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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (VIII): El grupo de Jesús el Mesías (IV): Esteban

Domingo, 18 de Diciembre de 2016

​La vivencia de los primerísimos años de los seguidores de Jesús parece haber resultado extraordinariamente entusiasta en buena medida como consecuencia de su vivencia de las apariciones del resucitado y de las ininterrumpidas conversiones de sus correligionarios judíos.

Fue ese entusiasmo el que llevó, por ejemplo, a la comunidad de Jerusalén a iniciar un sistema de comunidad de bienes en el que los que se convertían entregaban sus bienes a los apóstoles para que éstos los distribuyeran entre los necesitados (Hechos 4, 32 – 35). El entusiasmo no evitó problemas internos. Sabemos, por ejemplo, que se dio algún caso de fingimiento e hipocresía a la hora de compartir los bienes (Hechos 5), que se produjeron quejas entre los beneficiados por esas donaciones alegando que se favorecía a los judíos originarios de Palestina (los hebreos) sobre los que tenían su origen en la Diáspora (los griegos) y que, para enfrentarse con esa eventualidad, hubo que crear un grupo dedicado específicamente a atender a los menesterosos (Hechos 6). A pesar de todo, no puede negarse el arraigo del grupo de seguidores de Jesús entre la población y su crecimiento numérico. El anuncio de los seguidores del mesías resucitado implicaba – no puede dudarse – una notable urgencia. Por un lado, se subrayaba que Jesús era el mesías y que tal circunstancia no podía negarse dada la manera en que había cumplido las profecías y había resucitado de entre los muertos. De esa mesianidad, se desprendían dos hechos esenciales. En primer lugar, que los que escuchaban el mensaje no habían sabido ver que Jesús era el mesías e incluso podían haber aprobado su muerte y, en segundo, que, a pesar de todo, existía un camino de salvación mediante la fe en el crucificado. Aquellos que creyeran en él (Hechos 2, 38 ss; 5, 30 ss) no sólo se salvarían sino que además recibirían las promesas que Dios había hecho a Israel en el pasado. Porque Jesús, que ahora estaba sentado a la derecha de Dios, regresaría un día para juzgar a todos y establecer su reino.

A diferencia de la postura sostenida por los sectarios del Mar Muerto, la primera comunidad de seguidores de Jesús no rechazó la participación en el culto diario del Templo de Jerusalén. Por el contrario, parece haber sido la práctica habitual el participar en el mismo (Hch 2, 46; 3, 1 ss), e incluso utilizar alguna de las áreas del Templo como sitio de reunión (Hch 5, 12). Con todo, el libro de los Hechos recoge tradiciones relativas a enfrentamientos entre el Sanhedrín y la comunidad de discípulos de Jesús establecida en Jerusalén incluso en estos primeros tiempos (Hch 4, 1-22; 5, 17 ss). La noticia es totalmente verosímil si tenemos en cuenta el recuerdo aún fresco de la persona que había dado origen al movimiento y la manera en que sus seguidores culpaban de la ejecución a algunos de los dirigentes judíos (Hch 2, 23; 4, 27, un pasaje que presenta paralelos en los Evangelios, ver: Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 33; Juan 19, 18).

El relato de Hechos 4, referente a una comparecencia de dos de los apóstoles ante el Sanhedrín parece estar basada en datos considerablemente fidedignos. El v.5 nombra tres grupos determinados (sacerdotes jefes, ancianos y escribas) que formaban la generalidad del Sanhedrín. Entre los sacerdotes jefes, el grupo más importante, se nombra a Anás (en funciones del 6 al 15 d.C.), al que se hace referencia en primer lugar por su edad e influencia; a Caifás, Sumo sacerdote en esos momentos; a Jonatán, hijo de Anás, que sucedería a Caifás como Sumo sacerdote (37 d.C.) y que, quizá, en aquella época era jefe supremo del Templo. En su conjunto, esta referencia de Hechos, por lo demás totalmente aséptica, confirma los datos del Talmud relativos al nepotismo de la jerarquía sacerdotal, un sistema de corruptelas encaminado a lograr que sus miembros ocupasen los puestos influyentes de sacerdotes jefes en el templo. No sólo el yerno de Anás era sumo sacerdote en funciones y uno de sus hijos, como jefe del templo, ya estaba encaminado en la misma dirección, sino que es más que probable que la familia de Anás ocupara el resto de los puestos de sacerdotes jefes. Para el año 66 d.C., aquella jerarquía, marcada por la corrupción familiar más evidente, tenía en su poder el templo, el culto, la jurisdicción sobre el clero, buena parte de los escaños del Sanhedrín e incluso la dirección política de la asamblea del pueblo (Ant. XX 8, 11 y ss).

