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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

La Reforma indispensable (XXVII): El proceso Lutero (VIII): la excomunión

Domingo, 14 de Diciembre de 2014
La bula de excomunión

​ Durante 1519, Miltitz siguió intentando volver al punto de inicio anterior a la disputa de Leipzig, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos. Para remate, Eck – que había sido extraordinariamente vapuleado por los humanistas - seguía empeñado en labrarse una carrera utilizando como peldaño la condena de Lutero. A finales de 1519, presentó un escrito en Roma con la finalidad de provocarla. Luego, a inicios de 1520, y ante la abstención de las universidades de París y Erfurt a la hora de señalar al vencedor en la disputa de Leipzig, las universidades de Lovaina y Colonia prepararon un texto – en el que nadie había pensado inicialmente – relacionado con las opiniones de Lutero. Tanto Lovaina como Colonia señalaron que Lutero había incurrido en herejía y enviaron su informe a la Curia. De manera comprensible, el papa nombró una comisión formal para abordar el asunto.

El 1 de febrero, la comisión se hallaba entregada al trabajo de recoger pruebas sobre las herejías de Lutero, pero no tardó en disolverse. De manera bien reveladora, tanto el cardenal Cayetano, cuya especialidad era la teología, como el cardenal Acolti, que era un experto en derecho canónico, llegaron a la conclusión de que no resultaba especialmente fácil redactar un informe sensato al respecto.

El 11 de febrero, una segunda comisión se ocupaba de analizar los escritos de Lutero y, con bastante buen criterio, decidió discriminar entre aquellas expresiones que podían ser tachadas de herejía y aquellas otras que únicamente eran “escandalosas y ofensivas para los oídos piadosos”. Pero entonces llegó Eck y el resultado fue la formación de una tercera comisión. De ésta acabaría finalmente surgiendo la Bula papal Exsurge Dominefirmada por el papa León X en el curso de una cacería el 15 de junio.

El texto de la bula comenzaba comparando a Lutero – sin mencionarlo expresamente – con un jabalí para luego acusarlo de aceptar por buenos los rumores que circulaban sobre los abusos de la curia y terminar por defender que los papas nunca se habían equivocado:

“¡Despierta, Señor! Haz triunfar tu causa contra las bestias feroces que tratan de destruir tu viña, contra el jabalí que la arrasa… ¡Alerta Pedro, Pablo, todos los santos, la Iglesia Universal!... En esta Curia Romana que tanto ha desacreditado, dando fe a los rumores esparcidos por la ignorancia y la maldad, no hubiera encontrado nada que censurar. Le hubiéramos demostrado que nuestros predecesores, de quienes ataca con tan singular violencia los cánones y las constituciones, no se han equivocado jamás”.

La verdad era que, por desgracia, mucho de lo que se contaba sobre los abusos y los excesos de la curia era entonces tan cierto como ahora y que desde hacía décadas, también lamentablemente, sí que había mucho que censurar. No era menos cierto que los antecesores de León X se habían enfrentado entre si en episodios como el Cisma de Occidente y que también habían incurrido en equivocaciones. De hecho, el dogma de la infalibilidad papal que no sería definido hasta 1871 sería mucho más prudente a la hora de señalar la inerrancia de los pontífices.

La bula indicaba a continuación que no era lícito apelar al concilio – una solución que había permitido, por ejemplo, acabar con el cisma de Occidente – y conjuraba tanto a Lutero como a sus partidarios a “no perturbar la paz de la Iglesia, la unidad y la verdad de la fe, y a renunciar al error”.

