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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

XI.- De religión sometida a religión sometedora (IV): Desplome y supervivencia (IV): La pérdida del poder político (II): bajo el califato

Jueves, 14 de Noviembre de 2019

En la época del emirato y del califato cordobeses, a decir verdad, las rentas del estado dependían en no escasa medida del botín de las expediciones emprendidas contra los cristianos del norte, un botín que no pocas veces tenía entre sus partes más pingües la venta de los prisioneros de guerra como esclavos.  De esta manera, si Abd ar-Rahmán II había percibido un millón de dinares anuales – cifra que se vería muy mermada durante el gobierno de sus sucesores – Abd ar-Rahmán III logró ingresar en el tesoro público la cifra de poco menos de cinco millones y medio de dinares, a los que hay que sumar los tres cuartos de millón de su renta personal como califa.   Una proporción verdaderamente extraordinaria de la riqueza y del comercio del califato descansaba sobre el tráfico de esclavos.  Durante el siglo X, Al-Andalus se convirtió verdaderamente en el centro del comercio de seres humanos de occidente.  Por sus tierras pasaban las caravanas de esclavos que no sólo se vendían en el interior sino que también se destinaban a la exportación.  Diferenciados por su color en dos grandes grupos, blancos y negros o sudaneses, los primeros procedían de las aceifas lanzadas por las tropas islámicas contra la España cristiana, de las incursiones de piratas musulmanes realizadas contra las costas de Europa y, en menor medida, de la compra que realizaban de prisioneros eslavos a los germanos.  A lo largo del siglo X, los miembros de la religión antaño dominante no dejaron de protagonizar constantes huidas en busca de la libertad hacia el norte cristiano.  De hecho, su existencia se fue haciendo cada vez más difícil y desesperada hasta que en 1099 la persecución religiosa decretada por los almorávides los aniquiló prácticamente por completo.

Al cabo de casi tres siglos, los seguidores de la antaño religión oficial conocían sobradamente lo que significaba la invasión y permanencia del islam en la Península Ibérica.  Si para aquellos que habían abrazado la religión predicada por Mahoma se había traducido en desprecios, relegación en la escala social y una cruenta mezcla de sublevación casi continua y represión despiadada; para los que habían permanecido fieles a la antes confesión estatal había implicado humillaciones todavía mayores, intervención en asuntos eclesiales, extirpación de la lengua, exilios forzosos, deportaciones, reducción a la esclavitud, ruina y muerte.  Poco puede extrañar que en medio de semejante encadenamiento de desgracias vinculadas inexorablemente al islam, buscaran el consuelo en una fe que consideraban verdadera y, muy especialmente, en su libro sagrado: la Biblia.  En aquellas páginas intentaron, como generaciones de cristianos anteriores y posteriores, hallar la guía para la existencia cotidiana y también una explicación para una realidad que resultaba posiblemente demasiado dura como para que nosotros podamos captarla actualmente de una manera cabal.  Los resultados de ese escudriñamiento del Libro sagrado condujeron así, por ejemplo, a una lectura del profeta Ezequiel que identificaba a Gog y Magog con la invasión islámica y confiaba en que sus iniquidades encontrarían final gracias a la acción de un monarca como Alfonso III, o, a partir de finales del siglo X, a un desplazamiento del énfasis hacia el último libro de las Sagradas Escrituras, el Apocalipsis de san Juan, que no sólo anunciaba una catástrofe sin precedentes tras un milenio de reinado de Cristo sobre la tierra sino también las tribulaciones que debería padecer el Reino de Dios antes del final de los tiempos.  El porqué de ese desplazamiento será fácil de comprender si se tiene en cuenta que, a la muerte de Al-Hakam, fue proclamado califa su hijo Hisham II (976-1013?).  Niño de pocos años, iba a dejar de manifiesto a lo largo de su reinado una notable incapacidad para gobernar.  Sin embargo, esa circunstancia no se traduciría, al menos durante años, en un debilitamiento del poder del califato.  La razón para ello no sería otra que un personaje llamado Abu Amir Muhammad ben Amir al-Maafií al que sus éxitos militares le valieron el sobrenombre de el Victorioso (al-Mansur) y que pasaría a la historia como Almanzor.

CONTINUARÁ

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