Sin ningún género de dudas, el escrito más importante que saldría nunca de la pluma de Pablo es la carta o epístola a los Romanos. A diferencia de la mayoría de sus textos, esta carta no pretende responder a situaciones circunstanciales que se han planteado en iglesias fundadas por él. Tampoco pretende atender necesidades de carácter pastoral. Por el contrario, se encuentra dirigida a unos hermanos en la fe que sólo le conocían de oídas y a los que deseaba ofrecer un resumen sistemático de su predicación. En ese sentido, más que ninguna otra de sus obras, la dirigida a los Romanos merece el nombre del Evangelio según Pablo y también más que ninguna otra recoge la mayor parte de su cosmovisión de forma sistemática y completa. No debe, por lo tanto, extrañar que la carta a los Romanos tuviera un papel esencial en la conversión de personajes de tan espectacular trayectoria como Agustín de Hipona, Martín Lutero o John Wesley.
Como es común en el género epistolar, Pablo comienza este escrito presentándose y haciendo referencia al afecto que siente hacia los destinatarios de la carta (Romanos 1, 1-7), para, acto seguido, indicar que su deseo es viajar hasta esa ciudad y poder compartir con los fieles algún don espiritual (Romanos 1, 10-11). Como señala a continuación, “muchas veces me he propuesto ir a vosotros” (Romanos 1, 13), pero siempre se había encontrado con un obstáculo que se lo había impedido. Ahora había llegado el momento “anunciar el evangelio también a vosotros que estáis en Roma”, un evangelio del que no se avergonzaba (Romanos 1, 15-16). ¿En qué consistía ese Evangelio, esa buena noticia? Pablo lo dice con obvia elocuencia:
“el evangelio… es poder de Dios para salvación para todo aquel que cree; para el judío, en primer lugar, pero también para el griego. 17 Porque en él la justicia de Dios se manifiesta de fe en fe; como está escrito: pero el justo vivirá por la fe.
(Romanos 1, 16b-17)
El resumen que Pablo hace de su predicación no puede ser más claro. La justicia de Dios no se manifiesta por obras o méritos personales, sino por la fe y su consecuencia lógica es que el justo vivirá por la fe. La afirmación la conocemos ya por otras conclusiones similares de Pablo que aparecen, por ejemplo, en la carta a los Gálatas. Sin embargo, en Romanos, Pablo desarrolla de manera más amplia las bases de su afirmación. En primer lugar, va a dejar sentado el estado de culpabilidad universal del género humano. Se trata de una descripción que el apóstol realiza por partes iniciándola por los gentiles, por los paganos, por los que no pertenecen al pueblo de Israel del que él mismo sí formaba parte. De los gentiles puede afirmar lo siguiente:
18 Porque es manifiesta la ira de Dios del cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que detienen la verdad con la injusticia: 19 Porque lo que de Dios se conoce, a ellos es manifiesto; porque Dios se lo manifestó. 20 Porque las cosas que de él son invisibles, su eterno poder y su deidad, se perciben desde la creación del mundo, pudiendo entenderse a partir de las cosas creadas; de manera que no tienen excusa: 21Porque a pesar de haber conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias; por el contrario, se enredaron en vanos discursos, y su corazón necio se entenebreció. 22 Asegurando que eran sabios, se convirtieron en necios: 23 cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen que representaba a un hombre corruptible, y aves, y animales de cuatro patas, y reptiles serpientes. 24 Por eso, Dios los entregó a la inmundicia, a las ansias de sus corazones, de tal manera que contaminaron sus cuerpos entre sí mismos: 25 ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y sirviendo a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. 26 Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el natural uso del cuerpo por el que es contrario a la naturaleza: 27 Y de la misma manera, también los hombres, abandonando el uso natural de las mujeres, se encendieron en pasiones concupiscencias los unos con los otros, realizando cosas vergonzosas hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la paga adecuada a su extravío. 28 Y como no se dignaron reconocer a Dios, Dios los entregó a una mente depravada, que los lleva a hacer indecencias, 29 rebosando de toda iniquidad, de fornicación, de maldad, de avaricia, de perversidad; llenos de envidia, de homicidios, de contiendas, de engaños, de malignidades; 30 murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de maldades, desobedientes a los padres, 31 ignorantes, desleales, sin afecto natural, despiadados: 32 éstos, aún sabiendo de sobra el juicio de Dios - que los que practican estas cosas merecen la muerte - no sólo las hacen, sino que además respaldan a los que las hacen”.
