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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

XVI.- De religión sometida a religión sometedora (X): La sumisión al obispo de Roma

Jueves, 16 de Enero de 2020

No recibió mucha ayuda – a decir verdad, ninguna – la iglesia hispana del resto de la cristiandad latina durante sus primeros siglos de enfrentamiento con el invasor islámico.  La situación iba a cambiar con Sancho III el Mayor [1] de Navarra[2].  Con él, por primera vez, la primacía en la lucha contra el islam iba a salir del ámbito de la monarquía astur-leonesa para desplazarse hacia la zona oriental de la península.  Figura de importancia extraordinaria, Sancho III no fue, como pretende papanatescamente el nacionalismo vasco contemporáneo, el rey de un inexistente reino de Euzkadi [3] sino un monarca imbuido del sentido de España hasta el punto de autotitularse, como antes de él había hecho Alfonso III, “rey de España”.   Sancho III en el Decreto de restauración de la catedral de Pamplona hizo referencia a “nuestra patria, España” y a los godos Witiza y Rodrigo los denominó “nuestros predecesores y antepasados”.  Difícilmente se hubiera podido expresar con mayor claridad.  

Semejante sentimiento de unidad nacional española no se vio alterado además en Sancho III ni por el reconocimiento de las comunidades que la integraban – dividiría así su reino en Castilla, Navarra y Aragón – ni por su proyección, realmente excepcional, hacia el resto del occidente cristiano.  A diferencia de la aislada Asturias convertida luego en reino de León, Navarra tenía conexión con el otro lado de los Pirineos, reivindicaba la reconstrucción de España bajo su corona y presentaba atractivos innegables.  No sorprende que atrajera la reforma eclesiástica protagonizada por la orden de Cluny y que el propio rey Sancho se encargará de implantar en monasterios como los de San Salvador, Leire y San Juan de la Peña [4].   Sancho III quedó vinculado con las casas de León y Castilla, y logró extender su influencia a los condados de Barcelona y de Gascuña[5].  No es de extrañar por ello que un monje catalán lo definiera en un documento de la época como “rex ibericus”.  Realmente lo era.  Con todo, el pleno entroncamiento con la sede de Roma no tendría lugar hasta varias décadas después y sería ejecutada por Castilla.

La muerte de Sancho III, rey de Navarra y “de España”, “rex ibericus” y “emperador”, fue seguida por la división de sus posesiones.   Sin embargo, en contra de lo que suele afirmarse a veces, tal división respetó las entidades políticas ya existentes e incluso mantuvo la primacía del reino de Navarra en el conjunto.  Así, García, el primogénito, fue designado rey de Navarra; Fernando siguió siendo conde de Castilla; Gonzalo, el menor, obtuvo los condados de Sobrarbe y Ribagorza; y, Ramiro, un bastardo, recibió el condado de Aragón ampliado con algunos valles y lugares cercanos.   Ramiro convirtió el condado aragonés en monarquía aunque conservó la subordinación a Navarra hasta la muerte de su hermano García.  Por lo que se refiere a Castilla debe decirse que se convirtió en un fenómeno verdaderamente excepcional.  La enorme fuerza de Castilla no derivaba tan sólo del reconocimiento de su rey como emperador ni tampoco de su capacidad para mantener sus decisiones apoyadas en la fuerza de la espada.  Descansaba asimismo en una habilísima política regia que, mediante un sistema de concesión de libertades, había provocado una fecunda corriente migratoria hacia este reino.  No se trataba de una política nueva, pero Castilla iba a desarrollarla de una manera excepcional. 

