Tengo la sensación de que detrás de las acusaciones de los primeros simplemente se oculta la envidia dirigida contra un escritor genial y de la ignorancia de los segundos, el pésimo sistema educativo que padecemos desde hace décadas. Que Dickens fue extraordinariamente popular, que nunca ha estado descatalogado y que todavía siguen llevándose sus obras al cine y al teatro son hechos fáciles de constatar aunque España pretenda ser en esto también – y por desgracia - diferente. También resulta innegable que Dickens siempre escribió para contar lo que deseaba y no para agradar a sus lectores o complacer a los editores. Un ejemplo entre tantos de la veracidad de lo que afirmo se encuentra en su obra titulada Old Curiosity Shop, traducida convencionalmente al español como Almacén de antigüedades. En sus páginas, encontramos huérfanos y viudas, ludópatas y usureros, abogados corruptos y personas dedicadas a paliar el sufrimiento del semejante. Leí el Almacén… cuando era tan sólo un niño y Dickens seguía siendo conocido en España. Era la época en que la Novela de TVE emitía, por ejemplo, una adaptación de David Copperfield protagonizada por el malogrado Paco Valladares que a mi me impulsó a hincarle el diente al texto. Pero ésa es otra historia y no tengo espacio para relatarla ahora. Recuerdo que el Almacén… me impresionó por el atractivo de la trama, por la solidez de sus personajes y por la agilidad del relato. La he releído hace poco y sólo puedo decir que mi impresión ha mejorado con el paso del tiempo igual que si se tratara de juzgar un gran vino. Dickens se permitió dar un final a la novela – encarnado en el destino de la pequeña Nell – que sabía que no sería bien recibido. Se cuenta que, al desembarcar en Estados Unidos, la gente preguntaba a Dickens en qué iba a terminar la historia que, como otras suyas, se estaba publicando por entregas. Dickens hubiera podido cambiarlo ya que sabía la reacción que había tenido en Gran Bretaña donde se editaba con adelanto. Renunció a hacerlo porque la fidelidad a si mismo era muy superior al deseo de agradar. Dickens dejaba de manifiesto así que no sólo era un genio sino también un hombre íntegro. En ocasiones, me pregunto cuál de estas dos especies necesarias resulta más escasa en la sociedad española de estos inicios del siglo XXI y me cuesta encontrar la respuesta adecuada. Con pesar, debo reconocer también que no existe un Dickens que pueda describirla cabalmente y que si lo hay ya se ocuparán de que no pueda publicar un solo libro.