Tuvimos bastante relación en los años noventa, cuando vivía en Barcelona. Era de conversación agradable aunque muy limitada. Fue entonces cuando me enteré de que en su país de origen, no era prácticamente nadie e incluso había estado a punto de perder su puesto en la universidad cuando un año pretendió que le aceptaran como obligado trabajo de investigación una novela que, finalmente, se publicó en España. En esta tierra, tan cicatera con muchos de sus mejores hijos, significaba el recuerdo romántico de una era de obras sometidas a la censura. Incluso lo invitaban a participar como orador en mítines de izquierdas y a colaborar en prensa. Tampoco mucho, la verdad. A mi, por ejemplo, me pidió, en cierta ocasión, que le presentara gente porque se sentía “muy solito” – literalmente – y, muchas veces, no sabía qué hacer aparte de interpretar piezas de Mozart y de dar recetas de izquierdas a problemas verdaderamente complejos. Me dio mucha ternura. Al final – y no me sorprende - regresó a Estados Unidos. Las generaciones cambiaban y sus libros carecían del encanto de lo vedado. Además andaba espantado por lo que sucedía en Cataluña que no era la sociedad abierta y cosmopolita que había creído en los noventa sino una aldea cada vez más sectarizada. Desde hacía tiempo ni siquiera el PSOE o IU – cerca de los cuales orbitó en algún momento – le hacían guiños. Ha fallecido en el gran país de las barras y las estrellas donde el óbito no ha tenido eco. No ha sido así en los medios españoles aunque se echa de menos una evaluación de su obra que no fue, bajo ningún concepto, excepcional. También es cierto que pocos, muy pocos de los nacidos tras la muerte de Franco, han leído a Jackson. ¡Menudo futuro les espera, presumiblemente, a aquellos que se empeñan en husmear tumbas, en pactar con los nacionalistas catalanes o en lucrarse con la Memoria histórica!