En 1055, Fernando I reanudó, después de décadas, el empuje reconquistador apoderándose de Viseo y Lamego que pertenecían a la taifa de Badajoz.  No mucho después las taifas de Zaragoza y Toledo siguieron el mismo camino al igual que las de Lérida, Denia y Valencia.  En 1065, murió Fernando I.  Dos años antes, en la Curia de León, había dejado establecida la división de su imperio.  Castilla, el reino más importante, pasaba a su primogénito Sancho; León, a Alfonso VI; y Galicia a García.  Sin embargo, Sancho no iba a conformarse con la situación establecida por su padre desencadenando una cadena de enfrentamientos.  En el curso de los años siguientes, Galicia fue repartida entre León y Castilla y, finalmente,  Sancho fue ungido y coronado en León mientras su hermano Alfonso era reducido a cautividad.   En el invierno de 1072, su hermana Urraca intercedió por él ante Sancho y éste consintió en dejarle marchar al reino moro de Toledo donde el rey Al-Mamún le cedió el castillo de Brihuega.   No llegó, sin embargo, el final de las guerras entre los hijos de Fernando I.  Urraca era partidaria de la causa leonesista y convirtió la ciudad de Zamora, que regía como reina, en un reducto anticastellano.  La respuesta de Sancho fue poner cerco a la ciudad y en el curso del mismo fue asesinado a traición por un caballero llamado Bellido Dolfos cuya persecución, infructuosa por otra parte, emprendió el Cid.   Así, inesperada y cruentamente, concluía la vida del rey Sancho. 

Le sucedió su hermano Alfonso [6] que regresó para ser coronado rey en Zamora.   En el curso de los años siguientes, Alfonso logró evitar que los régulos musulmanes de Sevilla y Zaragoza ayudaron al de Toledo y logró reconquistar la emblemática ciudad, antigua capital de España bajo la monarquía visigoda.  Alfonso VI demostraba así, por primera vez en siglos, que la Reconquista era posible.   La toma de Toledo estuvo relacionada con dos circunstancias que se revelarían incompatibles y que tuvieron enorme trascendencia.  La primera fue que, en adelante, la ciudad de Toledo iba a convertirse, bajo el gobierno castellano, en un enclave de tolerancia para los creyentes de las tres religiones, una situación que hacía tabla rasa de lo que había sido la norma en Al-Andalus durante siglos y que resultaba desconocida hasta la fecha en la historia peninsular.  Se trataba por añadidura de una situación que se producía cuando la Península estaba a punto de ser objeto de una nueva invasión islámica de terribles consecuencias.   La segunda circunstancia no sería menos fecunda en consecuencias históricas.  La iglesia española iba a someterse con Alfonso VI al obispo de Roma.    

Desde hacía siglos, la iglesia católica, además de sus pretensiones espirituales, contaba con una agenda política que no sólo podía oponerse a la de las naciones donde estaba asentada sino que además se imponía sin ningún tipo de contemplaciones.  Semejante situación estaría más que consolidada a finales del s. XV, pero era fruto de una larga evolución de siglos.  A decir verdad, pocas historias resultan más apasionantes que la de un obispo, el romano, que pasó de ser uno más en el conjunto de un cristianismo clandestino a convertirse en una potencia mundial con tropas y territorios propios. El obispo de Roma – que aún no era el portador de título de papa de manera exclusiva [7]– había visto aumentar su poder en paralelo al desplome del imperio romano de Occidente. De manera bien reveladora –que muestra la distancia entre lo que fue aquel obispo en sus inicios y lo que iría siendo a lo largo de la Edad Media– la primera definición de carácter dogmático emitida por un obispo de Roma no tuvo lugar hasta Ceferino (198/199-217) y en los años siguientes, otro obispo, Hipólito (217-235) padeció el primer cisma de la iglesia de Roma; situación que se repitió con Cornelio (251-253) y Novaciano (251-258) y que coexistió con la apostasía de Marcelino (296-304) o la existencia de una sede vacante del 308 al 310.  Roma ni era una realidad episcopal tranquila y difusora de luz ni tampoco contaba con el monopolio de las pretensiones de ascendencia petrina. Como el propio Ratzinger, siendo cardenal, reconoció[8] el concilio de Nicea se refirió a tres sedes primadas: Roma, Antioquía y Alejandría. Todas ellas pretendían ser de origen petrino y, como Ratzinger señaló también en esa época, la vinculación de Roma con Pedro era antigua, pero no necesariamente de la Era de los apóstoles, una afirmación bien notable para alguien que terminaría siendo papa.  El mismo concilio de Nicea, de importancia esencial para la Historia del cristianismo, ni fue convocado por el obispo de Roma –sino por el emperador Constantino– ni presidido por él o por representante suyo.   Por si fuera frente a las pretensiones posteriores de la sede romana, antes de que concluyera el siglo IV, el papa Liberio (352-366) había incurrido en herejía, el primero de una lista significativa. Insistamos: la diócesis de Roma en términos estrictamente históricos era bien diferente de los desarrollos teológicos que comenzarían con posterioridad y que culminarían en 1871 con el dogma de la infalibilidad papal forjado en medio de un intento desesperado por conservar los Estados pontificios en medio de una Italia al fin reunificada como nación.

