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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Goya, el maestro

Jueves, 14 de Mayo de 2015

Se podrá discutir si fue superior a otros pintores españoles como Velázquez o Murillo, pero no puede ponerse en tela de juicio que nadie como él supo adelantarse a las corrientes pictóricas ya fueran el romanticismo, el impresionismo y el expresionismo.

Inicialmente, su viaje a Italia e incluso las pinturas del Pilar no permitían pensar en el futuro genio. El gran cambio se produjo al llegar a Madrid y trabajar para la Real fábrica de tapices. El universo goyesco se reveló extraordinariamente popular reflejando lo mismo la alegría de los madrileños que los problemas sociales – El albañil herido – Como Jovellanos o Godoy, supo aprovechar el cambio generacional que significó la llegada al trono de Carlos IV. El Goya de esos años es un retratista sensacional, pero, a la vez, se adelanta al romanticismo y crea un género propio, el de los Caprichos. Ilustrado, no exento de anticlericalismo aunque religioso, quizá su desengaño con el Antiguo Régimen se aprecie de manera especial en su pintura de La familia de Carlos IV, en que se pintó a si mismo a imitación del Velázquez meninesco. De esa época, de auténtica plenitud, fueron también las dos majas – más que posiblemente, retratos corporales que no faciales de la duquesa de Alba – y retratos como el de Isabel Porcel. Sobrecogido por la Guerra de la independencia, sus Desastres constituyen uno de los alegatos antibélicos más extraordinarios de la Historia del arte reafirmados posteriormente en la Carga de los mamelucos y en Los fusilamientos del tres de mayo. En 1815, ya en plena restauración, Goya fue sometido a proceso por la Inquisición – salió absuelto – y contempló el exilio de ilustrados y liberales. En 1819, pintaba, conmovido, La última comunión de san José de Calasanz para las Escuelas Pías de san Antón en Madrid. A esas alturas, sus únicos consuelos eran su querida Leocadia Weisz y la religión. Durante el Trienio liberal, Goya dejó testimonio del horror que sentía en las Pinturas de la quinta del sordo. En 1824, temeroso de las represalias que podrían recaer sobre él con la reimplantación del absolutismo, alegó la necesidad de ir al balneario de Plombières para abandonar España. Aún dejaría obras maestras como La lechera de Burdeos, una pintura ya impresionista, pero ya nunca regresaría a la patria en la que había visto convertirse en humo los sueños de la Ilustración.

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