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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Juan Carlos I, el rey de todos los españoles

Jueves, 3 de Septiembre de 2015

En contra de lo que afirman algunos de sus apologistas más o menos encubiertos, Franco nunca deseó el advenimiento de la democracia. Por el contrario, vez tras vez, insistió en que el Régimen del 18 de julio debía continuar y, precisamente, ésa era la misión de su sucesor.

Con esa finalidad pactó con don Juan la llegada a España del príncipe Juan Carlos, en la entrevista del Azor, de 25 de agosto de 1948. Don Juan entregaba a su hijo de diez años como rehén para que se educara bajo la atenta mirada del dictador a cambio de la vaga esperanza de que el príncipe, quizá él mismo, llegaría a rey. En 1949, por ejemplo, estuvo a punto de romperse el pacto, pero en 1950, Juan Carlos, que había salido de España rumbo a Estoril, regresó para recibir una educación extraordinariamente severa de corte fundamentalmente militar. Juan Carlos terminó sus estudios en 1959 y contrajo matrimonio en 1962 con la princesa Sofía. En 1969, Franco decidió designarlo sucesor en la jefatura del estado “a título de rey”. Ese fue el año en que comenzó realmente la Transición y no hay más que ver, por ejemplo, como la iglesia católica comenzó a despegarse del régimen apoyando a los nacionalistas vascos y catalanes incluida la banda terrorista ETA para percatarse de que captó, quizá antes que nadie, que no habría franquismo sin Franco. En 1975, Juan Carlos accedió al trono en una tesitura difícil. Desde 1973, la nación sufría una crisis económica – un hecho que suelen también pasar por alto los apologistas del franquismo entre otras razones porque el régimen dio muestras de una penosa incompetencia a la hora de enfrentarse con el problema - ETA había adquirido una fuerza inusitada; el bunker recurría a la violencia y Marruecos se había apoderado del Sáhara. De casi todo, se salió mal y, en algún caso, el problema llega hasta nuestros días. Sobre ese trasfondo, Juan Carlos se convirtió en la figura decisiva de la Transición. Supo situar a personajes como Torcuato Fernández y Adolfo Suárez en los lugares oportunos. Así, las intenciones de Franco se vieron abortadas y, gracias al sucesor que él mismo había designado, nació un sistema en que, con sus defectos y virtudes, por definición, cabrían todos. Cuando un grupo de mandos militares pretendió dar un golpe de estado el 23 de febrero de 1981, el rey paró la bochornosa intentona defendiendo la constitución. La extrema derecha nunca le perdonaría esa acción y difundiría desde el principio la calumnia de que el rey mandaba el golpe. Por su parte, los nacionalistas y la izquierda se resentirían por el papel poco airoso – en realidad, de descarada cobardía - que habían tenido. Durante los años siguientes, el rey garantizó que el sistema sobreviviera y que España disfrutara de su período históricos más prolongado de paz, libertad y prosperidad. Nada fue perfecto, pero, en comparación con otras épocas, el avance fue innegable. Sus últimos años se vieron ensombrecidos por las noticias sobre la presunta corrupción de personajes cercanos, la erosión del régimen y el deterioro inevitable de los años. No pocos además pensaron que si se había llegado a un grado nada pequeño de corrupción se debía, siquiera en parte, al poco decoroso ejemplo del rey. A pesar de todo, su abdicación sorprendió a casi todos. El juicio histórico sobre él no tendrá, seguramente, el tono laudatorio que ha revestido durante décadas, pero, con todo, las generaciones futuras deberán concederle al menos que, por primera vez en la Historia de España, un monarca se esforzó por ser el rey de todos los españoles.

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