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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (XLI)

Domingo, 24 de Septiembre de 2017

El segundo viaje misionero (XVII): las cartas a los Corintios (IV): La primera carta a los Corintios (III)

En los tres siguientes capítulos, Pablo se ocupa del tema de los dones o carismas concedidos por el Espíritu Santo. Aunque su presencia parece haber sido común en todas las congregaciones cristianas sin excluir a las de origen judío, en el caso de Corinto parece que se hacía un énfasis especial en algunos de ellos. Los dones debieron tener un papel considerable en alimentar la sensación de igualdad en el seno de las comunidades ya que el Espíritu Santo se los concedía por igual a “judíos y gentiles, esclavos y libres” (12, 13). Pablo desea dejar de manifiesto que la diferencia de dones no puede alimentar jamás un sentimiento de superioridad. En realidad, la iglesia es el cuerpo del mesías – que es su cabeza – y los distintos creyentes con sus carismas son sus miembros. Precisamente por eso deben permanecer unidos de la misma manera que el ojo no rechaza a la mano ni la cabeza a los pies (12, 21). A pesar de todo, Pablo tenía claro que los carismas carecían de valor si no iban acompañados por el amor. La manera en que lo expone en el capítulo 13 de la primera carta a los corintios no sólo constituye uno de los pasajes más hermosos de los escritos paulinos sino de la Historia de la literatura universal:

 

1 SI yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como un bronce que resuena, o un címbalo que retiñe. 2 Y si tuviese el don de profecía, y entendiese todos los misterios y toda la ciencia; y si tuviese toda la fe, hasta tal punto que pudiera mover montañas, y no tengo amor, nada soy. 3 Y si repartiese toda mi hacienda entre los pobres y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. 4 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es presumido, no cae en el engreimiento; 5 no se comporta de manera indecorosa, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; 6 no se alegra con la injusticia, sino que se alegra de la verdad; 7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8 El amor nunca deja de ser. Las profecías se han de acabar, y cesarán las lenguas, y la ciencia quedará anulada; 9 porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; 10pero cuando venga lo que es perfecto, entonces lo que es incompleto quedará anulado. 11 Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño, mas cuando me hice un hombre, dejé lo que era de niño. 12 Ahora vemos mediante un espejo, de manera oscura; pero entonces veremos cara a cara: ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como soy conocido. 13 Y ahora permanecen la fe, la esperanza, y el amor, estas tres, pero la mayor de ellas es el amor.

(I Corintios 13, 1-13)

 

Es precisamente tras abordar la importancia del amor – y su clara superioridad sobre los dones – cuando Pablo se detiene en la cuestión del don de lenguas o glosolalia. Al igual que sucede hoy en las iglesias de orientación carismática, en Corinto se atribuía una enorme importancia a la glosolalia, un fenómeno consistente en que la persona de manera repentina comenzaba a hablar en una lengua desconocida que, supuestamente, podía ser humana o angélica. Pablo no negaba la existencia de este carisma. Incluso lo experimentaba con considerable profusión (14, 18), pero creía que debía ser ejercido con ciertas condiciones. La primera era que alguien pudiera traducir el mensaje transmitido mediante glosolalia (14, 27). Si no existía ese intérprete, Pablo consideraba que el hermano dotado del don de glosolalia debía mantenerse en silencio y orar no en voz alta sino para si mismo y para con Dios (14, 28).

El último tema de carácter doctrinal planteado por los corintios era el referente a la resurrección y la forma en que tendría lugar. Para Pablo, como para todos los cristianos, la cuestión revestía una enorme importancia. A fin de cuentas, se encontraba en el núcleo de su mensaje y todavía a esas alturas podía sostenerse – la crucifixión había tenido lugar muy pocos años antes – sobre la existencia de testigos oculares:

 

1 ADEMÁS os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, que también recibisteis, en el que también perseveráis; 2 Por el que igualmente, si preservais la palabra que os he predicado, sois salvos, a menos que creyerais en vano. 3 Porque, en primer lugar os he enseñado lo que asimismo recibí: Que el mesías murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; 4 Y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; 5 Y que se apareció a Pedro, y después a los doce. 6Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez; de los que muchos siguen vivos, aunque otros ya han muerto. 7 Después se apareció a Santiago; después a todos los apóstoles. 8 Y el último de todos, como si fuera un aborto, se me apareció a mí. 9Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí la iglesia de Dios.

(I Corintios 15, 1-9)

 

Para Pablo, la creencia en la resurrección no procedía de una mera especulación filosófica ni era fruto de un devaneo teológico. Se trataba de una realidad histórica de la que él era testigo, aunque ni el primero ni el más importante. Al Jesús resucitado lo habían visto centenares de personas de las que la mayoría aún seguía viva para poder dar testimonio y que incluían a gente primitivamente incrédula – como Santiago, el hermano del Señor – o incluso abiertamente enemiga como era el caso del propio Pablo.

La resurrección del mesías tenía una importancia verdaderamente esencial para la predicación del Evangelio. Si Jesús no hubiera resucitado, entonces la fe de los cristianos “era vana” (15, 14), e incluso seguirían “en sus pecados” (15, 17), pero dado que sí había tenido lugar – los testigos abundaban – de ello se desprendían hechos enormemente trascendentales. El primero era que habría resurrección – la creencia histórica de los fariseos, dicho sea de paso – y, tras la del mesías, tendría lugar la de los que creían en él cuando regresara (15, 23). Después, el mesías acabaría definitivamente con las potencias demoníacas y entregaría el reino a su Dios y Padre (15, 24) y, finalmente, la misma muerte desaparecería (15, 26). El segundo es que la resurrección se produciría en términos peculiares. De la misma manera que la planta que nace no es igual que la semilla echada en tierra, el cuerpo de los creyentes, un cuerpo material, entrará en tierra para que surja en la resurrección un cuerpo espiritual e incorruptible exento de debilidad y rezumante de gloria y poder (15, 42 ss). Todo esto sucedería cuando el mesías se manifieste, lo que implica que muchos creyentes no llegarían a morir sino que, estando vivos en ese momento, serían transformados de manera instantánea (15, 51 ss). Sería entonces cuando quedará de manifiesto que su trabajo en el Señor no había sido en vano (15, 58).

Los últimos versículos de la carta están dedicados al tema de la ofrenda que Pablo estaba recogiendo con la intención de ayudar a las iglesias judeo-cristianas, un tema al que nos referiremos más adelante. Los cristianos se reunían el domingo, “el primer día de la semana” y parecía que lo más idóneo es que el dinero se recogiera entonces (16, 2).

CONTINUARÁ

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