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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

El libro de los Hechos

Domingo, 10 de Julio de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS LAS FUENTES ESCRITAS (V): FUENTES CRISTIANAS (III): El libro de los Hechos[1]

Es aceptado hoy de forma prácticamente unánime el hecho de que el autor del libro de los Hechos es el mismo del Evangelio de Lucas. En tal sentido se pronuncian los primeros versículos de la obra (Hch. 1, 1-3) y, por otro lado, las objeciones en sentido contrario (proemio incompleto, inconsistencias internas, etc.) no parecen en absoluto concluyentes. De hecho, algunos autores han señalado incluso la posibilidad de que Hechos formara un solo libro con el Evangelio de Lucas.[1] En nuestra opinión se trata ciertamente de dos obras distintas, como señala el mismo prólogo, si bien la distancia cronológica entre ambas debió de ser mínima, tema del que nos ocuparemos más adelante.

Al menos desde el siglo II el Evangelio —y en consecuencia el libro de los Hechos— se atribuyó a un tal Lucas. Referencias a este personaje que fue médico aparecen ya en el Nuevo Testamento (Col. 4, 14; Flm. 24; 2 Tim. 4, 11). La lengua y el estilo del Evangelio no permiten en sí rechazar o aceptar esta tradición de manera indiscutible. El británico Hobart[1] intentó demostrar que en el vocabulario del Evangelio aparecían rasgos de los conocimientos médicos del autor (v. g.: 4, 38; 5, 18 y 31; 7, 10; 13, 11; 22, 14, etc.), y ciertamente el texto lucano revela un mayor conocimiento médico que el presente en los autores de los otros tres evangelios.

Por otro lado, el especial interés del tercer evangelio hacia los paganos sí que encajaría en el supuesto origen gentil del médico Lucas. Desde nuestro punto de vista, sostenemos la opinión de O. Cullmann[1] de que «no tenemos razón de peso para negar que el autor pagano-cristiano sea el mismo Lucas, el compañero de Pablo». Como veremos más adelante la datación más probable, a nuestro juicio, del texto abona aún más esta posibilidad.

Es bastante posible que Lucas utilizara diversas fuentes en la elaboración del libro de los Hechos. Harnack propuso en su día la existencia de una fuente[1]cesarense-jerosilimitana (3, 1-5 y 16; 8, 5-40; 9, 31- 11, 18; 12, 1-23), otra de origen desconocido a la que otorgaba un valor inferior (2; 5, 17-42) y, finalmente, una última de extracción antioquena-jerosilimitana (6, 1-8, 4; 11, 19-30; 12-24- 15, 35). Joachim Jeremias demostró ya lo insostenible de la teoría,[1] si bien, como ha dejado de manifiesto W. Kümmel,[1] su tesis de una fuente antioquena[1] es igualmente inaceptable. Los doce primeros capítulos parecen obedecer a una pluralidad de fuentes que, posiblemente, iban referidas a episodios concretos o a ciclos de episodios.

P. Vielhauer ha señalado la posibilidad de que el relato del martirio de Esteban contara ya con forma escrita previa a la consignación lucana[1] y en el mismo sentido se ha pronunciado H. Conzelmann respecto a las historias de Ananías y Safira (5, 1-11), de la liberación de Pedro (12, 3 y ss.) y de las listas de 6, 5 y 13, 1-3.[1] Sin excluir ambas posibilidades, no se puede descartar tampoco que las fuentes relativas a esta sección del libro, utilizadas por Lucas para su redacción posterior, fueran fundamentalmente orales y no escritas.

En la parte de los Hechos relacionada con Pablo, por un lado, hallamos las «secciones-nosotros» narradas en primera persona del plural y que corresponden al viaje de Troas a Mileto (16, 10-17), el de Filipos a Mileto (20, 5-15), el de Mileto a Jerusalén (21, 1-18) y el de Cesarea a Roma (27, 1- 28, 16). Por otro, están las secciones no cubiertas por este tipo de fuente y, finalmente, encontramos una práctica ausencia de utilización del corpus paulino como fuente histórica, circunstancia aparentemente chocante si tenemos en cuenta el protagonismo de Pablo en esta parte del libro.

