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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (XIV): de Jerusalén a Antioquía (II): De Tarso a Antioquia

Domingo, 12 de Febrero de 2017
La decisión de la comunidad de Jerusalén fue muy prudente. Por aquella época, los discípulos no eran objeto de persecución (Hechos 9, 31 ss) y el entusiasta Saulo podía acabar provocando situaciones que no sólo pusieran en peligro su vida, sino también la tolerancia mínima de la que disfrutaban los seguidores del crucificado.

El converso se encaminó ahora hacia Tarso, su ciudad natal. Apenas tenemos información de lo que sucedió durante los años siguientes de la vida de Saulo. Presumiblemente, en el curso de la década posterior a su breve visita a Jerusalén se dedicó a predicar el mensaje (Gálatas 1, 23) y cabe la posibilidad de que algunos episodios terribles de su vida como el ser condenado cinco veces por los judíos a la pena de ser flagelado con cuarenta azotes menos uno (II Corintios 11, 22-27) se produjeran en este periodo apenas documentado en las fuentes. Saulo hubiera podido librarse de aquellas penas alegando su condición de ciudadano romano. Si no lo hizo pudo deberse al hecho de que manteniéndose dentro de la disciplina de las sinagogas – disciplina que incluía castigos físicos como los mencionados – contaba con algún resquicio para comunicar a sus compatriotas el mensaje de que Jesús era el mesías y que había muerto y resucitado para salvarlos.

La labor de Saulo distaba mucho de ser única. Por un lado, los misioneros judíos entre los gentiles eran muy comunes en esas fechas. De hecho, en el 40 d. de C., la casa real de Adiabene, una monarquía instalada al oriente del río Tigris, se convirtió al judaísmo y Lucas se refiere a la llegada a Jerusalén en Pentecostés de grupos de judíos entre los que se encontraban conversos (Hechos 2, 10). Sin ir más lejos, uno de los siete primeros diáconos de la comunidad de Jerusalén era un tal Nicolás que, con anterioridad, se había convertido al judaísmo en Antioquia (Hechos 6, 5). Para convertirse al judaísmo, los varones debían circuncidarse y pasar por un bautismo por inmersión, un rito que en las mujeres quedaba reducido solamente al bautismo. No sorprende que fueran las mujeres más numerosas que los hombres a la hora de abrazar el judaísmo. Tampoco extraña que se hubiera generalizado una especie de tertium genus entre el gentil pagano y el converso que recibía el nombre de “temeroso de Dios”. Éste no se convertía al judaísmo y, por lo tanto, no era sometido a la circuncisión. Sin embargo, asistía con regularidad a los cultos sinagogales, renunciaba a la idolatría, se sometía a buena parte de las normas morales del judaísmo y, por supuesto, contaba con tener un lugar en el Olam havah, el mundo futuro que se inauguraría con la llegada del mesías. Que Saulo, pues, predicara el mensaje de cumplimiento de las profecías mesiánicas a los gentiles no constituía una innovación sino más bien el seguimiento de una tradición ya antigua en el judaísmo.

Tampoco comenzó Pablo la misión de los seguidores de Jesús entre los gentiles. Con anterioridad a él, algunos de los discípulos que habían huido de Jerusalén durante la persecución que se desencadenó tras la muerte de Esteban, se habían dirigido a Siria y Cilicia y habían comenzado a transmitir el mensaje de salvación. Felipe, uno de los diáconos de la comunidad de Jerusalén, comenzó a predicar en Samaria, la tierra enemiga de Israel, y, posteriormente, en Cesarea marítima (Hechos 8, 5-40). Otros se desplazaron a territorios helenizados como Alejandría y Cirene así como, más al norte, a Fenicia y Siria, llegando hasta Antioquía.

Antioquía sobre el Orontes, la actual Antakya, había sido fundada en el año 300 a. de C., por Seleuco Nicator, el primer rey de la dinastía de los seleucidas. En el curso de los siglos siguientes, experimentó una notable prosperidad en su calidad de capital del imperio seleucida y cuando en el año 64 a. de C., fue conquistada por los romanos se convirtió en la sede y residencia del legado imperial [1]. En el año 25 a. de C., la Cilicia oriental fue unida a Siria, pero Antioquia se mantuvo como la capital de la provincia. No sólo eso. A esas alturas, era la tercera ciudad más importante del mundo romano, sólo superada por Roma y Alejandría. Centro comercial por el que pasaban los productos de Siria de camino hacia el Mediterráneo, Antioquia fue objeto de los cuidados de personajes como Julio César, Octavio, Tiberio e incluso Herodes el grande. El rey judío le proporcionó, por ejemplo, una columnata a ambos lados de la calle principal que, por añadidura, enlosó con piedra pulida. Situada justo en el punto de encuentro entre el mundo grecorromano y Oriente, Antioquia era posiblemente más cosmopolita y sofisticada que la propia Roma.

Los judíos habían formado parte de la población de Antioquia prácticamente desde su fundación. Incluso habían desempeñado un papel militar de primer orden durante una de las guerras civiles que asolaron el reino seleucida en el 145 a. de C. (I Macabeos 11, 41-51). A inicios del siglo I d. de C., los conversos gentiles al judaísmo eran muy numerosos (Josefo, Guerra, VII, 45) y uno de ellos, Nicolás, se convirtió en diácono de la comunidad de discípulos de Jesús en Jerusalén.

