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Martes, 24 de Diciembre de 2024

La Reforma indispensable (XXXIX): En que acertó Lutero (I): Sola scriptura

Domingo, 8 de Marzo de 2015

En una entrega anterior, señalé aquellos aspectos en los que Lutero se equivocó. Como indiqué entonces se trató de cuestiones en las que, al fin y a la postre, el resabio católico de siglos no fue purificado del todo por su exposición a la enseñanza de la Biblia.

Es cierto que otros reformadores sí profundizarían en el camino adecuado y se desprenderían de esas excrecencias, pero no fue, ciertamente, el caso de Lutero. Determinados estos puntos, sí ha de señalarse aquellos en los que Lutero realizó aportes extraordinarios y positivos. No fueron aportes exclusivos de él y antes y después hubo otros que caminaron por la misma senda, pero no puede ocultarse su papel nada desdeñable en ellos. El primero fue el regreso a la Biblia como fuente única de revelación para los cristianos.

La incidencia en este punto resulta esencial porque implicaba un choque frontal con la enseñanza de la iglesia católica. En Trento quedaría definido de manera expresa que la fuente de la revelación era doble, Biblia y Tradición, y que, por supuesto, la interpretación de ambas quedaba en manos de una jerarquía rematada en el papa. La definición era ideal en la medida en que una organización humana, demasiado humana se auto-confería la autoridad para interpretar a su antojo las Escrituras, para negar su sentido evidente y para espigar en el frondoso bosque de la literatura de los primeros siglos como le viniera en gana por la sencilla razón de que los denominados Padres no sólo sostuvieron muchas veces opiniones diversas sino que, por regla general, estas tuvieron poco que ver con el desarrollo experimentado por la iglesia católica a lo largo de la Edad Media. Por supuesto, la dogmática católica ha seguido añadiendo dogmas que no pocas veces contradicen esa trayectoria, pero, de nuevo, el auto-conferido monopolio interpretativo intentaba solventar cualquier objeción.

Aunque no cabe duda de que para muchos católicos es un consuelo pensar que su iglesia no se equivoca – para otros muchos, el tormento es escucharlo porque son conscientes de que históricamente no ha sido así en repetidas ocasiones – no es menos cierto que la afirmación desafía no sólo la Historia sino la misma razón. A decir verdad, evitando la existencia de un criterio objetivo, todo se reduce a una afirmación propia que debe creerse precisamente porque es una afirmación propia. En otras palabras, racionalmente, equivale a mi afirmación de que yo soy Napoleón. Cuando alguien me preguntara por las razones para semejante afirmación bastaría con que yo dijera que lo digo yo que, a fin de cuentas, soy el que sabe que soy Napoleón. Cuando alguien me objetara que existen pruebas que indican lo contrario, yo diría que esas pruebas no sirven de nada porque el único legitimado para decidir lo que significan los documentos referidos a Napoleón soy yo… porque soy Napoleón. El ejemplo puede arrancar una sonrisa, pero no es ni más ni menos que lo que pretende la iglesia católico-romana desde la Edad Media. Pero volvamos a Lutero.

El estudio de las Escrituras mostró a Lutero que no sólo la veracidad o falsedad de una afirmación desde una perspectiva cristiana exigía una regla objetiva de determinación – y no una gente atribuyéndose ese cometido por la fuerza de la hoguera y el tormento – sino que además las Escrituras señalaban que esa regla no era una organización humana sino la propia Biblia. Los ejemplos al respecto son abundantísimos.

De entrada, el mismo Jesús había sido tajante a la hora de señalar que lo importante eran la Ley y los profetas – es decir, la Biblia y no la tradición – (Mateo 5: 17) – sino que además había rechazado cualquier intento de implantar una tradición interpretativa que, en realidad, era sólo humana y erosionaba la enseñanza de la Biblia (Marcos 7: 13) e incluso para demostrar que era el mesías había apelado a la Biblia siguiendo la división tripartita del canon judío (Lucas 24: 44). No sólo eso. Había dejado de manifiesto que en la Biblia era donde se podía hallar la vida eterna (Juan 5: 39). Incluso Jesús marcó su aceptación del canon judío – que no incluye los apócrifos – en pasajes como Mateo 23: 34-5 y Lucas 11: 49-51 donde cita los mártires contenidos entre el libro de Génesis y el de 2 Crónicas, primero y último del canon judío del Antiguo Testamento. Se mirara como se mirara, Jesús había defendido el principio que sería denominado de “Sola Scriptura” frente al de Biblia más tradición que defendían en su tiempo los fariseos y que durante la Edad Media comenzaría a defender la iglesia católico-romana.

