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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (V): El grupo de Jesús el Mesías (I): Jesús

Domingo, 27 de Noviembre de 2016
La figura de Jesús es la más sugestiva de la Historia universal. A diferencia de otros personajes de la Historia de la religión, en ningún momento ha dejado de despertar el interés de la gente ni tampoco de ser objeto de los más diversos intentos de apropiación.

Desde el Cristo rey del Bajo Imperio romano a los Cristos de la Nueva Era pasando por los Cristos masónico, guerrillero o de la Teología de la liberación, las falsificaciones históricas del personaje han resultado prácticamente continuas. A pesar de todo – y en contra de lo que se afirma ocasionalmente – puede reconstruirse con notable solidez los jalones fundamentales de su vida y el contenido de su enseñanza. Aparte de los Evangelios y otras fuentes evangélicas, neotestamentarias y paleo-cristianas, contamos con referencias a Jesús en Flavio Josefo, en historiadores clásicos como Tácito, Suetonio o Plinio, y, de manera muy especial y pasada frecuentemente por alto, en los escritos rabínicos que a pesar de serle generalmente contrarios confirman no pocos de los datos contenidos en los Evangelios. A partir de esa pluralidad de fuentes – pluralidad por la abundancia de datos y por los diversos orígenes – se puede realizar una reconstrucción histórica del personaje notablemente segura y sólida.

El nacimiento de Jesús hay que situarlo algo antes de la muerte de Herodes el grande (4 a. de C.) (Mateo 2, 1 ss). El mismo se produjo en Belén (aunque algunos autores prefieren pensar en Nazaret como su ciudad natal) y los datos que proporcionan los evangelios en relación con su ascendencia davídica deben tomarse como ciertos[1], aunque la misma fuera, posiblemente, a través de una rama secundaria. En ese sentido, formaba parte de aquel reducido número de los hijos de Israel de entre los cuales tendría que surgir el mesías. Buena prueba de ello es que cuando el emperador romano Domiciano decidió acabar con los descendientes del rey David para evitar la aparición de un mesías que trastornara el poder de Roma en Judea hizo detener también a algunos familiares de Jesús.

Exiliada su familia a Egipto (un dato que se menciona también en el Talmud y en otras fuentes judías aparte del Evangelio de Mateo), regresó a la muerte de Herodes pero, por temor a Arquelao, fijó su residencia en Nazaret donde se mantendría durante los años siguientes (Mateo 2, 22-3). Salvo una breve referencia que aparece en Lucas 2, 21 ss, no volvemos a saber datos sobre Jesús hasta que el mismo sobrepasó los treinta años. Por esa época, fue bautizado por un profeta judío conocido como Juan el Bautista que predicaba el arrepentimiento previo a la llegada del mesías esperado (Mateo 3 y paralelos). Según Lucas, Juan el Bautista era pariente lejano de Jesús ya que era hijo de una prima – Elisabet o Isabel – de María, su madre (Lucas 1, 39 ss). Durante su bautismo, Jesús tuvo una experiencia que confirmó su autoconciencia de filiación divina así como de mesianidad [1]. De hecho, en el estado actual de las investigaciones, la tendencia mayoritaria de los autores es la de aceptar que, efectivamente, Jesús se vio a si mismo como Hijo de Dios - en un sentido especial y distinto del de cualquier otro ser - y Mesías. La tesis, sostenida por algunos neo-bultmanianos y otros autores, de que Jesús no utilizó títulos para referirse a si mismo resulta, en términos meramente históricos, absolutamente indefendible y carente de base como han puesto de manifiesto los

estudios más recientes de R. Leivestadt, J. H. Charlesworth, M. Hengel, D. Guthrie, F. F. Bruce, I. H. Marshall, J. Jeremias o C. Vidal. En cuanto a su visión de la mesianidad, al menos desde los estudios de T. W. Manson, parece haber poco terreno para dudar de que ésta fue comprendida, vivida y expresada bajo la estructura del siervo de YHVH (Mateo 3, 16 y par.) y del Hijo del hombre, es decir, como un mesías que moriría expiatoriamente por los pecados de los demás antes de concluir triunfante su misión. Muy posiblemente además es que esta auto-conciencia resultara anterior al bautismo.

Los sinópticos - aunque asimismo se sobreentiende en Juan - hacen referencia a un periodo de tentación diabólica experimentado por Jesús con posterioridad al bautismo (Mateo 4, 1 ss y par.) y en el que se habría perfilado totalmente su modelo mesiánico rechazando los patrones políticos (los reinos de la tierra), meramente sociales (las piedras convertidas en pan) o espectaculares (el vuelo desde lo alto del Templo) del mismo. Este período de tentación corresponde, sin duda, a una experiencia histórica - quizá referido por Jesús a sus discípulos - que, por otro lado, se repetiría ocasionalmente después del inicio de su ministerio.

