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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

La Reforma indispensable (XXXV): El último debate

Domingo, 8 de Febrero de 2015

A pesar de que sobre la cabeza de Lutero pesaban las condenas de la iglesia católica y del emperador, la opinión pública había obligado a ambas instancias a aceptar un debate con el agustino.

Para aquel esperado momento que se había hecho esperar años, Lutero se hizo acompañar por Schurf y por Amsdorf. Por su parte, el arzobispo llevó consigo a Von Ecken, el fiscal ante la dieta, y Cochlaeus, un canónigo decano de la colegiata de Frankfurt. Con el tiempo, Cochlaeus iba a convertirse en un encarnizado enemigo de Lutero, pero, como ha reconocido el erudito católico Lortz, ni siquiera este personaje en el campo papal tenía una base religiosa para enfrentarse con el monje. Desde el principio, Cochlaeus recurrió a argumentos que pueden calificarse de cualquier manera, menos de teológicos. Así, por ejemplo, aprovechando que el arzobispo estaba ausente y que había que llamarlo para que acudiera, invitó a Lutero a retractarse de sus opiniones para no arrastrar en su caída a Felipe Melanchthon y a otros muchos jóvenes en los que se había confiado para una renovación del pensamiento cristiano. El monje debió quedar afectado por aquellas palabras porque, como tendremos ocasión de ver, Cochlaeus volvería a utilizar ese argumento.

La llegada del arzobispo permitió, finalmente, el inicio del debate. Von Ecken insistió entonces en que Lutero debía abandonar su interpretación de las Escrituras que era contraria a la de la iglesia. Semejante obstinación era la propia de los herejes. La respuesta del monje fue insistir en que tenía derecho a contradecir los decretos de los concilios. Las dos posiciones habían quedado establecidas y así la discusión continuó hasta la hora de la comida en que el arzobispo decidió interrumpirla.

A esas alturas, Cochlaeus había llegado a la conclusión de que estaba al alcance de su mano conseguir que Lutero se retractara. Todo consistía en continuar pulsando sus sentimientos como había comenzado a hacer antes de la llegada del obispo. Así, el canónigo, seguramente sin consultarlo con nadie, fue a verlo a su hospedaje en la sede de los caballeros de san Juan y logró que lo pasaran al hipocausto. De esta manera, la conversación iba a contar con algunos testigos inesperados. Una vez más, los argumentos esgrimidos por Cochlaeus no fueron teológicos. Por el contrario, esgrimió un análisis de la situación ante la que se enfrentaba el monje. Era obvio que Lutero no podía enfrentarse con el papa, con el emperador, con los príncipes y con los Estados del Sacro imperio. Ante un panorama tan obviamente sombrío, ¿no resultaba lo más sensato retractarse? Lutero comentó entonces que no sabía que Carlos había llegado a un acuerdo con los príncipes para declararlo hereje si no se retractaba, momento que Cochlaeus aprovechó para insistir en que debería renunciar a sus creencias en favor, al menos, del pueblo y de los jóvenes. Pero precisamente los jóvenes que se encontraban presentes protestaron al escuchar aquellas palabras y uno de ellos se atrevió a preguntar por qué atacaba a quien, como Lutero, estudiaba habiendo sido Cochlaeus un humanista. Una vez más, quedaba de manifiesto el corte generacional que estaba provocando la Reforma con una generación de estudiosos jóvenes especialmente proclive a seguir los enfoques de Lutero y sorprendida por la manera en que humanistas de mayor edad no eran consecuentes en sus planteamientos.

En ese momento de la conversación, Schurf invitó a Cochlaeus, que había escrito contra Lutero, a que citara al menos uno de sus errores. La respuesta del canónigo resultó un verdadero paradigma de lo que, desde hacía años, venía siendo el Caso Lutero. Ante aquellos testigos, Cochlaeus reconoció que no conocía a fondo las obras de Lutero ni las había leído todas, porque no les había dado importancia hasta la publicación de La cautividad babilónica. Incluso este libro lo había leído sólo en parte, pero lo que había examinado le había causado un profundo desagrado. En otras palabras, el experto escogido por el arzobispo de Tréveris era un firme defensor del papado que había reaccionado simplemente ante lo que Erasmo había definido como un ataque contra la tiara del papa y el vientre de los frailes sin saber a ciencia cierta lo que estaba combatiendo. Se trataba, sin duda, de una situación poco airosa y Cochlaeus intentó salir de ella indicando que no era de recibo que Lutero defendiera que en la Eucaristía los laicos participaran del pan y del vino. La respuesta del agustino no resultó una sorpresa. Señaló que la idea no era suya sino que era lo que se contemplaba en el Nuevo Testamento. Jesús había ofrecido a los apóstoles el pan y el vino, y la misma práctica había sido descrita por el apóstol Pablo (I Corintios 11, 26).

