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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

(XCVI): El liberalismo es pecado… (II): El apoyo de la iglesia católica a don Carlos (I)

Viernes, 18 de Marzo de 2022

Aunque en 1823, con ayuda de un cuerpo expedicionario francés conocido como los Cien Mil Hijos de san Luis, el régimen absolutista quedó reinstaurado en España y aunque recibió todo tipo de albricias y parabienes de la iglesia católica, aquel cambió no sirvió para conservar el imperio español.  El 8 de diciembre de 1824, en la batalla de Ayacucho se consumó el proceso de independencia de la América hispana continental.  Del imperio de ultramar tan sólo quedaban Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico y las Filipinas.

Este acontecimiento – que no puede calificarse de inesperado – iba a pesar enormemente sobre el ánimo de Fernando VII.  Convencido absolutista, se percató entonces de que no tenía más remedio que suavizar sus posiciones e incluso aceptar la participación en la política de los liberales moderados dispuestos a serle leales.  Precisamente en estos momentos – y no años después como se repite a menudo – es cuando surgió el partido carlista o apostólico que se agrupó en torno al infante Carlos María Isidro.  Para sus miembros, Fernando VII estaba evolucionando de manera peligrosa hacia el liberalismo y, por lo tanto, resultaba imperativo destronarlo y sustituirlo por su hermano, un fanático católico convencido de las bondades del absolutismo.   La situación llegó a ser tan amenazante en algunas partes de España como Cataluña que, el 22 de septiembre de 1827, el rey tuvo que dirigirse hacia esta región para sofocar los conatos carlistas.

De haber fallecido sin descendencia, Fernando VII hubiera preferido con mucho que le sucediera su hermano pequeño Francisco de Paula.  De simpatías liberales y masón, le parecía con mucho preferible a Carlos, absolutista y clerical.  Sin embargo, no estaba en su mano alterar el orden sucesorio y, por lo tanto, la única manera de intentar influir en la sucesión residía en el hecho de engendrar herederos varones que le sobrevivieran.  Se imponía, por lo tanto, que Fernando VII, a la sazón viudo, volviera a contraer matrimonio.

Los absolutistas eran partidarios de una princesa alemana que, supuestamente, mantendría al rey en lo que consideraban el buen camino.  Sin embargo, Fernando VII no deseaba bajo ningún concepto repetir la experiencia que había tenido con una esposa anterior, María Josefa, y se afirma que, al escuchar la sugerencia, dijo: “!No más rosarios ni versitos, coño!”.  En ese momento, fue la esposa de Francisco de Paula, Luisa Carlota, la que le sugirió que contrajera matrimonio con su hermana, la princesa María Cristina de Borbón, nacida el 27 de abril de 1806.  La visión de un retrato de la joven fue la que, al fin y a la postre, decidió al rey a pedir su mano.  Así, el 24 de septiembre de 1829, a los cuatro meses de enviudar el monarca, se anunció oficialmente que había pedido la mano de la princesa napolitana. 

La boda se celebró el 11 de diciembre de 1829 en Aranjuez y la influencia de la reina no tardó en hacerse notar.  En poco tiempo, María Cristina consiguió que indultara a numerosos liberales e incluso que le prometiera que promulgaría una amnistía política si llegaba a darse el caso de que tuvieran los ansiados hijos.  Que la influencia de María Cristina era positiva admite hoy pocas dudas.  No obstante, en su época fue muy mal vista por ciertos sectores de la corte.  Sus acciones no sólo abrían la puerta al acercamiento de los liberales sino que además alejaban del poder real al infante don Carlos y a su esposa. 

Cuando, en marzo de 1830, se anunció que la reina estaba encinta, la ansiedad hizo presa de los absolutistas que temían no sólo que don Carlos no fuera rey sino que el sucesor de Fernando VII pudiera ser incluso un liberal.  Sin embargo, se planteaba también un problema de mucho mayor calado que no iba a tardar en plantearse.

Desde la perspectiva de los reyes, el problema no se reducía únicamente a tener descendencia sino que además ésta debía ser del sexo masculino.  La razón estaba en el cambio de las leyes sucesorias que se había producido al llegar a España los Borbones.  Si hasta entonces las reinas habían podido acceder a la corona de no haber heredero varón – una situación que permitió sentarse en el trono a Isabel la católica y a su hija Juana – a partir de Felipe V semejante posibilidad les quedó vedada.  Efectivamente, en 1713, el primero de los Borbones españoles había promulgado el Acta Real que implantaba en España una ley sálica.   Semejante norma no sólo iba en contra de la tradición legal española sino que además, y es fácil comprender el por qué, implicaba un semillero de problemas sucesorios. 

Ya en 1789, reinando Carlos IV, el Acta real había sido abolida por una Pragmática Sanción presentada ante las cortes.  Sin embargo, por razones de conveniencia política, el texto legal no había sido publicado y, por lo tanto, carecía de vigencia.  Ahora, Fernando VII, al que no se le escapaba la posibilidad de que su próximo vástago fuera una hembra, aceptó – con el apoyo de su esposa, de su hermano menor Francisco de Paula y de su cuñada Luisa Carlota – promulgar la Pragmática Sanción de Carlos IV.

En puridad, la medida adoptada por Fernando VII era excelente no sólo porque, al menos en apariencia, garantizaba que no existiera vacío institucional sino también porque, de esa manera, se restablecía el orden sucesorio tradicional perfilado, por ejemplo, en las Partidas.  Sin embargo, como no resulta difícil comprender, ni el infante Carlos María Isidro ni su círculo contemplaron con buenos ojos el paso dado por el rey.  Se contara como se contara, significaba el final fallido de una espera de años para ocupar el trono.  Se trataba de una opción apoyada expresamente por el clero católico en la convicción, nada desencaminada, de que serviría mejor a los intereses de la institución a la que servían.

El 10 de octubre de 1830, la reina dio a luz a una niña a la que se impuso el nombre de Isabel.  La noticia causó una enorme satisfacción en los medios carlistas porque no tenían el menor inconveniente en ir a una guerra civil para coronar a don Carlos.  También produjo un no menos considerable pesar en los liberales porque se percataban de que los absolutistas no aceptarían la legalidad con tal de lograr que triunfaran sus ambiciones.  En ese enfrentamiento iba a desempeñar un papel de primer orden la cuñada del rey y esposa del infante Carlos, la princesa María Francisca.  Apoyada en un grupo de intrigantes absolutistas entre los que se daban cita no pocos clérigos católicos, María Francisca se fijó como objetivo derogar la Pragmática Sanción y allanar el camino de su marido hacia el trono.

El 30 de enero de 1832, la reina dio a luz por segunda vez.  Fue otra niña a la que puso por nombre Luisa Fernanda.  Esta infanta se casaría en 1846 con el duque de Montpensier.  Su nacimiento fortaleció las esperanzas carlistas de que su candidato sucediera a Fernando VII. 

CONTINUARÁ

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