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Martes, 24 de Diciembre de 2024

La Reforma indispensable (LIV): En que acertó Lutero (VII): Solo Christo (II)

Domingo, 10 de Mayo de 2015
En la última entregué señalé cómo el regreso a la Biblia que se produjo de la mano de la Reforma tuvo, entre otras consecuencias, la de la devolución de Jesús al centro de la teología.

Por paradójico que pueda parecer, el cristianismo que se había ido descristianizando a lo largo de la Edad Media, volvía a ser cristiano porque ya no se centraba en otros seres sino en Cristo. También indiqué cómo una de las grandes conquistas de la Reforma fue devolver a Jesús su papel de único mediador que le había hurtado la iglesia de Roma y, de manera semejante, señalé cómo las prácticas que la Biblia considera idolátricas como el culto a las imágenes desaparecieron igualmente con la Reforma. Sin embargo, la Reforma todavía fue más allá puesto que, al regresar a las Escrituras, dejó de manifiesto cómo la iglesia católica, en especial su cúspide, había suplantado a Cristo usurpando algunos de sus títulos más importantes.

Permítaseme poner algunos ejemplos. Si alguno preguntara a un católico de a pie quién es la piedra sobre la que se sustenta su iglesia respondería sin parpadear que esa piedra es el papa. Que así diga tiene lógica porque lo ha escuchado una y otra vez, pero la realidad es que semejante afirmación además de ser anti-bíblica constituye una muestra de sumisión a una usurpación espiritual de enorme trascendencia. En la Biblia, se indica claramente que la piedra de ángulo que sería rechazada por buena parte del pueblo judío sería no el papa – concepto totalmente desconocido en las Escrituras - sino el mesías tal y como afirmaba el salmista:

La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser la piedra principal del ángulo. Obra de YHVH es esto; admirable a nuestros ojos.… (Salmo 118: 22-23 ).

El mismo Jesús se aplicó a si mismo el cumplimiento de la profecía y señaló las consecuencias de rechazarlo a él como esa piedra sobre la que se sustentaría el edificio de Dios:

Oíd otra parábola: Hubo un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un lagar, edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue lejos. Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon. Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémoslo, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, lo echaron fuera de la viña, y lo mataron. Cuando venga, pues, el señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores? Le dijeron: A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores, que le paguen el fruto a su tiempo. Jesús les dijo: ¿Nunca leísteis en las Escrituras:
La piedra que desecharon los edificadores,
Ha venido a ser cabeza del ángulo.
El Señor ha hecho esto,
Y es cosa maravillosa a nuestros ojos?

Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él.

(Mateo 21: 33-43).

Jesús no pudo ser más claro. Apelando a la autoridad espiritual que sólo puede venir de la Biblia, señaló que la única piedra era el mesías y el que intentara sustituirla por otra no tendría lugar en el Reino de Dios.

¿Y Pedro? Pedro, al igual que la inmensa mayoría de los Padres, no se consideró la piedra sobre la que se sustentaría la iglesia. Por el contrario, señaló claramente que la piedra era Cristo y no él:

“Acercándoos a él (el Señor), piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, pero para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también contiene la Escritura:

He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen,

La piedra que los edificadores desecharon,
Ha venido a ser la cabeza del ángulo;

y:
Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la Palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados.

(I Pedro 2: 4-7).

El mismo Pedro señalaba tajantemente que la Piedra era Cristo y el resto de los creyentes, sin excluirle a él, eran sólo otras piedras colocadas sobre el mesías. Negar esa realidad y sustituirla por otra, desobedecer a lo que decía claramente la Palabra, implicaba enfrentarse con Dios y tropezar desobedeciéndolo.

La Reforma recuperó precisamente ese mensaje de la Biblia y con toda autoridad pudo señalar que sólo Cristo era la Piedra y que si alguien pretendía serlo no pasaba de ser un usurpador.

 

Lo mismo sucede con la definición de quién es la cabeza de la iglesia. De nuevo si preguntáramos a un católico de a pie quién es la cabeza de su iglesia nos respondería sin dudarlo un instante que es el papa. Sin embargo, la Biblia establece claramente que la cabeza de la iglesia es Cristo y solo Cristo. Pablo, quizá el autor de la imagen, lo repite vez tras vez:

“Y todo sometió bajo sus pies, y a El lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia” (Efesios 1: 22).

“Cristo es cabeza de la iglesia, siendo El mismo el Salvador del cuerpo” (Efesios 5: 23).

“Y Él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el Principio, el Primogénito de entre los muertos para que en todo tengo la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud” (Colosenses 1:18-19)

 

Por supuesto ni a Pablo ni a ninguno de los apóstoles se les hubiera pasado jamás por la cabeza que había otra cabeza de la iglesia. Regresando, pues, a la Biblia, la Reforma podía afirmar que la cabeza de la iglesia es sólo Cristo. Así es porque ni la iglesia es un monstruo bicéfalo, es decir, de dos cabezas, ni puede haber otra cabeza que no sea el Salvador. A decir verdad, si alguien pretende ser la cabeza de la iglesia y no es Cristo sólo puede tratarse de un usurpador.