Con todo y pese a que era más que dudosa su legitimidad espiritual de acuerdo con los baremos judíos de la misma, no nos consta que existiera una agresividad personal de los seguidores de Jesús hacia el clero alto, mayor, por ejemplo, de la que aparece recogida en las páginas del Talmud, donde no sólo se les acusa de nepotismo, sino también de recurrir a la violencia física (b. Pes. 57 bar; Tos. Men XIII, 21 (533, 33). Ciertamente los discípulos de Jesús atribuían a éste una autoridad mayor que la de las autoridades religiosas de Israel y el Templo (Hch 5, 28-9), en armonía con las propias palabras de aquel (Mt 12, 6; 41-42; Lc 11, 31-2), pero no tenemos datos que apunten tampoco a un rechazo de las mismas, ni siquiera a una negación directa de su autoridad. Muy posiblemente, la comunidad mesiánica las consideraba como parte de un sistema cuya extinción estaba cerca y a las que no merecía la pena oponerse de manera directa. Sin embargo, a pesar de esperar el final del sistema presente (Hch 1, 6ss; 3, 20 ss), colocaba dicha responsabilidad sobre las espaldas de la divinidad (Hch 3, 20 ss) y no sobre las suyas, en contraposición, por ejemplo, a lo que sucedería con posterioridad con los zelotes. A primera vista, y observado desde un enfoque meramente espiritual, la presencia de los seguidores de Jesús era, sin duda, molesta y muy especialmente para los saduceos. Pero, inicialmente, para algunos, desde un punto de vista político y social, el movimiento debía resultar inocuo y, precisamente por ello, es comprensible la mediación del fariseo Gamaliel[1], el maestro de Saulo, en el sentido de evitar un ataque frontal al mismo, tal y como se nos refiere en la fuente lucana (Hch 5, 34 ss). Gamaliel apuntó a precedentes históricos que señalaban como los movimientos mesiánicos anteriores a jesús habían tenido escasa vida [1]. Partiendo de esa base, a juicio de Gamaliel, lo más sensato era no molestar a los seguidores de Jesús. Si carecían de base acabarían extinguiéndose y en el supuesto de que no fuera así, de que, efectivamente, predicaran la verdad, carecía de sentido oponerse a Dios. La actitud de Gamaliel – admirablemente tolerante - no parece, sin embargo, haber sido generalizada. La casta sacerdotal distaba mucho de contemplar de esa manera al grupo inspirado en la enseñanza de Jesús. Desde su punto de vista, tenían buenas razones para ello. En primer lugar, estaba su visión - políticamente muy exacta - que temía cada posibilidad de desorden en Palestina a causa de los peligros inherentes a una intervención enérgica por parte de Roma. Aquel fue, seguramente, uno de los factores determinantes en la condena de Jesús (Jn 11, 47-53). Si aquel grupo - que creía en un Mesías - captaba adeptos sobre todo entre elementos sociales inestables como podrían ser los menos favorecidos o los sacerdotes humildes lo más lógico era pensar que la amenaza no había quedado conjurada con la muerte de su fundador. Mejor sofocarla cuando sólo se hallaba en ciernes que esperar a que se convirtiera en algo demasiado difícil de controlar. A lo anterior se unía un factor teológico de cierta trascendencia, factor del que se sabrían aprovechar los primeros cristianos. La comunidad de Jerusalén creía en la resurrección, doctrina rechazada por los saduceos, lo que ahondaba aún más las diferencias entre ambos colectivos. No obstante, a nuestro juicio, la razón para el choque, al menos en lo relativo a la clase sacerdotal y los saduceos, vino más vinculada a razones políticas y sociales que meramente religiosas.

