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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Jesús, el judío (XXXIV)

Domingo, 24 de Marzo de 2019

“AFIRMÓ SU ROSTRO HACIA JERUSALÉN…” (II): Los meshalim del hallazgo

       Podría pensarse que la predicación de Jesús – cada vez más centrada en el llamamiento a la conversión - presentaba a esas alturas unos matices sombríos.  Sin embargo, lo que se desprende de las fuentes es exactamente lo contrario.   A decir verdad, las parábolas de Jesús de esta época se encuentran entre las más hermosas de su abundante y original repertorio.  En todas ellas aparece una nota de gozo, de alegría y de esperanza que arroja una luz considerable sobre el pesar que pudiera aquejar a Jesús por la incredulidad de sus coetáneos.  ¿Cómo no sentirse apenado cuando uno contempla que la oportunidad para una dicha superior a cualquier felicidad humana es despreciada o rechazada de plano por aquellas personas a las que se ofrece?  ¿Cómo no experimentar dolor al ver que Dios está llamando de manera generosa al corazón de seres humanos totalmente extraviados y que éstos persisten en su perdición?  Los neviim habían dejado de manifiesto en el pasado que no era posible.   Isaías había clamado contra una sociedad de Judá que se había asemejado moralmente a Sodoma y Gomorra y que recibiría su justo juicio (Isaías 1, 10-31).  Jeremías había clamado a Dios para que descargara Su castigo sobre sus contemporáneos de Judá, sordos a sus llamados al arrepentimiento (Jeremías 18, 18-23).  Ezequiel trazó cuadros apocalípticos del futuro arrasamiento de Jerusalén y de su templo (Ezequiel 9-10).  Lo mismo hallamos, aunque con mucha más sobriedad en Jesús.  Es lógico que así sea.  A decir verdad, resulta imposible y más si se tiene en cuenta la visión peculiar de Jesús acerca de ese Dios.   De hecho, las parábolas pronunciadas en esa época son claramente significativas.  La primera fue la referida a una gran cena que asemejaba con el Reino de Dios y a la que se habían negado a asistir los invitados (Lucas 14, 16-24).  A su contenido, nos hemos referido en entregas anteriores y no vamos a volver a incidir en él.  Sí hay que señalar ahora que el paralelo entre la historia relatada por Jesús y lo que estaba contemplando a diario saltaba a la vista.   Su llamamiento principal había estado dirigido a las “ovejas perdidas de la casa de Israel”.  Lo sensato, lo lógico, lo esperado es que hubieran acudido en masa a entrar en el Reino, en esa cena sin parangón, en esa ocasión incomparable de la Historia.  Sin embargo, no había sido así.  Al final, por supuesto, el banquete no sería un lugar solitario porque acudirían muchos que nadie hubiera pensado que vinieran, pero de los primeros invitados, ¡ay!, lamentablemente, muchos se quedarían fuera.

       Esa visión – similar a la que había manifestado desde el inicio de su ministerio público – de un género humano perdido sin excepción y necesitado por igual de salvación emerge de nuevo en parábolas pronunciadas en esta parte de la vida de Jesús como las de la dracma perdida o la oveja extraviada (Lucas 15, 1-10).   Al fin y a la postre, los seres humanos – y no es un retrato agradable ni adulador – son como la moneda que se cae en un rincón y que, por sus propios medios, no puede regresar al bolsillo de su dueña o como la oveja que se ha escapado del redil y que sería incapaz de hallar el camino de regreso entre sus compañeras.  En su total impotencia, en su absoluta incapacidad, en su insoportable debilidad perecerían con toda certeza.  Sin embargo, su destino no tiene por qué ser, al fin y a la postre, desesperado.  El buen pastor va a buscar a la oveja perdida de la misma manera que el ama de casa diligente remueve cielo y tierra hasta encontrar la moneda.  Era lo mismo que sucedía con el Hijo del Hombre.  Había venido a salvar lo que se había perdido.

      Muy posiblemente, la manera en que esta visión peculiar del mundo quedó expresada con mayor claridad fue en la parábola más hermosa y conmovedora de Jesús, la del Hijo pródigo (Lucas 15, 11-32).

     Jesús no creía que nadie pudiera salvarse por sus propios méritos y lo había dejado de manifiesto una y otra vez en sus choques con escribas y fariseos.  Si debía comparar al género humano con alguien, era con un  joven libertino que, de manera estúpida y pensando en obtener el placer, había dilapidado sus bienes.  Los paralelos, más o menos literales, entre su experiencia y la de millones saltan a la vista.  No es menos clara la diferencia entre aquel joven y otros seres humanos en el resultado final de la historia.  El de la parábola supo reconocer su situación y buscó el perdón... y lo halló.  Es lo mismo que puede sucederle a cualquiera que desee volverse a Dios.  No existe falta demasiado grande, pecado demasiado grave, maldad demasiado inmensa que no pueda encontrar el perdón, un perdón que se extiende al arrepentido con generosidad y, sobre todo, con la misma alegría que proporciona una fiesta, la misma que el padre amoroso celebró en honor del hijo perdido y vuelto a la vida.   A decir verdad, el mayor obstáculo para recibir el amor de Dios es, fundamentalmente, el sentimiento de justicia propia, de capacidad de autojustificación, de convicción de los méritos propios que tienen algunas personas. 

       Había – ¡vaya si lo había! - un camino directo para entrar en el Reino de Dios proclamado por los profetas a lo largo de los siglos.  Pero no era el de una supuesta acumulación de méritos, ni el de la suma de presuntas obras piadosas, ni el del sentimiento de superioridad moral.  El camino pasaba por reconocer la realidad – desagradable, pero difícil de negar – del pecado propio; por aceptar que no se podía comprar la salvación ni merecerla; y por acudir a Dios humildemente en petición de perdón y de nueva vida.  Cuando tenía lugar esa conversión no sólo había alegría para el arrepentido, sino que también ésta se extendía en el cielo (Lucas 15, 10).   También en esta visión, Jesús seguía la tradición de los antiguos profetas.  ¿Acaso no había prometido Dios a Salomón al inaugurarse el Templo de Jerusalén que si el pueblo de Israel orara, y buscara Su rostro y se convirtiera de sus malos caminos, Él oiría desde los cielos y perdonaría sus pecados y sanaría la tierra (2 Crónicas 7, 14)?  ¿Acaso no había anunciado Dios al profeta Jeremías que si había conversión, habría restauración (Jeremías 15, 19)? ¿Acaso no había transmitido el profeta Joel el mensaje de que el juicio caería sobre Israel si no mediaba la conversión (Joel 2, 11-12)?  El judío Jesús pocas veces fue más judío y estuvo más identificado con el destino de su pueblo que cuando señaló las funestas consecuencias de no escuchar el llamamiento a la conversión que anunciaba.  

CONTINUARÁ

         NOTA:  A inicios del año que viene se publicará en Estados Unidos mi libro Más que un rabino.  Es una extensísima biografía de Jesús – con seguridad más de cuatrocientas páginas – que espero que será de ayuda para todos aquellos que deseen conocer y profundizar en la vida y la enseñanza de Jesús.  Por supuesto, será mucho más amplia que lo expuesto en esta serie.  Seguiremos informando.   

 

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