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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

La iglesia universal: De la coronación de Agripa al Concilio de Jerusalén (III)

Domingo, 5 de Julio de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA IGLESIA UNIVERSAL: DE LA CORONACIÓN DE AGRIPA AL CONCILIO DE JERUSALÉN (37-49 d. J.C.) (III)

​El inicio de la era de los procuradores

El período iniciado con la muerte de Herodes Agripa iba a caracterizarse por un progresivo deterioro. Cuspio Fado, el primer procurador romano que gobernaba Judea desde la muerte de Herodes Agripa, extendía su poder ahora sobre la totalidad del reino de éste y, por vez primera, desde los tiempos de Herodes el Grande, Galilea fue integrada en la provincia de Judea. La primera misión de Fado consistió en desencadenar la represión contra los habitantes de Cesarea y Sebaste que habían manifestado su alegría por la muerte de Agripa (Ant. XIX, 364). A este episodio siguieron una disputa fronteriza entre los habitantes de Filadelfia (Ammán), una de las ciudades gentiles de la Decápolis, y los judíos de Zia, un villorrio situado al oeste de aquélla, a unos 25 kilómetros de distancia, que concluyó con derramamiento de sangre; el enfrentamiento con un tal Ptolomeo, al que capturó y dio muerte (Ant. XX, 5); la lucha contra Teudas, al que Josefo califica de charlatán (Ant. XX, 97 y ss.) y al que no debe confundirse con el Teudas mencionado en Hch. 5, 361);[ii] y, sobre todo, la conversión del romano en custodio de las vestiduras del sumo sacerdote, una medida de una enorme peligrosidad potencial realmente explosiva que no llegó a estar en vigor sólo porque Claudio —quizá persuadido por el hijo de Agripa y su primo Aristóbulo— se opuso a ello (Ant. XX, 6-14).

En tomo al año 46, Fado fue sucedido como procurador por Tiberio Julio Alejandro —que no sólo era un apóstata, sino que además aprovechaba cualquier oportunidad para ponerlo de manifiesto— que tomó posesión de su cargo cuando Judea se hallaba bajo los efectos de una de las hambrunas que se produjeron bajo Claudio (Suetonio, Claudio XVIII, 2). Izates, rey de Adiabene y prosélito del judaismo, envió a Jerusalén ayuda para aliviar la miseria de los pobres y lo mismo se refiere de su madre Elena de Adiabene, también prosélita, que ordenó adquirir en Alejandría grano y en Chipre higos, haciéndolos luego llegar a Judea para que fueran repartidos entre los necesitados (Ant. III, 320 y ss.; XX, 51-3, 101; quizá Nazir 3, 6-2).[iii] Según la fuente lucana, esta desgracia había sido anunciada por uno de los profetas de la comunidad antioquena, de nombre Agabo, y, como consecuencia de su proclamación, aquélla optó por enviar ayuda a los judeo-cristianos a través de Pablo y Bernabé (Hch. 11, 27-30), así como posiblemente también de Tito (Gál. 2, 1 y ss.). La penuria iba a coadyuvar a la rebelión de Santiago y Simón, dos hijos de Judas el Galileo (Ant. XX, 102), que concluyó con su derrota y ejecución a manos del ocupante romano.

La situación se deterioró incluso más durante el período en que Cumano (48-52 d. J.C.) fue gobernador. En el curso del mismo se produjeron repetidas injurias de los soldados romanos contra la religión judía (Guerra II, 224 y 229; Ant. XX, 108 y 115), asesinatos de peregrinos judíos (Guerra II, 232; Ant. XX, 118), un incremento del bandidismo (Guerra II, 228; Ant. XX, 113) e incluso el estallido de un conflicto armado entre los judíos y los samaritanos (Guerra II, 232-246; Ant. XX, 118-136). La visión de los gentiles —no excesivamente bien considerados por el judaismo— debió asimismo de experimentar un empeoramiento de grandes dimensiones que llegaría a repercutir incluso en la historia del judeo-cristianismo .

 

El problema gentil

La expansión del movimiento cristiano por Asia Menor —y, muy especialmente, su crecimiento entre los gentiles— tuvo consecuencias inmediatas sobre el judeo-cristianismo en Israel.[iv] Rebasa el objeto del presente estudio abordar las fases de la penetración de la fe en Jesús en ese ámbito, pero resulta de importancia fundamental abordar cómo aquélla influyó en el seno del judeo- cristianismo confinado a esa región concreta.

Muy posiblemente, en los años los cuarenta todavía el número de cristianos que procedían de estirpe judía era superior al de los de ascendencia gentil. Con todo, la posibilidad de que, a medio plazo, las proporciones se invirtieran no era descabellada. Pedro parece haber estado conectado ya con la obra entre la Diáspora (Gál. 1, 18; 2, 11-14; 1 Cor. 1, 10 y ss.; 3, 4 y ss.) y los gentiles por esta fecha (aunque no sepamos los detalles exactos) y, quizá, cabría señalar lo mismo de Juan. Por lo que sabemos, su ministerio —al que se uniría significativamente el de Bernabé y Pablo— tuvo éxito. Sin embargo, la situación mencionada debió de ser abordada de manera prudente.