 

Con todo, aquella tolerancia propugnada por Gamaliel duraría poco tiempo. Si inicialmente el movimiento se vio sometido sólo a una reprensión verbal, en parte gracias a la mediación de Gamaliel (Hch 4, 21-22), pronto resultó obvio que si se deseaba tener unas perspectivas mínimas de frenarlo habría que recurrir a la violencia física. Esta fue aplicada en la persona de dos de sus dirigentes, Pedro y Juan, y no parece que nadie mediara en esta ocasión en favor suyo (Hch 5, 40 ss). El fracaso de esta medida (Hch 6, 1-7), así como la conversión de algunos sacerdotes a la fe del colectivo terminó por desencadenar una persecución, cuyas consecuencias no eran entonces previsibles (Hch 6, 7 ss) ni para los judeo-cristianos ni para sus adversarios. En ese desenlace tendría un papel esencial un episodio que marcaría también la vida de Saulo. Nos referimos claro está a la muerte de Esteban [1] en torno al 33 d. de C.

Esteban (Hch 6, 8-8, 1) era un judío convertido a la predicación de Jesús cuyo nombre – que significa diadema en griego – parece indicar un nacimiento en un contexto helenizado. Había sido elegido como diácono por la comunidad cuando se produjo el conflicto entre sus componentes hebreos y griegos, es decir, los que utilizaban como primera lengua el arameo y los que recurrían, por el contrario, al griego. Supuestamente, Esteban había entrado en una discusión de tipo proselitista con miembros de la sinagoga de los libertos. Los citados libertos procedían en su mayor parte de Roma. Capturados en la guerra de Pompeyo y libertados posteriormente, según indica el autor judío Filón (Leg. ad Caium, 155), parecen haber estado especialmente ligados a la sinagoga a la que se refiere Hechos 6, 1. Se trataba de un lugar importante porque los judíos procedentes de Roma que acudían a Jerusalén para las fiestas religiosas se aposentaban en la hospedería contigua a esta sinagoga. Es más que posible que el diácono Esteban esperara hallar un eco favorable a su predicación entre estos judíos habida cuenta de su origen. Sin embargo, el resultado fue muy otro. El libro de los Hechos narra el episodio de la siguiente manera:

Levantáronse entonces unos de la sinagoga que se llama de los Libertos, y gente de Cirene, y de Alejandría, y de Cilicia, y de Asia, disputando con Esteban. Pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba. Entonces sobornaron a algunos para que dijesen que le habían oído hablar palabras blasfemas contra Moisés y Dios. Y conmovieron al pueblo, y a los ancianos, y a los escribas; y atacándole se apoderaron de él y lo llevaron ante el Sanhedrín. Y recurrieron a testigos falsos, que dijesen: Este hombre no cesa de proferir palabras blasfemas contra este lugar santo y contra la Torah. Porque le hemos oído decir, que este Jesús de Nazaret destruirá este lugar, y cambiará los preceptos que nos dió Moisés.

(Hechos 7, 10-14)

La detención de Esteban no se debió a judíos originales de la Tierra sino a otros que procedían de territorios gentilizados, de la Diáspora. No resulta extraño que personas que no viven de cerca una realidad y que se han integrado en ella recientemente la contemplen con mayor rigidez, precisamente porque la tienen idealizada. Tras apoderarse de Esteban, lo condujeron ante el Sanedrín acusándolo de blasfemia (Hch 6, 10-14). La base para una acusación tan grave era no sólo la interpretación de la Torah que hacía Esteban (probablemente similar a la del propio Jesús), sino también en el hecho de que Esteban había relativizado el valor del Templo hasta el punto de afirmar que sería demolido por el Mesías al que confesaba (Hch 6, 13-4). Seguramente, las acusaciones reproducían algo del pensamiento de Esteban, pero presentándolo ante el Sanhedrín con una carga subversiva que, desde luego, no poseía. La disidencia religiosa de las minorías ha sido retratada por sus oponentes a lo largo de la Historia en multitud de ocasiones como un peligro político y resulta muy posible que sucediera lo mismo en el caso de Esteban. Ahora bien, la condena a muerte de Esteban en apariencia contaba con una base legal por cuanto había atacado la institución del Templo en su predicación.