(Romanos 1, 18-31)
La descripción que Pablo hace del mundo pagano en el texto previo coincide, en líneas generales, con otros juicios expresados por autores judíos de la Antigüedad y, en menor medida, con filósofos paganos. La línea argumental resulta de especial nitidez, desde luego. De entrada, a juicio de Pablo, la raíz de la degeneración moral del mundo pagano arranca de su negativa a reconocer el papel de Dios en la vida de los seres humanos. Que Dios existe es algo que se desprende de la misma creación, pero el ser humano ha preferido sustituirlo por el culto a las criaturas. Ha entrado así en un proceso de declive en el que, de manera bien significativa, las prácticas homosexuales constituyen un paradigma de perversión en la medida en que significan cometer actos contrarios a lo que la propia Naturaleza dispone. El volverse de espaldas a Dios tiene como consecuencia primera el rechazo de unas normas morales lo que deriva en prácticas pecaminosas que van de la fornicación a la deslealtad pasando por el homicidio, la mentira o la murmuración. Sin embargo, el proceso de deterioro moral no concluye ahí. Da un paso más allá cuando los que hacen el mal, no se limitan a quebrantar la ley de Dios sino que además se complacen en que otros sigan su camino perverso. Se trata del estadio en el que el adúltero, el ladrón, el desobediente a los padres o el que practica la homosexualidad no sólo deja de considerar que sus prácticas son malas sino que incluso invita a otros a imitarle y obtiene con ello un placer especial.
Sin embargo, Pablo no era tan ingenuo como para pensar que el veredicto de culpa pesaba únicamente sobre los paganos. Por el contrario, estaba convencido de que, ante Dios, también los judíos, el pueblo que había recibido la Torah de Dios, era culpable. Al respecto, sus palabras no pueden ser más claras:
17 He aquí, tú tienes el sobrenombre de judío, y descansas en la Torah y presumes de Dios, 18 Y conoces su voluntad, y apruebas lo mejor, instruído por la Torah 19 y confías que eres guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas, 20 maestro de los que no saben, educador de niños, que tienes en la Torah la formulación de la ciencia y de la verdad. 21 Tú pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? ¿Tú, que predicas que no se ha de hurtar, hurtas? 22 ¿Tú, que dices que no se ha de cometer adulterio, cometes adulterio? ¿Tú, que abominas los ídolos, robas templos? 23 ¿Tú, que te jactas de la Torah, con infracción de la Torah deshonras a Dios? 24 Porque el nombre de Dios es blasfemado por vuestra culpa entre los gentiles, tal y como está escrito. 25porque la circuncisión en realidad tiene utilidad si guardas la Torah, pero si la desobedeces tu circuncisión se convierte en incircuncisión.
(Romanos 2, 17-25)
La conclusión a la que llegaba Pablo difícilmente podía ser refutada. Los gentiles podían no conocer la Torah dada por Dios a Moisés, pero eran culpables en la medida en que desobedecían la ley natural que conocían e incluso podían llegar a un proceso de descomposición moral en el que no sólo no se oponían al mal, sino que se complacían en él e incluso impulsaban a otros a entregarse a quebrantar la ley natural. Los gentiles, por lo tanto, eran culpables. En el caso de los judíos, su punto de partida era superior siquiera porque habían recibido la Torah, pero su culpa era, como mínimo, semejante. También los judíos quebrantaban la Torah. El veredicto era obvio:
9 ... ya hemos acusado a judíos y a gentiles, de que todos están debajo de pecado. 10 Como está escrito: No hay justo, ni siquiera uno.
(Romanos 3, 9-10)
El hecho de que, a fin de cuentas, todos los hombres son pecadores y, en mayor o menor medida, han quebrantado la ley natural o la Torah parece que admite poca discusión. Sin embargo, históricamente no han faltado las interpretaciones teológicas que afirman que esa culpabilidad podría quedar equilibrada o compensada mediante el cumplimiento, aunque sea parcial, de la ley de Dios. En otras palabras, es cierto que todos somos culpables, pero podríamos salvarnos mediante la obediencia, aunque no sea del todo completa y perfecta, a la ley divina. La objeción parece haber estado presente en la mente de Pablo porque la refuta de manera contundente al afirmar que la ley no puede salvar:
19 Porque sabemos que todo lo que la ley dice, se lo dice a los que están bajo la ley lo dice, para que toda boca se tape, y todo el mundo se reconozca culpable ante Dios: 20Porque por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante de él; porque por la ley es el conocimiento del pecado.
(Romanos 3, 19-20)
Una vez más, Pablo refuta con una lógica contundente a la posible objeción. La ley no puede salvar, porque, en realidad, lo único que deja de manifiesto es que todo el género humano es culpable. De alguna manera, la ley es como un termómetro que muestra la fiebre que tiene un paciente, pero que no puede hacer nada para curarlo. Cuando un ser humano es colocado sobre la vara de medir de la ley lo que se descubre es que es culpable ante Dios en mayor o menor medida. La ley incluso puede mostrarle hasta qué punto es pecador, pero nada más. Pero, más allá de las obras propias, de la ley de Dios, de los méritos personales que en nada compensan los pecados propios, ¿existe algún camino de salvación? La respuesta de Pablo va a ser afirmativa.
CONTINUARÁ