El peligro mayor que representaba la entrada de gentiles era, obviamente, el de arrastrar al judeo-cristianismo hacia el sincretismo. Resulta innegable que para los gentiles desconocedores del trasfondo judío, la nueva fe carecía de significado comprensible. Jesús podía ser predicado como el Mesías de Israel, pero resulta dudoso que semejante enunciado pudiera atraer a alguien que ni era judío ni sabía qué o quién era el Mesías. La misma traducción de esta palabra al griego como «Jristós» —el término del que procede el castellano Cristo— no resultaba tampoco especialmente reveladora porque carecía de connotación especialmente religiosa en un ámbito gentil. No tardaría, por lo tanto, en identificarse con un nombre personal —y así sigue siendo hasta el día de hoy— e incluso con el nombre Jrestos, típico de los esclavos. Otros títulos utilizados por los judeo-cristianos, como veremos en la tercera parte de este mismo estudio, del tipo de «Señor» o «Hijo de Dios» podían ser más sugestivos para los gentiles, pero con un contenido semántico radicalmente distinto.

Las dificultades de comprensión en el terreno teológico no se limitaban a lo que podríamos denominar cristología. Términos como el de «Reino de Dios» o «Reino de los cielos» de nuevo carecían prácticamente de significado para un gentil. Otros, como «vida eterna», eran susceptibles de ser interpretados en un sentido diferente al judío.

Si, en términos estrictamente teológicos, se planteaba esta problemática, el choque resultaba aún mayor cuando se abordaba la cuestión ética. Los judíos que recibían a Jesús como Mesías y Señor partían de una fe dotada de una carga ética muy elevada, la de la Torah, que les proporcionaba patrones de conducta moral y digna situados muy por encima del mundo gentil que los rodeaba. De hecho, muchos de los gentiles que se integraban en la asistencia a las sinagogas en calidad de «temerosos de Dios», lo hacían, en multitud de ocasiones, atraídos por la categoría ética de la Torah seguida por los judíos. Para éstos, caso de convertirse a Jesús como el Mesías, el mensaje de sus discípulos implicaba sólo una reinterpretación de esa ética a la luz de las enseñanzas del Maestro. Todo esto hacía presagiar que el nuevo movimiento mantendría un envidiable nivel moral y seguramente así hubiera resultado de no ser por la entrada masiva de conversos gentiles procedentes de la obra misionera.

Pasajes como el escrito por Pablo en Rom. 1, 18 y ss. o los contenidos en Sab. 13, 1 y ss. y 14, 12 o la carta de Aristeas 134-138 dejan de manifiesto que los judíos en general sentían auténtico horror ante la relajación moral propia del mundo gentil. En el caso de algunos judeo-cristianos de Israel, la preocupación ante tal posibilidad llegó a ser lo suficientemente acuciante como para desplazarse hasta Antioquía e intentar imponer lo que consideraban que sería una solución óptima para el problema. Al parecer, los mencionados judeo-cristianos eran de origen fariseo (Hch. 15, 5) y cabe al menos la posibilidad de que aún siguieran formando parte de alguna hermandad de esta secta. Su entrada en el movimiento judeo-cristiano no debería resultamos extraña. Los judeo-cristianos admitían como ellos la resurrección de los muertos —incluso pretendían contar con la prueba definitiva de la misma en virtud de la resurrección de Jesús (Hch. 2, 29 y ss.; 4, 10 y ss.; 1 Cor. 15, 1 y ss.)— y eran críticos hacia los saduceos que controlaban el servicio del Templo. Por otro lado, la figura de Santiago —un riguroso cumplidor de la Torah— no debía de carecer de atractivo para muchos fariseos. Ciertamente, la halajáh judeo-cristiana era distinta en algunos aspectos de la farisea, pero nada hacía suponer que la Torah careciera de vigencia en sus aspectos morales para los judeo-cristianos . A fin de cuentas, el propio Jesús había anunciado que no iba a abolir la Torah sino a cumplirla (Mt. 5, 17-18).

Por si fuera poco, al problema teológico se sumaba el político. El control romano sobre Judea estaba despertando, como ya hemos visto, brotes de violento nacionalismo. Los denominados por Josefo «bandidos» comenzaban a enfrentarse directamente al poder invasor empuñando las armas. Estos rebeldes contra el poder romano estaban pagando su osadía con la muerte de manera generalizada y aquellas ejecuciones servían para soliviantar más los ánimos judíos en contra de los gentiles.