Con respecto a estas secciones hay que señalar en primer lugar que su consideración resultó fundamental en el hecho de contribuir a que la Iglesia primitiva identificara al autor de la obra con un compañero de Pablo que, presumiblemente, habría sido Lucas. Aunque algunos autores han insistido en que el autor de Hechos pudo muy bien intercalar en su obra los fragmentos de diario de viaje que corresponden a las «secciones-nosotros»[1] sin que éstos fueran obra suya, tal postura nos parece difícil de mantener. De hecho, Harnack la refutó contundentemente al mostrar[1] que estos pasajes no se distinguen lexicológicamente del entorno, pudiendo ser obra del autor final de los Hechos. Dibelius ha supuesto la existencia de una fuente escrita previa de «itinerario»,[1] pero la hipótesis ha sido contundentemente contradicha por distintos autores.[1] En nuestra opinión, no es necesario recurrir a la hipótesis de una o varias fuentes escritas para explicar la utilización de «nosotros». De hecho, como ya hemos señalado, no existen diferencias de estilo (salvo la utilización de la primera persona en lugar de la tercera) entre estos pasajes de los Hechos y el resto del libro y, como ha señalado P. Vielhauer,[1] «Cualquier lector sin prejuicios… tendría que entenderlo en el sentido de que el narrador se hallaba entonces presente». Efectivamente resulta difícil negar que el autor pretendiera crear en el lector la sensación de que estuvo inmerso en los hechos narrados. Al menos como posibilidad, tal tesis no puede descartarse y si aceptamos que el autor de las secciones en primera persona fue algún compañero de Pablo, el nombre de Lucas resulta, una vez más y no casualmente en nuestra opinión, el más probable.

En cuanto a las partes relacionadas con Pablo, pero en las que no intervino el autor de la obra, nos parece lo más verosímil recurrir a la existencia de fuentes orales entre las que —lógicamente— pudo contarse tanto Pablo como alguno de sus colaboradores, así como miembros de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén.[1] Esto explicaría el carácter peculiar de esas secciones de la obra así como la información limitada a algunos aspectos concretos. Por el contrario, los episodios presuntamente relacionados con el autor abundan más en detalles, y se sostienen mejor en el conjunto de la narración. Finalmente no podemos dejar de manifestar nuestra coincidencia con algunos autores en el sentido de señalar que la diferencia entre Hechos y las epístolas paulinas ha sido considerablemente exagerada[1] sobre unas bases que, en nuestra opinión, resultan insostenibles. En primer lugar y en relación con las supuestas diferencias de mensaje entre el Pablo epistolar y el Pablo de los Hechos, debe señalarse que Pablo en los Hechos se dirige a personas a las que evangelizar, mientras que en sus obras se centra en cristianos. En los Hechos sólo se dirige una vez Pablo a cristianos (20, 17-38) y, en ese caso concreto, muestra considerables parecidos con el estilo de sus cartas.[1] Lucas además —y esto es muy claro en la obra— no pretende ser teólogo sino historiador,[1] lo que explica su especial interés en recoger más los «hechos» de Pablo que sus «supuestos» teológicos.

Por otro lado, la no utilización por Lucas de las epístolas parece fácilmente explicable no sólo sobre la base de estas circunstancias, sino también por el plan de la obra, que intenta no únicamente reflejar una sucesión histórica de acontecimientos, incluyendo los aspectos administrativos y doctrinales, sino también el avance creciente de un movimiento espiritual. No es lo importante la intrahistoria sino la extrahistoria y la primera sólo es mencionada (como en el caso de Hch. 15) cuando tiene una repercusión en la segunda. Lucas es un historiador de la evangelización y no del dogma o de la eclesiología.

 

En cuanto a la datación de la obra, mayoritariamente se sostiene hoy una fecha para la redacción de los Hechos que estaría situada entre el 80 y el 90 d. J.C. Efectivamente, las variaciones al respecto son mínimas. Por mencionar sólo algunos de los ejemplos, diremos que N. Perrin[1] ha señalado el 85 con un margen de cinco años arriba o abajo; E. Lohse[1] indica el 90 d. J.C.; P. Vielhauer[1] una fecha cercana al 90 y O. Cullmann[1] aboga por una entre el 80 y el 90. Con todo, y pese a que esta postura, hoy por hoy, mayoritaria, pensamos que resulta obligado consignar aquí nuestro punto de vista sobre esta datación.

