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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Jesús, el judío (II): “Siendo emperador Tiberio…” (I)

Domingo, 10 de Junio de 2018
“En la plenitud de los tiempos…”

El contexto de la vida[1] de Jesús transcurrió en medio del entrelazamiento de cuatro aspectos. El primero fue el de una Judea capitidisminuida y en no escasa medida helenizada. El reino de Herodes era, al fin y a la postre, una potencia menor sometida a Roma que no dudó en dividirla a su muerte. Se trataba además de un reino de población mezclada en el que lo mismo se encontraban los judíos fieles a la Toráh que los helenizados sin descontar a sirios muy influidos por la cultura helénica e incluso a griegos. Aparte de la presencia romana, los judíos que deseaban seguir fielmente los preceptos de la Toráh no dejaban de moverse en medio de un cosmos donde resultaba innegable la presencia de manifestaciones más o menos acentuadas de helenización. A la lengua griega conocida seguramente por la práctica totalidad de los súbditos de Herodes y empleada en multitud de circunstancias se sumaba una presencia cultural helénica fácil de contemplar en no pocas ciudades y, peor aún, innegables manifestaciones de paganismo como podía ser el culto a las imágenes. Éste resultaba, desde luego, impensable en la Ciudad Santa de Jerusalén. No lo era, desde luego, en otros lugares del reino. Responder ante esa presencia helénica en un sentido u otro resultaba inevitable.

En segundo lugar, no menos clara era la presencia de Roma. Ciertamente, con Herodes – de origen idumeo - se había vivido la ficción formal de una independencia de Judea. La realidad, sin embargo, era que se trataba de un estado sometido a Roma y esa realidad resultó aún más evidente cuando, tras la muerte del idumeo, Octavio dividió el reino. Esa presencia de Roma como potencia dominadora dejaba aún más de manifiesto la fragilidad de las instituciones judías y la dolorosa situación a la que se hallaba sometido el pueblo. En tercer y cuarto lugar, hay que señalar la persistencia de las instituciones religiosas judías y las diversas respuestas de carácter espiritual dadas a la situación de Israel.

Aunque los Evangelios apócrifos han gustado de presentarnos a un niño Jesús entregado a obras maravillosas como la de convertir unos pajaritos de barro en aves reales que remontaban el vuelo y a pesar de que no pocas de esas imágenes fueron entrando en la religiosidad popular católica durante la Edad Media, lo cierto es que los primeros años de Jesús transcurrieron en la normalidad total de un niño judío.

Como era de esperar, Jesús, hijo de una familia judía, fue circuncidado al octavo día (Lucas 2, 21) entrando así en el pueblo de Israel de manera formal. Por su parte, sus padres cumplieron con el precepto de purificación contenido en la Toráh y ofrecieron dos tórtolas o dos palominos (Levítico 12, 6 ss), lo que indica, primero, que su posición económica era humilde y, segundo, que eran judíos piadosos. A decir verdad, aquel inicio de la vida de Jesús – un inicio que compartió con millones de judíos que nacieron antes y después de él – deja de manifiesto los canales espirituales por los que transcurriría su vida y que, al fin y a la postre, lo acabarían llevando hasta la muerte más vergonzosa de la época.

Jesús había nacido como judío, en medio del pueblo de Israel y, mediante el mandamiento de la circuncisión, había pasado formalmente a constituir parte del mismo. En ese sentido, su vida se hallaría estrechamente vinculada a las instituciones religiosas de Israel y a la articulación de una respuesta espiritual frente al mundo en que se desenvolvió su vida. Así, de él sabemos que acudía con sus padres[2] a Jerusalén con ocasión de las fiestas religiosas, en especial la Pascua (Lucas 2, 41), existen razones para pensar que sintió un temprano interés por cuestiones de carácter espiritual (Lucas 2, 46 ss) y, con seguridad, aprendió el hebreo, la lengua sagrada, puesto que podía leer el rollo de Isaías en la sinagoga (Lucas 4, 16-20).

Es bastante posible que aprendiera el oficio del hombre al que todos consideraban su padre, el artesano José, e incluso se ha especulado con la posibilidad de que viviendo la familia en Nazaret trabajara en la construcción de Séforis [3]. Sin embargo, ese último aspecto no pasa de la mera conjetura. Como señalaría Lucas en un magnífico resumen, durante los primeros años, “el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lucas 2, 40). En otras palabras, Jesús era un judío normal en el seno de una familia judía piadosa.

Ese crecimiento transcurrió en paralelo a un peso creciente de la presencia romana en Judea. Coponio fue el primer prefecto romano de la pro­vincia de Judea - que, en este período, sólo com­prendía el territorio que había sido regido previa­mente por Arquelao – y, según Josefo, durante su gobierno, se produjo la rebelión de Judas el galileo en oposi­ción al pago del impuesto a Roma, aunque existen poderosos indicios que hacen pensar en que el mismo fue anterior[4]. Si es más verosímil que, efecti­vamente, durante su administración, los samari­tanos profanaran los patios del Templo de Jerusa­lén esparciendo en ellos huesos humanos. Semejante tropelía no provocó una reacción violenta de los judíos (ese tipo de accio­nes se sitúan, con la excepción del levantamiento de Judas el galileo, generalmente en el periodo posterior a la muerte de Herodes Agripa). Sin embargo, se redoblaron las medidas de seguridad para que el hecho no volviera a repetirse.