Cochlaeus dirigió entonces la discusión hacia el tema de la transubstanciación, pero el argumento contra esta doctrina ya lo habían señalado Erasmo y otros humanistas: el dogma estaba definido en los términos de la filosofía aristotélica ajena a las Escrituras y difícilmente hubiera sido comprendido por gente como los apóstoles. Cochlaeus intentó apoyarse entonces en el concilio de Letrán de 1215 que lo había definido. El argumento, de manera que no causa sorpresa, fue considerado más que insuficiente por los que asistían a la discusión dado lo tardío del dogma.

A esas alturas, Cochlaeus había comprendido que estaba perdiendo la discusión y recurrió a un último recurso. Afirmó que estaba dispuesto a hablar con Lutero de igual a igual si éste renunciaba al salvoconducto que le había otorgado el emperador. Dialécticamente, la propuesta era hábil. Si Lutero la rechazaba, el canónigo podía alegar que se había negado al enfrentamiento; si la aceptaba, se colocaba directamente en el camino que conducía a la hoguera. Pero el monje no cayó en la trampa y preguntó quiénes serían los jueces en esa disputa. Fue entonces cuando Cochlaeus señaló que tenía que decir algo a Lutero, pero que no podía ser en aquel lugar lleno de espectadores. El conde de Mansfeld propuso entonces que acompañara al monje a su cuarto y allí le comunicara lo que considerara pertinente.

Lutero aceptó la propuesta del noble, pero lleno de desconfianza. Temiendo cualquier peligro, pidió al hermano que compartía la habitación con él que se quedara. Cochlaeus, que había captado a la perfección los temores del agustino, se desabrochó la ropa para dejar de manifiesto que no iba armado, pero hizo subir a su sobrino para no ser menos que el monje.

La conversación comenzó entonces de manera relajada. Lutero reconoció que se hallaba en una situación delicada respecto al papa, pero afirmó también que se sentía satisfecho porque ya no se oía hablar de las indulgencias. Cochlaeus le dijo entonces que el nuncio le había dado a entender que lo único que debía hacer Lutero era retractarse de lo que estaba abiertamente en contra de la fe y de la iglesia católica. Con respecto al resto de sus escritos, el emperador y los príncipes designarían expertos que los leyeran y separaran la paja del grano. Una vez más, el agustino se veía enfrentado con la disyuntiva de aquellos años: retratación o destrucción. A esas alturas, Cochlaeus añadió un elemento nuevo. Como en el caso de Aleandro, del propio papa León X, en su interior albergaba la convicción de que todos los hombres eran susceptibles de doblegarse si el precio era el adecuado. Señaló así que comprendía que Lutero pudiera temer regresar a Wittenberg si se retractaba, pero no debía preocuparse por su futuro ya que el emperador y el arzobispo de Tréveris estaban dispuestos a proporcionarle los medios suficientes para vivir en otro lugar con sosiego y decoro. Sin duda, podría contar, si se retractaba, con un futuro brillante dedicado al estudio de las Escrituras. Como colofón de ese discurso tentador, el canónigo volvió a invocar el nombre de Melanchthon. Si Lutero no deseaba retractarse por él mismo, al menos que debía hacerlo para evitar daños al joven erudito. La mención de Melanchthon arrancó lágrimas a Lutero, que, por supuesto, era consciente del peligro por el que atravesaban sus amigos. Se trató de un momento que Cochlaeus aprovechó para insistir en que el papa estaría dispuesto a perdonarlo aunque, por lo que se refería a las indulgencias, no le cabía duda de que tendrían un buen porvenir en el seno de la iglesia. A fin de cuentas, después de todo lo pasado, ante Lutero se abría un futuro prometedor y la posibilidad de librar de la desgracia a la gente a la que amaba si tan sólo accedía a pronunciar su retratación y regresar al punto de partida anterior a las Noventa y cinco tesis.

 

Cochlaeus, un hombre que, en realidad, no se movía por motivaciones religiosas, no había comprendido a Lutero. El agustino no era un hombre de fe al que las amenazas o las ofertas de promoción profesional pudieran conmover. Sí le afectaban las referencias a la gente querida, como era el caso de Melanchthon, pero no tanto como para llevarle a abandonar un camino marcado por su amor al Evangelio y por los dictados de su conciencia. El Aleandro que se había valido de todos los medios para conseguir sus objetivos; el Cochlaeus que había hecho carrera en el seno de la iglesia y que condenaba a Lutero sin haber leído sus obras, el papa León X que, entretenido por las diversiones de Roma, no había captado en ningún momento la gravedad de lo sucedido en Alemania; el joven emperador que se guiaba únicamente por el principio de autoridad y, como ellos, tantos otros no podían comprender al monje. Esa circunstancia se revelaría fatal.

Al fin y a la postre, Lutero y Cochlaeus se despidieron. El primero se había mantenido en sus posiciones. Cochlaeus nunca se lo perdonaría y dedicaría el resto de su vida a atacarlo encarnizadamente.

CONTINUARÁ

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