El terminus ad quem de la fecha de redacción de la obra resulta fácil de fijar por cuanto el primer testimonio externo que tenemos de la misma se halla en laEpistula Apostolorum, fechada en la primera mitad del siglo II. En cuanto al terminus a quo ha sido objeto de mayor controversia. Para algunos autores debería ser el 95 d. J.C., basándose en la idea de que Hch. 5, 36 y ss. depende de Josefo (Ant. XX, 97 y ss.). Tal dependencia, señalada en su día por E. Schürer, resulta más que discutible, aunque haya sido sostenida por algún autor de talla.[1] Hoy en día puede considerarse abandonada de manera casi general.[1]

Tampoco son de más ayuda las tesis que arrancan de la no utilización de las cartas de Pablo y más si tenemos en cuenta que llegan a conclusiones diametralmente opuestas. A la de que aún no existía una colección de las cartas de Pablo (con lo que el libro se habría escrito en el siglo I y, posiblemente, en fecha muy temprana),[1] se opone la de que el autor ignoró las cartas conscientemente (con lo que cabría fechar la obra entre el 115 y el 130 d. J.C.). Ahora bien, la aceptación de esta segunda tesis supondría una tendencia en el autor a minusvalorar las cartas paulinas en favor de una glorificación del apóstol, lo que, como ha señalado P. Vielhauer,[1] parece improbable y, por el contrario, hace que resulte más verosímil la primera tesis. A todo lo anterior, que obliga a fijar una fecha en el siglo I (algo no discutido hoy prácticamente por nadie), hay que sumar la circunstancia de que aparecen algunos indicios internos que obligan a reconsiderar la posibilidad de que Lucas y los Hechos fueran escritos antes del año 70 d. J.C.

La primera de estas razones es que Hechos concluye con la llegada de Pablo a Roma. No aparecen menciones de su proceso ni de la persecución neroniana y mucho menos de su martirio a mediados de los años sesenta. A esto se añade el que el poder romano es contemplado con aprecio (aunque no con adulación) en los Hechos y la atmósfera que se respira en la obra no parece presagiar ni una persecución futura por las actividades del Imperio ni tampoco el que se haya atravesado por la misma unas décadas antes. No parece, desde luego, que el conflicto con el poder romano haya hecho su aparición en el horizonte antes de la redacción de la obra. De hecho, por señalar un punto de comparación, el relato de Apocalipsis —conectado con una persecución imperial— presenta ya una visión de Roma muy diversa y nada positiva, en la que la ciudad es una Bestia. Esta circunstancia parece, pues, abogar más por una fecha para los Hechos situada a inicios de la década de los sesenta, desde luego, más fácilmente ubicable antes que después del 70 d. J.C. Como ha indicado B. Reicke,[1] «la única explicación razonable para el abrupto final de los Hechos es la asunción de que Lucas no sabía nada de los sucesos posteriores al año 62 cuando escribió sus dos libros».

 

En segundo lugar, aunque Santiago fue martirizado en el año 62 por sus compatriotas judíos, el suceso no aparece recogido en los Hechos. Sabida es la postura de Lucas hacia la clase sacerdotal y religiosa judía. El que se recojan en Hechos relatos como el de la muerte de Esteban, la ejecución del otro Santiago, la persecución de Pedro o las dificultades ocasionadas a Pablo por sus antiguos correligionarios hace extremadamente difícil justificar la omisión de este episodio y más si tenemos en cuenta que incluso permitiría presentar a algunos fanáticos judíos (y no a los romanos) como enemigos del Evangelio puesto que el asesinato se produjo en la ausencia transitoria de procurador romano que tuvo lugar a la muerte de Festo. Cabría esperar que la muerte de Santiago, del que los Hechos presentan una imagen conciliadora, positiva y práctica, fuera recogida por Lucas. Aboga también en favor de esta tesis el que un episodio así se podría haber combinado con un claro efecto apologético. En lugar de ello, únicamente tenemos el silencio, algo que únicamente puede explicarse de manera lógica si aceptamos que Lucas escribió antes de que se produjera el mencionado acontecimiento, es decir, con anterioridad al 62 d. J.C.