Del año 9 al 26 d. de C. – la etapa de infancia, adolescencia y juventud de Jesús - se sucedieron tres prefectos romanos: Ambíbulo (9-12 d. de C.), Rufo (12 al 15 d. de C.) y Grato (15 al 26 d. de C.). Grato llevó una política arbitraria en relación con los sumos sacerdotes, impulsado posible­mente por la codicia (destituyó al sumo sacerdote Anano y nombró a Ismael, hijo de Fabo; un año después destituyó a Eleazar y nombró a Simón, hijo de Camit. Menos de un año después, éste fue sustituido por José Caifás)[5]. Sin embargo, de manera bien reveladora4, no parece que la si­tuación fuera especialmente intranquila en lo que al conjunto de la población se refiere.

A Grato le sucedió Pilato (26-36 d. de C.), que es el prefecto roma­no que más nos interesa en relación con este periodo. Su gobierno fue de enorme tensión[6] y tanto Josefo como Filón nos lo presentan bajo una luz desfavorable[7] que, seguramente, se correspondió con la realidad. Desde luego, se vio enfrentado con los judíos en diversas ocasiones.

Josefo narra[8] cómo en uno de esos episodios introdujo, en contra del precepto del Decálogo que no sólo prohíbe hacer imágenes sino también rendirles culto (Éxodo 20, 4-5), unas estatuas en Jerusalén aprovechando la no­che. No está muy claro en qué consistió el episo­dio en sí (¿eran quizá los estandartes militares los que entraron en la ciudad?) pero, fuera como fue­se, la reacción de los judíos fue rápida y unánime. De manera reveladoramente pacífica, marcharon hacia Cesarea, donde se encontraba a la sazón Pilato, y le supli­caron que retirara las efigies de la Ciudad santa. Pilato se negó a ceder ante aquella petición y entonces los judíos permanecieron postrados durante cinco días ante la residencia del prefecto. Cuando éste, irritado por aquella conducta, les amenazó de muerte, los judíos mostraron sus cuellos indicando que preferían morir a que­brantar la ley de Dios. Finalmente, Pilato optó por retirar las imágenes. El episodio resulta de enorme relevancia porque los judíos optaron por llevar a cabo una acción que podríamos denominar no-vio­lenta y que les permitió alcanzar su objetivo.

 

Una respuesta similar, en lo que a la ausencia de violencia se refiere, fue la que dieron también los judíos con ocasión de otro de los desaires de Pilato. Nos estamos refiriendo a la utilización de dinero sagrado de los judíos por parte del romano con la finalidad de construir un acueducto[9] Para los judíos resul­taba obvio que el aspecto religioso primaba sobre la consideración práctica de que Pilato hubiera traí­do el agua desde una distancia de doscientos esta­dios. Sin embargo, aún así, optaron por una conducta pacífica que excluía cualquier forma de violencia. Pilatos resolvió entonces disfrazar a parte de sus tro­pas y darles la orden de que golpearan a los que vociferaban, pero no con la espada, sino con ga­rrotes. El número de heridos fue considerable (entre ellos, los pisoteados por sus compatriotas en el momento de la fuga), pero allí terminó todo el tumulto[10].

En ese contexto de reducido peso político de los descendientes de Herodes el grande, de odiosa presencia romana y de convicciones judías profundas y, a la vez, ocasionalmente heridas por las acciones de Pilato apareció un nuevo profeta de Israel tras cuatro siglos de silencio, un profeta que tendría un enorme peso en la vida de Jesús hasta el punto de que Marcos da inicio con él a su evangelio y, salvado el prólogo inicial, lo mismo sucede con el autor del Cuarto evangelio.

CONTINUARÁ

 

[1] A aquellos que deseen profundizar en el contexto político y espiritual de la época los remitimos a los Apéndices III y IV de la presente obra.

[2] Sobre la familia de Jesús y la época de su nacimiento, véase Apéndice I.

[3] En ese sentido, véase: R. A. Batey, Jesus and the Forgotten City. New Light on Sepphoris and the Urban World of Jesus, Grand Rapids, 1991.

[4] Una discusión sobre el tema en H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 56 ss y 85.

[5] Ant XVII, 34-5.

[6] En el mismo sentido, M. Smallwood, The Jews under the Roman Rule, Leiden, 1976, p. 172.

[7] Una crítica de diversas opiniones en los especialistas en M. Stern, The Jewish People, I, Assen, 1974, p. 350.

[8] Guerra 2, 169-174; Ant 18, 55-59.

[9] Guerra 2, 175-77; Ant 18, 60-62.

[10] Pilato, como tendremos ocasión de ver, representó un papel esencial en los últimos días de la vida de Jesús. En el año 36 d. de C., como consecuencia de unas protestas presentadas ante Vitelio, goberna­dor de Siria, por los samaritanos, a los que Pilato había reprimido duramente con las armas, fue destituido.

 

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