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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Abderramán III, el califa acomplejado

Jueves, 2 de Octubre de 2014

Pocos monarcas habrá dado España de mayor relevancia que Abderramán III y todavía menos que empezando desde más abajo alcanzaran cúspides más elevadas.

​Cuando sucedió en 912 a su abuelo como emir de Córdoba, su dominio se extendía poco más allá de los arrabales de la ciudad andaluza; cuando falleció en 961 no sólo había convertido en califato independiente el débil emirato sino que, por añadidura, su hegemonía se extendía hasta el norte de África, los reinos cristianos del norte eran prácticamente protectorados califales y Córdoba era la ciudad más importante del mundo dotada, entre otras maravillas, de un sistema de alumbrado que obligaba a decir a los extranjeros que la visitaban que, durante la noche, se veía con la misma claridad que durante el día. Sin embargo, a pesar de sus innegables éxitos políticos y militares - sólo ocasionalmente opacados por algún revés - y a pesar de sus grandes logros como la construcción de Medina Azahara – una ciudad-palacio a la que dediqué mi novela La ciudad del azahar– Abderramán III fue un hombre muy desdichado. Hubiera querido tener el aspecto de un árabe emparentado con el profeta del islam, pero, hijo de una vascona, su cabello era pelirrojo y sus ojos azules. El pelo se lo teñía para darle un fuerte color azabache, pero no pudo hacer lo mismo con la tonalidad de sus pupilas. Igualmente, sufría un tremendo complejo por una baja estatura derivada de la escasa longitud de sus piernas. Esa circunstancia lo llevaba a presentarse siempre que podía a lomos de un caballo ya que así parecía un hombre de estatura media. Posiblemente, esa suma de complejos fue la que lo llevó no pocas veces a ser cruel de manera incontrolada y sorprendente para los que conocían su natural benevolencia. Tenía la crueldad de los que sienten miedo e inseguridad, una crueldad que puede aparecer sólo de vez en cuando, pero que cuando lo hace es terrible en sus manifestaciones. Y a los complejos se sumaba el tormento de ver que la existencia se le escapaba por entre los dedos sin dejarle más que una sensación de esterilidad. A punto de morir, dejaría un testimonio sobrecogedor de su vida: “he contado los días de pura y genuina felicidad que he vivido. Ascienden a un total de catorce. No depositéis, pues, vuestras esperanzas en los asuntos de este mundo”. Pocas veces, un gobernante habrá sido tan honrado al enjuiciar su existencia.

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