En tercer lugar, los Hechos no mencionan en absoluto un episodio que representó un papel esencial en la controversia judeo-cristiana. Nos referimos a la destrucción de Jerusalén y la subsiguiente desaparición del Segundo Templo en el año 70 d. de C.. Este hecho sirvió para corroborar buena parte de las tesis sostenidas por la primitiva Iglesia y, efectivamente, fue utilizado repetidas veces por autores cristianos en su controversia con judíos. Precisamente por eso se hace muy difícil admitir que Lucas omitiera un argumento tan aprovechable desde una perspectiva apologética. Pero aún más incomprensible resulta esta omisión si tenemos en cuenta que Lucas acostumbra mencionar el cumplimiento de las profecías cristianas para respaldar la autoridad mística de este movimiento espiritual. Un ejemplo de ello es la forma en que narra el caso concreto de Agabo como prueba de la veracidad de los vaticinios cristianos (Hch. 11, 28).

El que pudiera citar a Agabo y silenciara el cumplimiento de una supuesta profecía de Jesús —y como veremos más adelante no sólo de él— acerca de la destrucción del Templo sólo puede explicarse, a nuestro juicio, por el hecho de que esta última aún no se había producido, lo que nos sitúa, inexcusablemente, en una fecha de redacción anterior al año 70 d. J.C. Añadamos a esto que la descripción de la destrucción del Templo que se encuentra en Lucas 21 tampoco parece haberse basado en un conocimiento previo de la realización de este evento.

Excede del objeto del presente estudio tratar el tema de las profecías de Jesús acerca de la destrucción del Templo. Sin embargo, la tesis de que la profecía sobre la destrucción del Templo no es un vaticinio ex eventu cuenta, a nuestro juicio, con enormes posibilidades de ser cierta, especialmente si tenemos en cuenta:

 

1. los antecedentes judíos veterotestamentarios con relación a la destrucción del Templo (Ez. 40-48; Je., etc.);

2. la coincidencia con pronósticos contemporáneos en el judaismo anterior al 70 d. J.C. (v. g.: Jesús, hijo de Ananías en Guerra, VI, 300-309);

3. la simplicidad de las descripciones en los Sinópticos, que hubieran sido, presumiblemente, más prolijas de haberse escrito tras la destrucción de Jerusalén;

4. el origen terminológico de las descripciones en el Antiguo Testamento y

5. la acusación formulada contra Jesús en relación con la destrucción del Templo (Mc. 14, 55 y ss.).

 

Ya en su día, C. H. Dodd[1] señaló que el relato de los Sinópticos no arrancaba de la destrucción realizada por Tito sino de la captura de Nabucodonosor en 586 a. J.C. y afirmaba que «no hay un solo rasgo de la predicción que no pueda ser documentado directamente a partir del Antiguo Testamento». Con anterioridad, C. C. Torrey[1] había indicado asimismo la influencia de Zacarías 14, 2 y otros pasajes en el relato lucano sobre la futura destrucción del Templo. Asimismo, N. Geldenhuys[1] ha señalado la posibilidad de que Lucas utilizara una versión previamente escrita del Apocalipsis sinóptico que recibió especial actualidad con el intento del año 40 d. J.C. de colocar una estatua imperial en el Templo y de la que habría ecos en 2 Tesalonicenses 2.[1]
Concluyendo, pues, y sin entrar en la discusión del problema sinóptico que desborda el objeto de nuestro estudio, podemos señalar que, aunque hasta la fecha, la datación de Lucas y Hechos entre el 80 y el 90 es mayoritaria, existen a nuestro juicio argumentos de signo fundamentalmente histórico que obligan a cuestionarse este punto de vista y a plantear seriamente la posibilidad de que la obra fuera escrita en un período anterior al año 62, en que se produce la muerte de Santiago, auténtico terminus ad quem de la obra. No nos parece por ello sorprendente que el mismo Hamack[1] llegara a esta conclusión al final de su estudio sobre el tema fechando los Hechos en el año 62 y que, a través de caminos distintos, la misma tesis haya sido señalada para el Evangelio de Lucas[1] o el conjunto de los Sinópticos por otros autores.[1] Semejante circunstancia no sólo es relevante en relación con hechos sino también con el evangelio de Lucas que fue escrito antes. Nos encontraríamos en ese caso con una obra redactada pocos años después de la vida de Jesús.