Tras este episodio de las tentaciones, se inició una primera etapa de su ministerio que transcurrió fundamentalmente en Galilea, aunque se produjeran breves incursiones en territorio gentil y en Samaria. Aunque la predicación se centró en el llamado a “las ovejas perdidas de la casa de Israel”, no es menos cierto que Jesús mantuvo contactos con gentiles y que incluso llegó a afirmar que la fe de uno de ellos era mayor que la que había encontrado en Israel y que llegaría el día en que muchos como él se sentarían en el Reino con los Patriarcas (Mateo 8, 5-13; Lucas 7, 1-10). Durante esta etapa Jesús realizó una serie de milagros (especialmente curaciones y expulsiones de demonios), que aparecen confirmados por las fuentes hostiles del Talmud si bien, como sucedía con los fariseos coetáneos de Jesús, se atribuyen a poderes malignos relacionados con la brujería. Una vez más, la tendencia generalizada entre los historiadores hoy en día es la de considerar que, al menos, algunos de los hechos prodigiosos relatados en los Evangelios acontecieron realmente [1] y, desde luego, el tipo de relatos que los describen apuntan a su veracidad. En esa misma época, Jesús comenzó a predicar un mensaje radical - muchas veces expresado en parábolas - que chocaba con las interpretaciones de algunos sectores del judaísmo (Mateo 5-7) y al que nos referiremos más adelante. Este período concluyó, en términos generales, con un fracaso (Mateo 11, 20 ss). Los hermanos de Jesús no habían creído en él (Juan 7, 1-5) y junto con su madre habían intentado apartarle de su misión (Marcos 3, 31 ss y par.). Aún peor reaccionaron sus paisanos (Mateo 13, 55 ss) a causa de que su predicación se centraba en la necesidad de la conversión o cambio de vida en razón del Reino, de que pronunciaba terribles advertencias relacionadas con las graves consecuencias que se derivarían de rechazar este mensaje divino y de que se negó terminantemente a convertirse en un mesías político (Mateo 11, 20 ss; Juan 6, 15).

El ministerio en Galilea - en el que hay que insertar varias subidas a Jerusalén, con motivo de las fiestas judías, narradas sobre todo en el evangelio de Juan - fue seguido por un ministerio de paso por Perea (narrado casi exclusivamente por Lucas) y la bajada última a Jerusalén (seguramente el 30 d. de C.), donde se produjo su entrada en medio del entusiasmo de buen número de peregrinos que habían bajado a celebrar la Pascua y que conectaron el episodio con la profecía mesiánica de Zacarías 9, 9 ss. Poco antes había experimentado un episodio, que, convencionalmente, se denomina la Transfiguración y que le confirmó en su idea de bajar a Jerusalén. Aunque en los años 30 del presente siglo, R. Bultmann pretendió explicar este suceso como una proyección retroactiva de una experiencia post-pascual, lo cierto es que tal tesis resulta inadmisible - pocos la mantendrían hoy - y que lo más lógico es aceptar la historicidad del hecho [1] etc.) como un momento relevante en la determinación de la auto-conciencia de Jesús. En este, como en otros aspectos, las tesis de R. Bultmann parecen confirmar las palabras de R. H. Charlesworth que lo considera una rémora en la investigación sobre el Jesús histórico.

 

Contra lo que se afirma en alguna ocasión, es imposible cuestionar el hecho de que Jesús contaba con morir violentamente. De hecho, la práctica totalidad de los historiadores dan hoy por seguro que esperaba que así sucediera y que así se lo comunicó a sus discípulos más cercanos. Su conciencia de ser el Siervo de Yahveh del que se habla en Isaías 53 (Marcos 10, 43-45) o la mención a su próxima sepultura (Mateo 26, 12) son sólo algunos de los datos que obligan a llegar a esa conclusión.

Cuando Jesús entró en Jerusalén durante la última semana de su vida ya tenía frente a él la oposición de un amplio sector de las autoridades religiosas judías que consideraban su muerte como una salida aceptable e incluso deseable (Juan 11, 47 ss) y que no vieron con agrado la popularidad de Jesús entre los asistentes a la fiesta. Durante algunos días, Jesús fue tanteado por diversas personas en un intento de atraparlo en falta o quizá sólo de asegurar su trágico destino final (Mateo 22, 15 ss y par.). En esa época, aunque posiblemente también lo había hecho con anterioridad, Jesús pronunció profecías relativas a la destrucción del Templo de Jerusalén que se verían cumplidas en el año 70 d. de C. Durante la primera mitad de este siglo, se tendió a considerar que Jesús nunca había anunciado la destrucción del Templo y que las mencionadas profecías no eran sino un “vaticinium ex eventu”. Hoy en día, por el contrario, existe un considerable número de investigadores que tiende a admitir que las mencionadas profecías sí fueron pronunciadas por Jesús [1]y que el relato de las mismas contenido en los Sinópticos - como ya señaló en su día C. H. Dodd - no presupone en absoluto que el Templo ya hubiera sido destruido. Por otro lado, la profecía de la destrucción del Templo contenida en lo que algunos consideran fuente Q, sin duda anterior al año 70 d. de C., obliga a pensar que los anuncios fueron originalmente pronunciados por Jesús. De hecho, el que éste hubiera limpiado el templo a su entrada en Jerusalén apuntaba ya simbólicamente la destrucción futura del recinto, como señalaría a sus discípulos en privado (Mateo 24 y 25, Marcos 13 y Lucas 21).