A esta ciudad próspera y cosmopolita, que conocía el judaísmo y que incluso había sido testigo de numerosas conversiones de paganos, llegaron no pocos refugiados de la comunidad de Jerusalén. Originariamente, parecen haber sido de Chipre y de Cirene (Hechos 11, 20), lo que, con seguridad, debió imprimirles una visión más amplia sobre los gentiles. Por supuesto, comenzaron a anunciar el mensaje del Evangelio a otros judíos, pero no lo circunscribieron a éstos. Por el contrario, se dedicaron a predicar a los gentiles.

En cierta medida, la predicación no era novedosa ya que la presencia del judaísmo en Antioquía era secular. Por añadidura, tampoco eran extraños en Antioquía los cultos que ofrecían una salvación del mundo perverso en que viven los seres humanos. El Evangelio reunía, al respecto, dos características enormemente sugestivas. Por un lado, podía presentarse como una versión consumada del judaísmo. Para los discípulos, ya no había que seguir esperando al mesías. Había llegado de acuerdo con las Escrituras y se llamaba Jesús. Por otro, el mensaje de salvación, a pesar de presentarse de acuerdo con categorías judías como la del siervo o el mesías, resultaba atractivo para aquellos paganos que creían en la importancia de categorías como la culpa, la vida sabia o la salvación. No resulta extraño que un número considerable de griegos abrazara aquella fe (Hechos 11, 20 ss). Aquella entrada de gentiles en la comunidad no dejaba de ser una innovación relevante y no tardó en llegar a oídos de los discípulos de Jesús en Jerusalén.

Muy recientemente, la comunidad había comenzado a admitir a algunos gentiles en su seno. El paso había venido facilitado por una visión recibida por Pedro (Hechos 10) y había tenido como consecuencia el bautismo de un centurión romano llamado Cornelio (Hechos 11). Si la comunidad había podido aceptar en su seno a un converso que representaba al odiado ocupante, no resultaba extraño que estuviera dispuesta a hacer extensivo ese paso a otros gentiles y más en un ambiente como el de Antioquia. En un primer momento y a fin de examinar que todo se llevaba a cabo de manera adecuada, la comunidad de Jerusalén envió a Antioquia a Bernabé (Hechos 11, 22 ss). La elección resultaba muy adecuada en la medida en que, como ya vimos, se trataba de un personaje compasivo, chipriota y acostumbrado a tratar con los gentiles. Su informe fue positivo y los discípulos de Jerusalén respaldaron las actividades de los asentados en Antioquía.

 

Este paso tendría dos consecuencias que quizá entonces se consideraron menores, pero que estarían dotadas de innegable trascendencia histórica. La primera tuvo que ver con el nombre que recibían los seguidores de Jesús. Los discípulos asentados en Antioquia hacían referencia al mesías Jesús, el que había muerto por los pecados del mundo y había resucitado. Sin embargo, su predicación se llevaba a cabo en griego y no en arameo. Por eso la palabra utilizada para referirse a Jesús no era mesías – el término hebreo para ungido – sino su equivalente griego, el término jristós, del que deriva nuestro Cristo. La insistencia en aquel Jristós llevó a la gente a denominar a sus seguidores Jristianoi, es decir, cristianos. Muy posiblemente, se trató en un primer momento de un mote despectivo semejante al de mennonita que recibieron los anabautistas holandeses en el s. XVI o el de cuáqueros (los que tiemblan) en el s. XVII. Sin embargo, no fue rechazado por los discípulos. En buena medida – y a diferencia de otros apodos – éste se correspondía con la realidad. Los judíos que creían en Jesús seguían siendo judíos, pero podían ser definidos como judíos mesiánicos o judeo-cristianos, es decir, aquellos judíos que estaban convencidos de que el mesías había llegado y era Jesús. Por lo que se refería a los gentiles, el nombre no resultaba menos apropiado. Si creían en alguien era en Cristo, en el mesías. Hasta ese momento, no había existido una denominación para los discípulos y, de hecho, entre los primeros se hacía referencia al Camino o a la Vida. A partir de entonces, el nombre se extendería perdurando hasta la actualidad.

La segunda consecuencia fue, con seguridad, no menos importante. Bernabé no tardó en percatarse de que necesitaba a un colaborador que le pudiera ayudar en su cometido. Tenía que ser un hombre dotado de un conocimiento profundo de la Biblia, de un notable celo evangelizador, de una valentía indomable. Llegó entonces a la conclusión de que el personaje en cuestión podía ser Saulo. Su instrucción farisea le proporcionaba un trasfondo educativo notable, sus deseos de evangelizar no se habían apagado por las dificultades y su coraje no se había doblegado con las flagelaciones que le habían propinado las autoridades judías. Era cierto que no parecía haber tenido mucho éxito en Cilicia, pero, tal y como sucede en el caso de muchos hombres de talento, quizá había que atribuir su fracaso no a la carencia de cualidades sino a la falta de un medio adecuado.

 

Bernabé encontró a Saulo en Tarso y consiguió convencerle de que le acompañara a Antioquía para ayudarle en el trabajo de la comunidad cristiana (Hechos 11, 25). El hecho se produjo en torno al año 45 d. de C., apenas década y media después de la crucifixión de Jesús, e iba a cambiar la Historia como pocos hechos acontecidos antes o después.

 

CONTINUARÁ

[1] G. Downey, A History of Antioch in Syria from Seleucus to the Arab Conquest, Princeton, 1961 e Idem, Ancient Antioch, Princeton, 1963.

 

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