Esa situación de humilde precariedad inicial varió con el colapso del imperio. El vacío político fue cubierto con verdadera fruición por el obispo de Roma aunque semejante empeño no resultara fácil y se prolongara a lo largo de la Edad Media. No deja de ser significativo que el saqueo de Roma por Alarico fuera aprovechado por el papa Inocencio I para proclamar la primacía romana lo que, dicho sea de paso, provocó la ruptura con las sedes de Antioquía y Alejandría que se consideraban no menos primadas y petrinas.  Durante los siglos siguientes, el papado, empeñado en contar con un poder temporal creciente, no dejó de chocar con los poderes políticos a los que deseaba fuertes si podía utilizarlos como sumisa espada, y a los que no dudaba en debilitar si los concebía como una posible amenaza.  El resultado de esa tensión fue diverso. Si León III (795-816) no dudó en coronar a Carlomagno como emperador, el emperador fue, por su parte, el que nombró a papas como Juan XII, León VIII, Benedicto V, Juan XIII o Benedicto VI por citar tan sólo unos cuantos.  En esa misma tradición, tan sólo Enrique III de Alemania designó papas a Clemente II (1046-1047), Dámaso II (1048), León IX (1049-1054) y Víctor II (1055-1057).  

Sobre ese trasfondo de ansia por ampliar su poder, Castilla resultaba un objetivo más que deseable para la sede romana.  A su vez, Alfonso VI pensó que una potencia internacional de esa magnitud podría ayudarlo frente a una amenaza como la que representaba la invasión de los almorávides.   En 1086, este grupo de integristas africanos procedentes del norte de África ocasionó una terrible derrota a Alfonso VI en un lugar situado entre la fortaleza de Azagala, próxima a Badajoz, y el río Zapatón.  Seguramente, la situación podía haber llegado a la categoría de catástrofe de no ser porqué Yusuf se vio obligado a repasar el Estrecho para atender asuntos que exigían su presencia en el norte de África.  Aprovechando ese respiro, Alfonso VI decidió entonces articular una línea de contención apoyada en Toledo, Aledo y Valencia.  Para poder sostener el sistema se vio obligado a llamar del destierro al Cid que logró dominar el valle del Ebro y la región valenciana convenciendo incluso a los régulos moros para que se enfrentaran a los almorávides.  Alfonso VI logró contener a los invasores, ciertamente, pero no fue ni lejanamente porque recibiera ayuda de Roma.  Mientras tanto, una de las primeras medidas llevadas a cabo por Yusuf fue colocar a los escasos mozárabes que aún vivían en los reinos islámicos ante la dramática tesitura de convertirse al islam o morir.  Lo que vino a continuación fue un verdadero genocidio en el que los mozárabes fueron exterminados como animales o deportados al norte de África mientras sus lugares eran ocupados por bereberes recién llegados.  Poco después, repitiendo un fenómeno típico del islam, los propios musulmanes de las taifas se convertían en víctimas de los almorávides.  En el año 1090, cayó en sus manos Granada, al siguiente, Sevilla y en 1092, al perder el castillo de Aledo, Alfonso VI se vio obligado a llamar nuevamente a su servicio al Cid que, en 1094, conquistó Valencia.  En el verano de 1099, el Cid, que había completado la posesión de Valencia con la conquista de otras plazas como la de Murviedro, entregó su alma a Dios.  Con él desaparecía el verdadero valladar de la lucha hispana contra los invasores norteafricanos.  Serían precisas varias décadas para que su labor quedara concluida.