Para los creyentes en la ley oral transmitida por tradición, ésta se había originado en Moisés y una postura relativizadora como la de Jesús era provocadora e inadmisible (Mc 7, 1-23; Mt 15, 1-20). Si los fariseos estaban en el mismo terreno que los seguidores de Jesús en lo relativo a la resurrección, seguramente no estaban dispuestos a transigir en lo relativo a la ley oral. En cuanto a las profecías sobre la destrucción del Templo de Jerusalén ciertamente contaban con una larga historia de precedentes que se remontaba al primer Templo cuando profetas como Isaías, Jeremías o Ezequiel la habían anunciado (Jer 7-11; 26, 1-19; Is 1, 16-17; Ez 6, 4-5, etc). También conocemos ejemplos posteriores (Guerra 300-309), pero la mayor o menor frecuencia con que se produjeron estos incidentes no logró que ese tipo de anuncios resultara tolerable a los oídos de los que, en buena medida, o vivían de la ciudad santa como la casta sacerdotal o la tenían en altísima estima como era también el caso de los fariseos.

 

La defensa de Esteban, tal y como nos ha sido transmitida en los Hechos (Hch 7, 1-53) resultó brillante y bien desarrollada, pero difícilmente podía contribuir a mejorar la situación. Partiendo de una hábil relación de pasajes del Antiguo Testamento, que encontrará paralelos en el Nuevo Testamento y en otros escritos paleo-cristianos, el diácono se refirió a ejemplos históricos de cómo Israel no había estado a la altura de los propósitos de Dios. De hecho, el Dios de gloria se había aparecido a Abraham, cuando todavía estaba en Mesopotamia y le prometió la Tierra, si bien le había advertido de que su descendencia sería reducida a la esclavitud durante cuatrocientos años en tierra extranjera. La profecía se cumplió. Jacob, el nieto de Abraham, bajó con sus hijos a Egipto y se estableció allí aprovechando que su hijo José era primer ministro del faraón, pero con posterioridad se alzó un faraón que no había conocido a José y que redujo a servidumbre a Israel e incluso quiso impedir su crecimiento demográfico (Hechos 7, 2-19). Las consecuencias habían sido dramáticas pero Dios había actuado:

 

20 En aquel mismo tiempo nació Moisés, y fue agradable a Dios: y fue criado durante tres meses en casa de su padre. 21 Pero, al ser expuesto al peligro, la hija del faraón lo tomó, y le crió como a hijo suyo. 22 Y fue enseñado Moisés en toda la sabiduría de los egipcios; y fue poderoso en sus palabras y en sus actos. 23 Y cuando hubo cumplido la edad de cuarenta años, sintió deseos de visitar a sus hermanos los hijos de Israel. 24 Y cuando vió a uno al que golpeaban, lo defendió, e hiriendo al egipcio, vengó al injuriado. 25 Pensaba que sus hermanos entenderían que Dios les había de liberar mediante su mano; pero no lo entendieron. 26 Y al día siguiente, mientras reñían algunos de ellos, se presentó ante ellos e intentó que hicieran las paces, diciendo: Varones, sois hermanos, ¿por que os hacéis daño los unos a los otros? 27 Entonces el que causaba daño a su prójimo, le empujó, diciendo: ¿Quién te ha colocado como príncipe y juez sobre nosotros? 28 ¿Vas a matarme, como mataste ayer al egipcio? 29 Al escucharlo, Moisés huyó, y emigró a la tierra de Madián, donde engendró dos hijos. 30 Y cuando había cumplido cuarenta años, un ángel se le apareció en el desierto del monte Sinaí, en las llamas de una zarza. 31 Al verlo, Moisés se quedó maravillado y, al acercarse para ver de qué se trataba, escuchó una voz del Señor: 32 Yo soy el Dios de tus padres, y el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob. Pero Moisés, atemorizado, no se atrevía a mirar. 33 Y le dijo el Señor: Quitate el calzado de los pies, porque el lugar en que estás es tierra santa.34 He visto, he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su gemido, y he descendido para librarlos. Ahora pues, ven, te enviaré a Egipto. 35 A este Moisés, al que habían rechazado, diciendo: ¿Quién te ha puesto por príncipe y juez? a éste envió Dios por príncipe y redentor con la mano del ángel que le apareció en la zarza. 36 Este los sacó, tras realizar prodigios y milagros en la tierra de Egipto, y en el mar Rojo, y en el desierto durante cuarenta años. 37 Este es el Moisés, que dijo a los hijos de Israel: Profeta os levantará el Señor Dios vuestro de entre vuestros hermanos, igual que lo ha hecho conmigo; a él oiréis. 38 Este es aquél que estuvo en la congregación en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí, y con nuestros padres; y recibió las palabras de vida que debía entregarnos: 39 Al cual nuestros padres no quisieron obedecer; antes le rechazaron y en sus corazones regresaron a Egipto, 40 Diciendo a Aarón: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, que nos sacó de tierra de Egipto, no sabemos qué le ha acontecido. 41 Y entonces hicieron un becerro, y ofrecieron sacrificio al ídolo, y se sintieron satisfechos en las obras de sus manos. 42 Y Dios se apartó, y los entregó a que sirviesen al ejército del cielo; como está escrito en el libro de los profetas: ¿Me ofrecisteis víctimas y sacrificios en el desierto por cuarenta años, oh casa de Israel? 43 Antes bien, trajisteis el tabernáculo de Moloc, y la estrella de vuestro dios Remfan, imágenes que os hicisteis para adorarlas. Os deportaré, por lo tanto, más allá de Babilonia. 44 Tuvieron nuestros padres el tabernáculo del testimonio en el desierto, como había ordenado Dios, cuando habló a Moisés para que lo hiciese según la forma que había visto. 45 Este lo transporaron nuestros padres con Josué en la tierra de los gentiles, que Dios echó de la presencia de nuestros padres, hasta los días de David; 46 El cual halló gracia delante de Dios, y pidió erigir un tabernáculo para el Dios de Jacob. 47 Mas fue Salomón el que le edificó casa. 48 Si bien el Altísimo no habita en templos hechos por manos; como el profeta dice: 49 El cielo es mi trono, Y la tierra es el estrado de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis? dice el Señor; ¿O cuál es el lugar de mi reposo? 50 ¿No hizo mi mano todas estas cosas? 51 Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros resistís siempre al Espíritu Santo: tal y como actuaron vuestros padres, así también actuais vosotros. 52 ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, al que vosotros ahora habéis entregado y matado; 53 porque recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis.