 

Pasando al tema de la crítica del libro, hay que señalar que, desde bastantes puntos de vista, resulta innegable que Hechos es una de las fuentes principales para abordar el estudio del judeo- cristianismo asentado en Israel durante el siglo I. El carácter de las fuentes utilizadas por el autor del mismo —a nuestro juicio, muy posiblemente, Lucas— es muy temprano y directo en términos generales y considerablemente fiable. Con todo, el libro de los Hechos presenta también sus limitaciones en relación con el objeto de nuestro estudio.

En primer lugar, Lucas articula un relato del cristianismo primitivo que posee claramente una finalidad no solamente histórica y a la que podríamos denominar como «Historia trascendente». Sin duda, Lucas es un historiador auténticamente notable por su exactitud y minuciosidad, tiene una preocupación por reflejar de manera cuidadosa los hechos históricos, e intenta entretejer su relato con datos históricos verificables y fidedignos, pero, esencialmente, lo importante para él no es el devenir de la Historia como tal, sino la eclosión de una nueva realidad espiritual en el curso de la misma. Por todo ello, aunque en los doce primeros capítulos de los Hechos —y algunos de la parte final de la obra— se nos proporcionan datos acerca del judeo-cristianismo en el Israel de los años treinta, cuarenta y finales de los cincuenta del siglo I, los mismos no están centrados en el movimiento como tal sino en algunas de sus figuras principales (Pedro, Juan, Esteban), e incluso ni siquiera de éstas tenemos una descripción completa salvo en la medida en que sirven de vehículo para conectarnos con la Historia de la expansión del cristianismo precisamente fuera de Israel hasta Samaria y los últimos confines de la Tierra (Hch. 1, 8).

Esto explica, por citar algún ejemplo, la importancia concedida a Felipe (Hch. 8), del que, prácticamente, no volvemos a tener noticias. Asimismo sirve de aclaración de por qué los relatos se centran más que nada en curaciones, aunque éstas —generalmente— se vean acompañadas de un elemento kerigmático. Insistimos: Lucas es historiador, pero su objeto no es el judeo-cristianismo ni el cristianismo primitivo en sí mismos sino un fenómeno que él considera trascendente y originado por el Espíritu Santo y cuya finalidad es llegar «hasta los últimos confines de la Tierra» (Hch. 1, 8) antes de la Parusía de Jesús, el Mesías. Esto acarrea como consecuencia el que si tenemos conocimiento a través de él de la comunidad judeo-cristiana y de su organización, así como de los conflictos que pudieron surgir en la misma, éste venga ligado indisolublemente a datos acerca de esa expansión, (v. g.: Hch. 2, 41-47; 4, 32-36; 11, 1 y ss.; 15, 1-35, etc.).

En segundo lugar, Lucas escribe con un terminus ad quem que es el año 62 d. J.C., como ya hemos señalado con anterioridad. Esto hace que el material que nos proporciona se vea cercenado en cuanto a su extensión cronológica precisamente en vísperas de un acontecimiento tan trascendental como fue la gran catástrofe del 70 d. J.C. Lucas no nos puede aportar ni un solo dato sobre el impacto que produjo en el judeo-cristianismo el martirio de Santiago o la guerra del 66-73, y, sin embargo, para el historiador esos son años de especial importancia en relación con el tema que estamos estudiando.

Por último, hay que señalar que, además de las limitaciones indicadas anteriormente, pesa sobre la obra un plan coherente que excluye buen número de eventos previos a la destrucción del Templo. De manera esquemática, y creemos que, históricamente hablando, bastante fidedigna,[1] Lucas recoge una serie de episodios relacionados con el judeo-cristianismo correspondientes al período aproximado del 30 al 41 (Hch. 1, 1-12, 19), pero, posteriormente, se desconecta del mismo para centrar su obra en tomo a la figura de Pablo. Hasta el año 49, con ocasión del concilio de Jerusalén (Hch. 15), no volvemos a tener noticias del judeo-cristianismo asentado en Israel y, posteriormente, no vuelve a hacer referencia al mismo —y eso porque coincide con Pablo— hasta la segunda mitad de esa misma década (Hch. 21-26). Resumiendo, pues, podemos decir que el libro de los Hechos constituye una fuente muy valiosa por su cercanía a los episodios narrados así como por las fuentes que, presumiblemente, subyacen en sus orígenes. Con todo, su espectro narrativo es claramente limitado, en el tiempo y en la temática, en relación con el estudio del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I.

 

CONTINUARÁ

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