La invasión almohade constituyó un fenómeno de terrible y despiadada brutalidad.  Los escasos mozárabes que quedaban así como los judíos fueron asesinados mientras que sus mujeres y sus posesiones pasaban a manos de los invasores islámicos [9].  El mensaje sostenido en la punta de las espadas almohades era conversión al islam o muerte, y las juderías de Sevilla, Córdoba, Granada y otras ciudades tuvieron que optar entre la apostasía o el martirio.  Ni siquiera Lucena, convertida en un último resto de la importancia judía en Al-Andalús, escapó de aquel diluvio de sangre y fuego.  Se vio arrasada por completo y como ella sucedió en Montilla, Aguilar y Baena, poblaciones todas ellas formadas casi por completo por judíos o conversos, más o menos sinceros, al islam. 

CONTINUARÁ


[1]  Sobre la figura de este monarca, véase: C. Orcástegui y E. Sarasa, Sancho III el Mayor. Rey de Navarra, Iruña, 1991; J. Pérez de Urbel, Sancho el Mayor de Navarra, Madrid, 1950; J. M. Ramos Loscertales, El reino de Aragón bajo la dinastía pamplonesa, Salamanca, 1961; A. Ubieto Arteta, Los orígenes de los reinos de Castilla y Aragón, Zaragoza, 1989.

[2]  Sobre la historia primera de Navarra: T. Ximénez de Embún, Ensayo histórico acerca de los orígenes de Aragón y Navarra, Zaragoza, 1878; Barrau-Dihigo, “Les origines du royaume de Navarre d´aprés une théorie récente” en Revue Hispanique, 7, 1900, pp. 141-505; E. Ibarra, “La reconquista de los Estados pirenaicos hasta la muerte de Sancho el Mayor” en Hispania, 6, 1942, pp. 3 ss y J. Pérez de Urbel, “Lo viejo y lo nuevo sobre el origen del reino de Pamplona” en Al-Andalus, 19, 1954, pp. 3 ss.

[3]  Hasta qué punto semejante afirmación no pasa de ser un disparate interesado puede verse incluso en el hecho de que Sancho III utilizó mucho más la lengua romance de Navarra que el vascuence e incluso dejó que éste se perdiera en tierras de la Rioja, Álava y la Ribera navarra.

[4]  Sobre el tema, véase: A. I. Lapeña Paul, El monasterio de san Juan de la Peña en la Edad Media, Zaragoza, 1989.

[5] Al respecto, véase: J. M. Lacarra, “La proiecció política de Sanc el Maior als comtats de Barcelona i de Gascunya” en Estudis d´Historia Medieval 3, Barcelona, 1970, pp. 1-9.

[6]  Sobre el reinado de Alfonso VI y el Cid sigue resultando indispensable la consulta de R. Menéndez Pidal, La España del Cid, Madrid, 1929.  De interés resulta también G. Martínez Diez, El Cid histórico, Barcelona, 1999.  Ya centrado en Alfonso VI conviene consultar: L. De la Calzada, “Alfonso VI y la crisis occidental del siglo XI” en Anales de la universidad de Murcia, 11, n. 1, 1953-54, pp. 9-86; E. Lévi-Provencal, Alphonse VI et la prise de Toléde (1085) en Hesperis, 12, 1931, pp. 33-49; R. Menéndez Pidal, “Adephonsus Imperator toletanus, magnificus, triumphator” en Historia y Epopeya, Madrid, 1934.

[7]  El título de papa fue aplicado inicialmente a todos los obispos de Occidente y al obispo de Alejandría en oriente. En el sínodo de Pavía de 20 de septiembre de 998 se censuró la conducta del arzobispo de Milán que aún seguía denominándose papa y a partir de 1073, en virtud de una decisión del concilio de Roma celebrado bajo el pontificado de Gregorio VII, se prohibió la utilización de este título a cualquier obispo que no fuera el de Roma. Hoy en día, el título en occidente está limitado al obispo de Roma, cabeza de la iglesia católica, y en las iglesias ortodoxas a todos los sacerdotes siendo un equivalente al "padre" católico.  

[8]  J. Ratzinger, La sal de la tierra, Madrid, 1997, p. 196.

[9]  Crónica Adephonsi Imperatoris, CI.

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