La bula condenaba cuarenta y un artículos atribuidos a Lutero. Comprensible en su época, difícilmente, puede negarse que su lectura causa al lector moderno un cierto estupor. Así, aparecen afirmaciones que, hoy en día, serían contempladas de manera diferente. Por ejemplo, la expresión de Lutero “Quemar a los herejes es contrario a la voluntad del Espíritu” es condenada como herética, pero es más que dudoso que hoy se pudiera encontrar a algún católico que pudiera considerar que la voluntad del Espíritu puede ser quemar a los herejes. Igualmente, el texto declaraba herética la afirmación de que “No se puede probar la existencia del purgatorio por los libros auténticos de las Escrituras”. Sin embargo, ningún exegeta de talla afirmaría hoy que la doctrina del purgatorio se encuentra en la Biblia sino que más bien remitiría a una tradición relativamente tardía, que no ha sido igual en Oriente y en Occidente, y cuyo desarrollo no sólo teológico sino jurídico ha resultado desigual. Semejante circunstancia tiene una enorme lógica en la medida en que la creencia en el Purgatorio se desarrolló con más claridad en Occidente y tuvo un desarrollo especialmente extraordinario a partir del s. XII cuando el cisma con las iglesias orientales ya se había consumado.

Algo similar sucede con la afirmación de que “La doctrina que señala que la penitencia comprende tres partes, contrición, confesión y satisfacción, no se funda ni en las Escrituras ni en los santos doctores de la antigüedad cristiana”. A día de hoy, sería también muy difícil que un historiador eclesiástico negara la veracidad de ese aserto del agustino. Y lo mismo sucede con otras tesis. Por ejemplo, la que afirma que “Bueno sería que la Iglesia determinara en un concilio que los laicos comulguen bajo las dos especies; los cristianos de Bohemia que así lo hacen no son por ello herejes sino cismáticos”. Se puede estar o no de acuerdo con la conveniencia de que los laicos, tal y como se describe en el Nuevo Testamento, participen del pan y del vino en la Eucaristía, pero parece un tanto excesivo considerar que plantear la cuestión sea herético. Algo semejante sucede con la que afirma que “La mejor definición de la contrición es la máxima: La mejor penitencia es no reincidir, pero lo indispensable es cambiar de vida”. Una vez más, se puede coincidir o no con la afirmación, pero, de nuevo, parece un tanto excesivo condenar como herejía la afirmación de que la mejor penitencia sería no reincidir en el pecado.

De manera bien significativa, según el dominico D. Olivier, “la parte más lograda de la Bula fue la relativa a las condenas”. Los canonistas hicieron un acopio exhaustivo de todas las penas canónicas desde la excomunión para los que aceptaran las ideas de Lutero a la destrucción de los libros que las contenían pasando por la prohibición de imprimirlos, conservarlos o comerciarlos. Lutero y sus seguidores tenían sesenta días para retractarse bajo pena de ser declarados herejes notorios y reincidentes. Por lo que se refería a los católicos, era obligación suya denunciarlos y perseguirlos, quedando entredicho cualquier lugar en el que pudieran residir. La bula debía ser publicada y puesta en ejecución sin distinción de lugar quedando sujeto a excomunión cualquiera que contraviniera su contenido.

 

Al fin y a la postre, en el texto de la bula se deja traslucir no tanto un análisis sólido del caso desde una perspectiva bíblica, histórica y pastoral como el deseo de sofocar, finalmente, una contestación que se había tolerado durante meses no por paciencia sino meramente por razones políticas y, más concretamente, por el deseo del pontífice de conseguir el apoyo del Elector Federico para impedir que Carlos I de España fuera elegido emperador de Alemania. Por añadidura, como ha señalado el dominico D. Olivier, “La falla residía en que se excluía por principio toda discusión de la doctrina que se condenaba. Las frases de Lutero procedían de un contexto que había sido ignorado y que constituía el nudo del problema, el único que merecía ser tratado. Los ejecutores de la condena parecen no haberlo desconocido, pero les faltó la fuerza de concertar el diálogo que hubiera podido transformar el enfrentamiento estéril de convicciones irreductibles en el intercambio útil de los dos frentes… Una vez más se esquivó la reivindicación que Lutero pedía para que se pronunciaran sobre el Evangelio y no sobre expresiones recogidas al azar”. Cuando se tienen en cuenta esos aspectos no sorprende que la bula no lograra poner fin al Caso Lutero.

CONTINUARÁ:

La Reforma indispensable (XXVIII): El proceso Lutero (IX): la tarea de un reformador (II) la ruptura con Roma

 

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