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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Jesús, el judío (XXII): La decisión

Domingo, 2 de Diciembre de 2018

A esas alturas, al cabo de unos meses de predicación, las posiciones de Jesús y de los otros maestros judíos habían quedado claramente establecidas.  Mientras Jesús afirmaba que la conversión resultaba imperativa porque el Reino estaba cerca y mostraba la manera en que debían comportarse aquellos que deseaban entrar en él, escribas y fariseos seguían mostrando un claro rechazo por aquella halajah que interpretaba el shabbat de otra manera, que criticaba el formalismo religioso y que, para remate, aparecía expresada con una autoridad que no derivaba de ninguna de las escuelas teológicas existentes. 

Sin embargo, la respuesta negativa no se limitó a los escribas y fariseos.  Juan el Bautista, que, a la sazón, se hallaba encarcelado, envió a unos emisarios a Jesús para que le aclarara si, efectivamente, era aquel al que había que esperar.  La razón de la pregunta no era ociosa en la medida en que él seguía en prisión y Jesús no había consumido en el fuego la maldad que, por cierto, seguía campando por sus respetos.  La respuesta de Jesús fue tajante en el sentido de indicar que la manera en que se desarrollaba su predicación encajaba con lo anunciado por los profetas.  Sin embargo, no restó un ápice de legitimidad al ministerio de Juan.  Por el contrario, subrayó que era un profeta de Dios y que era el verdadero precursor del Reino:

      

Mientras (los discípulos de Juan) se marchaban, comenzó Jesús a decir de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?  ¿O qué salisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de ropas delicadas?  Pues bien, los que llevan ropas delicadas, se encuentran en las casas de los reyes.  Pero ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Porque éste es del que está escrito:
 He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu rostro,  que  preparará tu camino delante de ti.  En verdad os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los cielos, es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.  Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y si estáis dispuestos a aceptarlo, él es aquel Elías que había de venir. El que tenga oídos para oír, que oiga.

    (Mateo 11, 7-15)

 

Sí, Juan era el Elías que había de preceder la llegada del Reino, precisamente el Reino que anunciaba Jesús.  Sin embargo, lamentablemente, no se estaba produciendo la respuesta de conversión que hubiera sido lógica y natural.  Al respecto, los lamentos de Jesús por el rechazo de sus paisanos están cargados de un doloroso patetismo:

 

Pero ¿a qué compararé esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en las plazas, y gritan a sus compañeros:  hemos tocado la flauta para vosotros, y no habéis bailado; os hemos entonado canciones tristes y no os habéis lamentado. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: tiene un demonio.  Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: éste es un hombre glotón y borracho, amigo de publicanos y de pecadores. Pero la sabiduría es justificada por sus hijos.  Entonces comenzó a reprender a las ciudades en las cuales había realizado muchos de sus milagros, porque no se habían convertido: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han realizado en vosotras, hace tiempo que habrían manifestado su conversión con cilicio y ceniza.  Por tanto os digo que en el día del juicio, resultará más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras.  Y tú, Capernaum, que te levantas hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros que han sido realizados en ti, habría permanecido hasta el día de hoy.  Por lo tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti.

    (Mateo 11. 16-24)

 

Sin duda, las palabras de Jesús eran duras, las propias de alguien que contempla no resentido, pero sí apenado, cómo la gente rechaza el llamado de Dios.  Sin embargo, esa triste circunstancia, a diferencia de lo sucedido con tantos predicadores de cualquier causa a lo largo de la Historia, no le llevó a caer en la amargura o en el desprecio hacia los destinatarios de su mensaje.  De hecho, no deja de ser significativo que la fuente mateana consigne cómo, tras el mensaje de condena de los incrédulos, Jesús siguió insistiendo en la posibilidad de esperanza para los que acudieran a él, gente que, de una manera humanamente difícil de entender, era impulsada por su Padre:    

 

En aquel tiempo, Jesús, dijo en respuesta: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te ha agradado.  Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo desee revelárselo.  Venid a mí todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar.  Colocaos mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y encontrareis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera.

(Mateo 11, 25-30)

Son precisamente afirmaciones como éstas, las que nos llevan a una cuestión esencial para comprender a Jesús, el judío, la de su autoconciencia, un tema que abordaremos en las próximas semanas.

CONTINUARÁ

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