La noche de su prendimiento, Jesús declaró, en el curso de la cena de Pascua, inaugurado el Nuevo Pacto (Jeremías 31, 27 ss) que se basaba en su muerte sacrificial y expiatoria en la cruz. Tras concluir la celebración, consciente de lo cerca que se hallaba de su detención, Jesús se dirigió a orar a Getsemaní junto con algunos de sus discípulos más cercanos del grupo de los doce apóstoles. Aprovechando la noche y valiéndose de la traición de uno de los apóstoles, las autoridades del templo se apoderaron de Jesús. Resulta difícil negar que el interrogatorio ante el Sanedrín buscaba imponer la tesis de la existencia de causas para condenarlo a muerte (Mateo 26, 57 ss y par.) y por ello no sorprende que la cuestión se decidiera afirmativamente sobre la base de testigos que aseguraban que Jesús había anunciado la destrucción del templo (algo que tenía una clara base real, aunque con un enfoque distinto) y sobre el propio testimonio del acusado que se identificó como el mesías-Hijo del hombre de Daniel 7, 13. A pesar de todo, la condena pronunciada por el Sanedrín judío no podía ejecutarse. El problema fundamental para llevar a cabo la ejecución de Jesús arrancaba de la imposibilidad por parte de las autoridades judías de aplicar la pena de muerte. Se imponía, por lo tanto, conducirlo ante el gobernador romano para que procediera a su ejecución.

 

Cuando el preso fue llevado ante el gobernador Poncio Pilato (Mateo 27, 11 ss y par.), éste comprendió que se trataba de una cuestión meramente religiosa que a él no le afectaba y eludió inicialmente comprometerse en el asunto. Ante ese obstáculo, los acusadores del Sanedrín recurrieron a una acusación de carácter político que pudiera desembocar en la condena a muerte que buscaban. Así, indicaron a Pilato que Jesús era un sedicioso (Lucas 23, 1 ss). Sin embargo, el romano, al averiguar que Jesús era galileo, y valiéndose de un tecnicismo legal, remitió la causa a Herodes, el rey de Galilea que había acudido a Jerusalén a celebrar la pascua (Lucas 23, 6ss), librándose momentáneamente de dictar sentencia.

El episodio del interrogatorio de Jesús ante Herodes resulta, sin lugar a dudas, histórico [1] y arranca de una fuente muy primitiva. Al parecer, Herodes no encontró políticamente peligroso a Jesús y, posiblemente, no deseando hacer un favor a las autoridades del Templo apoyando su punto de vista en contra del mantenido hasta entonces por Pilato prefirió devolvérselo a éste. Esa decisión tendría sus consecuencias. Herodes y Pilato habían estado enemistados, pero el encontrarse con un enemigo común – el Sanedrín – los unió. A partir de ese momento, se comportarían como amigos.

A pesar de todo, persistía el problema de lo que debía hacerse con Jesús. Poncio Pilato le aplicó una pena de flagelación (Lucas 23, 13 ss) posiblemente con la idea de que sería suficiente escarmiento [1], pero la mencionada decisión no quebrantó lo más mínimo el deseo de las autoridades judías de que Jesús fuera ejecutado. Cuando les propuso soltarlo acogiéndose a una costumbre - de la que también nos habla el Talmud - en virtud de la cual se podía liberar a un preso por Pascua, una multitud, presumiblemente reunida por los las autoridades del Sanhedrín, pidió que se pusiera en libertad a un delincuente llamado Barrabás en lugar de a Jesús (Lucas 23, 13 ss y par.). Ante la amenaza de que aquel asunto llegaría a oídos del emperador y el temor de acarrearse problemas con éste, Pilato optó finalmente por condenar a Jesús a la muerte en la cruz, el horrible sistema de ejecución que Roma jamás aplicaba a sus propios ciudadanos.

 

A esas alturas, Jesús se hallaba tan extenuado que tuvo que ser ayudado a llevar el instrumento de suplicio (Lucas 23, 26 ss y par) por un extranjero llamado Simón, cuyos hijos serían cristianos posteriormente en Roma (Marcos 15, 21; Romanos 16, 13). Crucificado junto con dos delincuentes comunes, Jesús murió al cabo de unas horas. Para entonces la mayoría de sus discípulos habían huido a esconderse siendo la excepción sería el Discípulo amado de Juan 19, 25-26, y algunas mujeres entre las que se encontraba su madre. Aquellos no habían sido los peores. Además del traidor Judas, indispensable para la detención de Jesús, uno de sus discípulos más cercanos, Pedro, le había negado en público varias veces. En apariencia, la amenaza que significaba Jesús había concluido.

 

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