Todo este entramado social e ideológico, siquiera indirectamente, iba a plantear serios problemas a los judeo-cristianos. A partir de ahora, el ser sospechoso de simpatizar mínimamente con los romanos iba a implicar hacerse acreedor a los ataques de los nacionalistas partidarios de la subversión (Guerra II, 254 y ss. y Ant. XX, 186 y ss.). Si la Iglesia de Jerusalén tendía puentes hacia el mundo gentil —y era difícil no interpretar así la postura de Pedro o la evangelización de los gentiles fuera de Israel— no tardaría en verse atacada por los nacionalistas, lo que hacía que el marcar distancias resultara prudente y la solución propuesta por estos judeo-cristianos pareciera tentadora. Por un lado, serviría de barrera de contención frente al problema de un posible deterioro moral causado por la entrada de los gentiles en el movimiento. De hecho, su circuncisión y el cumplimiento subsiguiente de los preceptos de la Torah constituirían garantía suficiente de ello. Acostumbrados a la visión multisecular de un cristianismo meramente gentil, tal propuesta puede resultar chocante para el hombre moderno, pero partía de bases muy sólidas. Si se deseaba dotar de una vertebración moral a los conversos gentiles procedentes del paganismo poca duda podía haber de que lo mejor sería educarlos en una ley que Dios mismo había entregado a Moisés en el Sinaí. De manera similar, si se pretendía que antecediera la entrada de los gentiles un período de aprendizaje espiritual, no parecía que pudiera haber mejor norma de enseñanza que la Torah. Por añadidura, esa conducta permitiría además alejar la amenaza de un ataque nacionalista. No parecía posible que ningún judío —por muy nacionalista que pudiera ser— fuera a plantear objeciones en contra de las relaciones con un gentil que, a fin de cuentas, se había convertido al judaísmo circuncidándose y comprometiéndose a guardar meticulosamente la Torah.

La propuesta de aquellos jerosilimitanos resultaba tan lógica, al menos en apariencia, que cabe la posibilidad de que incluso hubiera sido prevista —y ulteriormente defendida— también por miembros de la Iglesia de Antioquía. De hecho, eso explicaría la acogida, siquiera parcial, que prestaron a los judeo-cristianos procedentes de Jerusalén que la propugnaban.

Tal rigorismo en relación con la circuncisión no parece haber tenido precedentes en el judeo-cristianismo ni tampoco era generalizado en el judaísmo. Ciertamente de las fuentes se desprende que la insistencia en la circuncisión dentro del judeo-cristianismo era nueva y no existe ningún dato en el sentido de que el tema fuera discutido al inicio de la misión entre los gentiles. De hecho, incluso algunos maestros judíos se habían mostrado con anterioridad partidarios de dispensar a aquéllos de semejante rito, siempre que cumplieran moralmente con su nueva fe. La misma escuela de Hillel mantenía que el bautismo de los prosélitos gentiles era válido sin necesidad de verse acompañado por la circuncisión (TB Yebamot 46a). Ananías, el maestro judío del rey Izates de Adiabene, recomendó a este último que no se circuncidara pese a adorar al Dios de Israel (Ant. XX, 34 y ss.) y cabe la posibilidad de que Juan mantuviera un punto de vista paralelo al insistir en el bautismo como señal de arrepentimiento.[v] Indudablemente, no era ésa la visión de los judeo-cristianos que visitaron Antioquía, procedentes de Jerusalén. De hecho, su comportamiento, lejos de facilitar que los gentiles abrazaran la nueva fe, podía dificultar para éstos el acceso al seno del movimiento.

CONTINUARÁ

 

Hemos optado por utilizar el término «procurador» que el más unitario de «gobernador». En términos generales, esta figura jurídica recibió durante los gobiernos de Augusto y Tiberio el nombre de «prefecto» (praefectus-eparjos) y desde Claudio, al menos, el de «procurador» (procurator-epítropos). En este sentido, aparte de las obras ya citadas, véanse A. Frova, «L’iscrizione di Ponzio Pilato a Cesarea», en Rediconti dell’Istituto Lombardo, 95, 1961, pp. 419-434 (inscripción en la que Poncio Pilato es descrito como praefectus iudaeae); A. N. Sherwin-White, «Procurator Augusti», en PBSR, 15, 2, 1939, pp. 11-26; P. A. Brunt, «Procuratorial Jurisdiction», en Latomus, 25, 1966, pp. 461-489; E. Schürer, The History…, ob. cit., I, pp. 357 y ss.

[ii] El Teudas de Hechos 5 debe identificarse con Teodoro o Matías de Margalo, que fue quemado vivo pocos meses antes de la muerte de Herodes, según nos relata Josefo (Guerra I, 648-655 y Ant. XVII, 149- 67). Una defensa magnífica de este punto de vista —que compartimos— en H. Guevara, Ambiente…, ob. cit., pp. 214 y ss. Véase también L. H. Feldman, Josephus and Modem Scholarship, Berlín y Nueva York, 1984, pp. 717 y ss.

[iii] Para aspectos lingüísticos relacionados con este pasaje, véase M. Pérez Fernández, La lengua…, ob. cit., pp. 179-180.

[iv] Un resumen de esa primera expansión partiendo de manera primordial de la Iglesia madre de Antioquía se halla recogido en los capítulos 13 y 14 del libro de los Hechos.

[v] Una comparación entre ese bautismo hillelita y el de Juan, en H. H. Rowley, «Jewish Proselyte Baptism and the Baptism of John», en From Moses to Qumran, Londres, 1963, pp. 211 y ss.

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