Pasemos a un tercer ejemplo. Si, una vez más, preguntáramos a un católico de a pie quién es el sumo pontífice, una vez más también, sin dudarlo, nos respondería que es el papa. Por supuesto, el católico de a pie ignora, primero, que el título de “sumo pontífice” fue tomado por la iglesia de Roma de la antigua religión romana – Julio César fue sumo pontífice y como él distintos emperadores – y, segundo, que el título de sumo sacerdote – que sería su equivalente más cercano – sólo es aplicado en la Biblia a Cristo o a los sumos sacerdotes del antiguo Israel, pero jamás a un seguidor de Jesús:

 

“Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4: 14-16).

Sólo hay un sumo sacerdote, dice el autor a los hebreos, y ése es Cristo. A decir verdad, si alguien pretende que es el sumo pontífice cuando sólo lo es Cristo únicamente está actuando como un usurpador.

Veamos un cuarto ejemplo. Si una vez más preguntáramos al católico de la calle si asiste a algún sacrificio religioso nos respondería que al sacrificio de la misa. Sin embargo, la Biblia enseña de manera terminante que Cristo ofreció una vez por todas el sacrificio mediante el que somos salvados:

“Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado.Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados.

Por lo cual, entrando en el mundo dice:
Sacrificio y ofrenda no quisiste;
Mas me preparaste cuerpo.

Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron.

Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para
hacer tu voluntad,
Como en el rollo del libro está escrito de mí.

Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), y diciendo luego:

He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último.

En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.

Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.

Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo; porque después de haber dicho:

Este es el pacto que haré con ellos
Después de aquellos días, dice el Señor:
Pondré mis leyes en sus corazones,
Y en sus mentes las escribiré,

 

añade:
Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.

Pues donde hay remisión de éstos,. no hay más ofrenda por el pecado”.

(Hebreos 10: 1-18)

 

Las afirmaciones del autor de la carta a los Hebreos no pueden ser más tajantes. Ese sacrificio ofrecido por Cristo una vez por todas no puede repetirse ni renovarse. De hecho, afirmarlo es una blasfemia por la sencilla razón de que la sangre de Cristo no caduca en sus efectos ni tampoco es limitada y si alguien pretendiera ofrecer ese sacrificio de nuevo estaría colocando la sangre de Jesús a la altura de la de los becerros y ovejas que se ofrecían en el Antiguo Pacto. De nuevo, Cristo aparecía sin parangón.

Permítame ahora el lector plantear un ejemplo. Imaginemos que un personaje se presentará diciendo que es el rey de España; que, como tal, puede presidir el consejo de ministros a petición del jefe del gobierno y que, por supuesto, en su calidad de jefe del estado puede representar a la nación en el exterior. El personaje en cuestión no se llamaría Felipe VI y ni siquiera tendría relación de parentesco con la dinastía reinante sino que, por ejemplo, se llamaría Luis Pérez. ¿Qué pensaríamos del sujeto? Definitivamente o que no estaba en sus cabales o que era un usurpador que pretendía ocupar un puesto que no le pertenecía. Ahora bien. Tenemos una institución cuya cúspide pretende que es lo que sólo es Cristo: la piedra sobre la que se funda la iglesia, la cabeza de la iglesia y el sumo sacerdote. ¿Qué deberíamos pensar de semejante sujeto? Respóndase el lector.

En todos y cada uno de estos aspectos – podrían señalarse no pocos más – la iglesia de Roma había privado de su papel único a Cristo para dárselo a un mero ser humano que, no pocas veces, había llegado al trono papal mediante la intriga, el engaño, el soborno o incluso el derramamiento de sangre.

Frente a esa suma de usurpación y ocultación de la enseñanza de la Biblia, de ilegitimidad y de esclavitud espiritual, la Reforma enarboló la bandera de las Escrituras y la fidelidad a las mismas, del seguimiento fiel de la enseñanza de Jesús y de la libertad. La iglesia de Roma podía ser marianista, santista… incluso, como en la Italia actual, píista, pero frente a ella la Reforma proclamaba con resolución y valentía: ¡Sólo Cristo!. Así, al devolver a Cristo su papel central en la Historia de la salvación, la Reforma llevaba al cristianismo a ser nuevamente cristiano, precisamente como lo había sido en los primeros siglos. Allá la iglesia de Roma si en los siglos siguientes decidía ir de mal en peor.

CONTINUARÁ:

La Reforma indispensable (LV): En que acertó Lutero (VIII): Solo Christo (III)

 

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