Porque así nos lo ha ordenado el Señor, diciendo: Te he puesto para luz de los gentiles, para que seas salvación hasta los confines de la tierra. 48 Y los Gentiles, al escuchar aquello, se alegraron y glorificaban la palabra del Señor: y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna. 49 Y la palabra del Señor fue sembrada por toda aquella provincia.

(Hechos 13, 46-49)

 

Una vez más lo señalado en la fuente lucana resulta extraordinariamente luminoso. La predicación de Pablo – como seguiría siendo a lo largo de su vida – se dirigía siempre en primer lugar a los judíos ya que en buena lógica éstos eran los que debían estar más interesados por el cumplimiento de las promesas de Dios a Israel y los que podían comprender mejor la trascendencia de que hubiera llegado el mesías. Sin embargo, no tenía la intención de restringirse a éstos. Por el contrario, era misión suya poner al alcance de los gentiles aquella predicación de salvación. Como demostraría el paso de los años, serían precisamente éstos los más inclinados a aceptar aquel mensaje. Las razones, desde luego, no eran escasas. Pablo parecía excluir cualquier sentimiento de superioridad que los judíos de nacimiento pudieran tener sobre los conversos y además abría a éstos la posibilidad de integrarse en las acciones y las promesas de Dios para con Israel. Por si fuera poco, indicaba que la salvación no derivaba de las obras de la ley – obras que para los gentiles podían resultar aún más gravosas que para los judíos, culturalmente predispuestos hacia su observancia – sino de aceptar a través de la fe la obra salvadora de Jesús.

La respuesta de los judíos ante lo que, muy posiblemente, consideraban una peligrosa perversión de su religión fue aprovechar la estructura administrativa de Antioquía de Pisidia en contra de Bernabé y Saulo. Dado que la ciudad se regía como Roma y que esa circunstancia otorgaba un peso notable al gobierno de la población, los judíos optaron por soliviantar los ánimos de algunas conversas importantes y de los gobernantes. Como resultado, Bernabé y Saulo se vieron obligados a abandonar la población (Hechos 13, 50-51). Sin embargo, esta vez el resultado de la labor evangelizadora de los dos misioneros no resultó desdeñable. A sus espaldas quedó una nueva congregación – la primera de Galacia – en la que se reunían de manera significativa conversos procedentes de los gentiles, pero también con un cierto conocimiento del judaísmo.

 

CONTINUARÁ

[1] W. Ramsay, St. Paul…, pp. 94 ss.

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