Naturalmente, el ejemplo de Jesús fue seguido por los primeros cristianos. Cuando se lee, por ejemplo, el discurso de Pedro el día de Pentecostés (Hechos 2), se percibe con claridad que el apóstol no apeló a ser la cabeza de una organización fuera de la cual no hay salvación – monstruosidad que nunca se le hubiera pasado por la cabeza – sino que utilizó la Biblia para legitimar su mensaje. No podía ser de otra manera al tratarse de un discípulo de Jesús.

De manera bien significativa, Lucas, al relatar los viajes misioneros de Pablo, menciona de manera elogiosa a la gente de Berea. La razón fundamental de las alabanzas de Lucas es obvia: “Y ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así. Así que creyeron muchos de ellos, y mujeres griegas de distinción, y no pocos hombres” (Hechos 17: 11)

Lo que definía como más nobles espiritualmente a las gentes de Berea no es que aceptaran a pies juntillas una autoridad jerárquica imbricada en una iglesia fuera de la cual no hay salvación sino el hecho de que contrastaron con la Biblia lo que les decían para ver si, efectivamente, les decían la verdad. La Biblia, no la tradición o la sumisión a una casta sacerdotal.

No sorprende por ello que en su testamento – la segunda carta a Timoteo – Pablo repita esa enseñanza: “ y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3: 15-7).

Difícilmente podría haber sido más elocuente el texto del apóstol:

1. Es la Biblia – no la tradición, no la sumisión a una jerarquía – la que puede hacer salvo para la salvación.

2. Esa salvación es por fe en Jesús el mesías y no por la pertenencia a un club religioso o por la realización de una serie de ritos y

 

3. La Biblia – no la tradición, no la jerarquía - es inspirada por Dios y es la que realmente puede enseñar lo suficiente como para que se hagan buenas obras.

Hasta qué punto la iglesia católica – que prohibió en Trento la utilización de traducciones en lengua vernácula y convirtió a la Vulgata latina en su versión oficial – no andaba precisamente en los mejores caminos en relación con la Biblia puede apreciarse también en el canon que tiene del Antiguo Testamento. En lugar de seguir el canon judío – el mismo que usaron Jesús y los apóstoles – la iglesia católica ha introducido en el canon los denominados libros apócrifos, es decir, los libros de Tobías, Judith, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y los dos libros de Macabeos más añadidos como los que presenta el capítulo 10 del libro de Esther, que tiene añadidos 10 versículos y además 6 capítulos completos; y el capítulo 3 del profeta Daniel, que tiene añadidos 66 versículos, desde el 24 al 90, y además dos capítulos completos, el 13 y el 14, que cuentan las leyendas de Susana, y Bel y el Dragón. No hace falta decir que ni Jesús ni sus discípulos citaron nunca de los apócrifos. Por añadidura, tampoco estaban en el canon utilizado por los primeros cristianos Melitón de Sardis (c. 170 d. de C.) (Eusebio, Historia eclesiástica IV. 26) cita un canon en el que no figura un solo de los apócrifos. Lo mismo sucede con Orígenes (185-254 d. de C.) que tampoco cita a los apócrifos en su enumeración del canon. Encontramos esa misma circunstancia en una carta de Atanasio escrita en el 367 o en Rufino. Es lógico que así fuera porque los autores de los apócrifos no creían – a diferencia de Moisés y los profetas – actuar inspirados por Dios. El libro segundo de Macabeos concluye, por ejemplo, de la siguiente manera: “Acabaré yo también esta mi narración. Si ella ha salido bien y cual conviene a una historia, es ciertamente lo que yo deseaba; pero si por el contrario es menos digna del asunto de lo que debiera, se me debe disimular la falta”. No deja de ser una manera peculiar de concluir un libro que – según la iglesia católica – es inspirado. Lutero no fue original en su regreso al canon judío – muchos comenzando por Jesús y los apóstoles lo habían precedido – ni fue tampoco el único que lo hizo. Fue, sin duda, un acierto. A fin de cuentas, partiendo de esa base objetiva se podía establecer lo que había que reformar.

El gran aporte de Lutero – como antes Jesús y los apóstoles, pero también Pedro Valdo, John Wycliffe o Jan Huss – fue volver a colocar la Biblia en el centro del debate teológico. Éste no podía venir determinado por una institución que actuaba y enseñaba en contra de las Escrituras, que se colocaba por encima de ellas y que además pretendía tener legitimidad para ello apelando a una supuesta tradición. Por el contrario, debía centrarse, como había escrito Pablo, en la Biblia que es el único texto que puede dar a una persona la sabiduría para salvarse por la fe en Jesús y para aprender cuáles son las verdaderas buenas obras.

CONTINUARÁ:

La Reforma indispensable (Xl): En que acertó Lutero (II): Sola gratia

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