(Hechos 7, 2-53)

 

Las afirmaciones de Esteban difícilmente hubieran podido ser más duras y más apegadas a la vez a lo contenido en la Biblia. Sus contemporáneos estaban poseídos por un nacionalismo religioso que les hacía sentirse superiores y mirar como culmen de su fe la Torah y el culto del Templo. La situación resultaba muy diferente. Israel jamás había tenido ningún mérito propio. De hecho, era Dios el que había elegido a Abraham y después el que había sacado a su descendencia de la servidumbre en Egipto. Pero ¿cómo había reaccionado Israel? No sometiéndose a Dios, sino entregándose a la idolatría del becerro de oro. Así había sido incluso después de entrar a poseer la Tierra prometida. Vez tras vez, se habían negado a escuchar las predicaciones de los profetas, por cierto, con pésimas consecuencias. De manera poco oculta, Esteban estaba arrojando la responsabilidad de la situación de Israel sobre él mismo. Sus sucesivos opresores no habían sido una mera cadena de tiranos empeñados en dominar a Israel. También eran una manifestación de la infidelidad del pueblo hacia el llamamiento de Dios y eso no podía excluir a Roma. Por supuesto, los judíos se aferraban al Templo, pero éste tenía poco valor si no se escuchaba a Dios. ¿Acaso la misma Biblia no decía que Dios no habitaba en edificios levantados por manos humanas?

A esa lamentable perspectiva se unía otra que era peor. En un momento determinado Dios había enviado a Jesús. Era el mesías – el Justo – que llevaban esperando siglos, era el Profeta por antonomasia que Moisés había anunciado señalando que deberían escucharlo, pero ¿qué habían hecho? Se habían negado a escucharlo y además le habían dado muerte.

 

La edad mesiánica se había iniciado ya con Jesús y con ello la edad de la Torah mosaica ley veía su fin próximo. La idea no era en si novedosa y, de hecho, encontramos paralelos en la literatura rabínica (TB Sanhedrín 97a; Shabbat 151b)[1]. Sin embargo, Esteban iba mucho más allá de la especulación teológica para adentrarse en el de la decisión vital. El mesías había llegado y la era del Templo se acercaba a su final. ¿Qué iban a hacer sus oyentes? ¿Persistirían en el endurecimiento espiritual que tan mal resultado había dado a Israel en el pasado? ¿Se empecinarían en seguir rechazando al mesías al que habían dado muerte o, por el contrario, se arrepentirían abrazando su Camino?

