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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

La necesidad de la Reforma: la Reforma indispensable (I): los papas de Aviñón

Domingo, 22 de Junio de 2014

En mi anterior serie, me detuve en más de una ocasión en referencias a la Reforma del s. XVI. En esta nueva, intentaré mostrar hasta qué punto la Reforma era indispensable y justa y hasta qué punto en ella puede encontrarse un punto de referencia obligado para la situación espiritual de nuestro tiempo.

​Suele ser una opinión extendida entre círculos no informados – o decididamente tendenciosos – el de que la Reforma significó el final de una unidad eclesial que se había extendido desde el s. I d. de C. hasta el s. XVI. Esa ruptura, extraordinariamente traumática, habría venido provocada sustancialmente por la herejía. Semejante visión – a pesar de que sigue siendo común en ciertos ambientes - no se corresponde ni lejanamente con la realidad histórica. De manera bien reveladora, un católico tan fiel y piadoso como Geiler von Kayserberg, de Estrasburgo, diagnosticaría que “la cristiandad está destrozada de arriba abajo, desde el papa al sacristán, desde el emperador a los pastores”. El juicio era severo, terrible si se quiere, pero dolorosamente exacto. A decir verdad, la Reforma fue una ruptura ciertamente, pero se sumó a otras fracturas anteriores, algunas de las cuales se habían producido en el seno de la Cristiandad occidental tan sólo unas décadas antes. Como ha señalado un personaje tan poco sospechoso como el estudioso católico J. Lortz, aparte del desgarro que había separado a las iglesias ortodoxas de Roma, la ruptura de la Cristiandad occidental fue anterior a la Reforma. A decir verdad, los episodios resultaron además de trágicos, numerosos. El primero se produjo a inicios del s. XIV y es conocido como la Cautividadbabilónica de la iglesia. Este lamentable hecho iba a marcar prácticamente la totalidad de la Historia de la Cristiandad occidental durante el s. XIV.

En 1305, Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos (n. c. 1260), fue elegido papa gracias al apoyo de los cardenales favorables a la monarquía francesa. Tributario de esta acción, Bertrand, que tomó el nombre pontificio de Clemente V, trasladó la residencia de la Santa Sededesde Roma a Aviñón. Durante las siguientes siete décadas, el rey de Francia controló de manera casi total los asuntos papales o, como señala Lortz, “el papa se convierte casi en obispo de la corte francesa”[1] . Clemente V condenó por hereje e inmoral a su predecesor el papa Bonifacio VIII – que se había enfrentado con Francia - y ordenó el proceso de los Templarios, cuyas riquezas codiciaba el rey galo.

A la muerte de Clemente V, la sede papal estuvo vacante por espacio de más de dos años y cuando, finalmente fue elegido papa Jacques Duèse, se trató de un candidato de compromiso, que contaba con el respaldo de Felipe de Francia y de Roberto, rey de Nápoles y que adoptó el nombre de Juan XXII, viéndose su pontificado amargamente marcado por las acusaciones de herejía. En 1322, el Capítulo general de los franciscano declaró que Jesús y los apóstoles no habían tenido ninguna posesión material. La respuesta del papa Juan XXII consistió en renunciar a la titularidad de los bienes de los franciscanos - que, formalmente, era papal, pero, en la práctica, estaba en manos de la orden franciscana – y, a continuación, proceder a condenar como herejía la declaración del Capítulo general. La reacción de los franciscanos ante estas medidas papales consistió en acusar, a su vez, al papa de hereje. En defensa de semejante postura, los franciscanos contaban con precedentes papales ya que en 1279, el papa Nicolás III se había decidió en favor de la tesis defendida por los franciscanos señalando que la renuncia a los bienes en comunidad podía ser un camino de salvación. Deseo de convertir la decisión papal en irrevocable, el franciscano Pedro Olivi redactó la primera defensa teológica de la infalibilidad papal en cuestiones de fe y costumbres. Juan XXII, por lo tanto, no podía revocar aquello sobre lo que se había pronunciado previamente Nicolás III. Sin embargo, cuando los franciscanos apelaron a la creencia en la infalibilidad papal para oponerse a Juan XXII, éste condenó la mencionada doctrina como “obra del diablo” (bula Qui quorundam de 1324). Dando un paso más allá, en 1329, el papa, en virtud de la bula Quia vir reprobus, declaró que la propiedad privada existía antes de la Caída de Adán y que los apóstoles contaban con posesiones propias.

Otro problema de carácter teológico se originó cuando en 1322, el papa declaró asimismo que los salvos que están en el cielo sólo ven la humanidad de Cristo y no podrán contemplar plenamente a Dios hasta después del Juicio final. En 1333, esta tesis fue condenada por la universidad de París como herética, circunstancia que aprovechó Luis IV el Bávaro para intrigar contra el papa y preparar un concilio general que lo depusiera. Ya en su lecho de muerte, Juan XXII, muy afectado por las acusaciones de corrupción que se lanzaban contra él y la desesperada situación política, se retractó de su declaración sobre el estado de los bienaventurados y afirmó que los mismos ven la esencia divina “tan claramente como lo permite su condición”.

Sin duda, los frutos del traslado de la Santa Sede de Roma a Aviñón resultaban muy amargos y uno de los menores no fue precisamente el de que se articularan defensas de profundo calado intelectual en contra del papado. Al respecto, el Breviloquium de principatu tyrannico papae (1339-40) de Guillermo de Occam[2] o el Defensor Pacis (1324) de Marsilio de Padua[3]. Sin embargo, a pesar de todo, tras el dramático pontificado de Juan XXII, la SantaSede se mantuvo en Aviñón con Nicolas V (12 de mayo de 1328 - 25 de julio de 1330) – que suele ser incluido en la lista de los antipapas - Benedicto XII. (20 de diciembre de 1334 - 25 de abril de 1342), Clemente VI. (7 de mayo de 1342 - 6 de diciembre de 1352), Inocencio VI. (18 de diciembre de 1352 - 12 de septiembre de 1362) y Urbano V. (28 de septiembre de 1362 - 19 de diciembre de 1370). En 1367, este último papa abandonó Aviñón con la intención de volver a establecer la sede papal en Roma. Allí se trasladó y permaneció hasta 1370. Para esa fecha la presión de los cardenales franceses y la antipatía que le profesaba el pueblo de Roma, le llevaron a considerar la necesidad de regresar a Aviñón donde volvió a establecerse en septiembre del citado año. Hasta 1377, no regresó a Roma su sucesor Gregorio XI en un acto que significó la conclusión de la cautividad de Aviñón.

El hecho a la sede papal de siglos fue, sin duda, feliz, pero no implicó una recuperación espiritual ni tampoco una cura para la maltrecha imagen del papado. Por el contrario, constituyó el preámbulo de una crisis aún más grave que recibiría el nombre de de Cisma de Occidente

 

 

[1] J. Lortz, Historia de la Reforma, 2 vols, Madrid, 1963, p. 20.

[2] Existe una buena edición con estudio preliminar de Pedro Rodríguez Santidrián, Guillermo de Ockham, Sobre el gobierno tiránico del papa, Madrid, Madrid, 1992.

[3] Existe una buena edición estudio preliminar de Luis Martínez Gómez, Marsilio de Papua, El defensor de la paz, Madrid, 1989.

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