El tono del discurso de Esteban resulta indiscutiblemente judío y no hubiera podido ser captado por un gentil [1]. Incluso encaja con toda una tradición profética del pueblo de Israel que existía desde hacía siglos. Sus consecuencias resultaron explosivas. Pronunciado ante un auditorio hostil (Hch 7, 54 ss), la defensa de Esteban terminó en un linchamiento pese a la apariencia previa de diligencias judiciales. El texto de Hechos relata la muerte en términos sencillos, pero expresivos:

 

54 Y oyendo estas cosas, se enfurecieron en sus corazones, y crujieron de dientes contra él. 55 Más él, estando lleno de Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, 56 Y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios.57Entonces dando grandes voces, se taparon los oídos, y arremetieron unánimes contra él; 58 Y echándolo fuera de la ciudad, le apedrearon: y los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven que se llamaba Saulo. 59 Y apedrearon a Esteban, mientras oraba diciendo: Señor Jesús, recibe mi espíritu. 60 Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tengas en cuenta este pecado. Y, tras pronunciar estas palabras, se durmió.

(Hechos 7, 54-60)

 

J.oseph Klausner [1], que consideró indiscutible la veracidad histórica del relato, sugirió que la muerte de Esteban debía atribuirse a un grupo de incontrolados en lugar de a las autoridades judías de la época. Creemos más posible que tal acción hallara su origen en sectores de mayor amplitud. Las autoridades judías carecían de jurisdicción para imponer la pena de muerte según nos informan las fuentes talmúdicas (TJ Sanhedrín 1:1; 7: 2) y evangélicas (Jn 18, 31) [1], pero tal hecho no nos permite excluirles de haber contado con un papel relevante en el asesinato de Esteban. De hecho, su intervención hubiera contribuido a que la muerte adquiriera visos de legalidad no sólo en cuanto a la “ratio iuris” sino también en lo relativo a los ejecutores de aquella. En cuanto al contexto concreto caben dos posibilidades: De acuerdo con la primera [1]la marcha del gobernador romano Pilato hacia Roma a inicios del 37 d. de C, marcó un vacío de poder lo suficientemente amplio como para permitir que Caifás o su sucesor, aprovechándolo, ejecutaran a Esteban. Tal hecho vendría así a contar con un paralelo histórico posterior en la muerte de Santiago, el hermano de Jesús. Con todo, tal tesis choca con la cronología de las fuentes - piénsese que la muerte de Esteban fue previa a la conversión de Pablo y que ésta tuvo lugar con seguridad, como veremos, antes del 37 d. de C. - y abusa, a nuestro juicio, del mencionado paralelismo. El profesor F. F. Bruce [1] ha señalado otra posibilidad y es la de que el hecho tuviera lugar antes de la marcha de Pilato, pero después de la caída en desgracia de su valedor Sejano en el 31 d. de C. El carácter, cuando menos incómodo, de sus relaciones con Tiberio le habría convertido en un personaje temeroso de la confrontación con las autoridades judías. Enterado de la muerte de Esteban, habría preferido cerrar los ojos ante el hecho consumado y más teniendo en cuenta el papel desempeñado por las autoridades religiosas judías en el mismo. La tesis de F. F. Bruce es, desde nuestro punto de vista, muy probable ya que permite encajar los datos de las fuentes con la cronología indiscutible de las mismas, da respuesta al hecho de que tal crimen no fuera perseguido y armoniza con lo que sabemos de Pilato a través de diversas fuentes[1]. Finalmente, además el destino de Pilato sería la destitución a causa precisamente de una confrontación con las autoridades religiosas judías.

El episodio de la muerte de Esteban tiene una especial importancia para el objeto de nuestro estudio ya que, de acuerdo a la fuente lucana, entre los presentes en su ejecución se hallaba un joven de Tarso, Cilicia, llamado Saulo. Cabe la posibilidad, derivada de su lugar de nacimiento, de que Saulo fuera miembro de la sinagoga donde se había desarrollado la controversia con Esteban, pero, en cualquier caso, lo cierto es que abominaba la visión teológica de éste y consideraba su muerte como algo justo. A fin de cuentas, había colaborado en aplicar la norma de la Torah relacionada con los blasfemos. A su juicio, sin embargo, quedaba mucho por hacer.

CONTINUARÁ

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