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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

(LXXXIX): De la supresión de la ilustración a la oposición a la oposición al estado liberal (XIII). La oposición A los patriotas (II): La connivencia con el invasor francés (II)

Viernes, 17 de Diciembre de 2021

A las siete de la mañana del 2 de mayo[1], las calles de Madrid, la ciudad que ya entonces se despertaba la primera en España, eran testigo de cómo sus habitantes habían comenzado a afanarse en la búsqueda del pan cotidiano.  Ante el palacio real apareció un hombre del pueblo que comenzó a gritar que los franceses querían llevarse a “todas las personas reales”.  Los gritos atrajeron inmediatamente a una muchedumbre que, bajo las ventanas de palacio, comenzó a gritar “mueras” a los franceses y a exigir que no salieran los infantes.  Fue entonces cuando se abrió uno de los balcones y apareció un gentilhombre de palacio que los llamó a las armas para evitar que se llevaran al infante.

      La reunión de un número creciente de personas ante palacio, los gritos, los vítores, el ruido en suma a tan temprana hora de la mañana llamaron la atención del mariscal Murat que se alojaba en el palacio de doña María de Aragón.  Inquieto ante la posibilidad de alguna manifestación anti-francesa, envió a palacio a Auguste Lagrange, uno de sus edecanes.   De manera fulminante, el mariscal ordenó el envío de tropas que llevaran a cabo el oportuno escarmiento.  Escarmiento, que no simple intento de intimidación para volver a implantar el orden. 

       El batallón de granaderos de la guardia imperial hizo acto de presencia en la explanada de palacio con dos piezas del 24 y, nada más llegar, sin decir palabra alguna, disparó una descarga alta de fusilería, seguida de otra baja de metralla, sobre la muchedumbre.  Causaron así – entre muertos y heridos – una docena de víctimas.  Mientras los infantes y los ministros se refugiaban tras los muros del palacio real, los granaderos franceses tomaron posiciones y siguieron ametrallando a los civiles que se aprestaron a defenderse. 

      La diferencia de medios entre los invasores y los españoles resultaba abismal.  Los primeros no contaban, a la sazón, más que con unos cuantos regimientos de infantería que reunían a unos cinco mil hombres en su conjunto y que además estaban acantonados no en la misma capital sino en el exterior.  Frente a ellos, los franceses disponían de más de cincuenta mil.  Por añadidura, esas fuerzas se hallaban situadas en la misma capital en un conjunto de acantonamientos magníficamente escogidos.  Para colmo, ni siquiera todos los soldados españoles estaban dispuestos a sumarse al alzamiento.  Desde hacía meses, se había insistido en que los franceses eran aliados y que, por supuesto, resultaba intolerable cualquier acto agresivo dirigido contra ellos. 

     La respuesta francesa resultó verdaderamente fulminante en respuesta a los correos enviados por Murat a través de los enlaces.  Madrid quedó ocupado por no menos de treinta mil soldados franceses, bien equipados y sujetos a un mando experimentado.  Mientras la mayoría de los militares españoles se encerraba en los cuarteles obedeciendo órdenes, el pueblo llano reaccionó de una manera muy diferente.  Los ejemplos de resistencia popular no resultaron, desde luego, escasos. 

     Entre las tropas que se dirigieron a aplastar aquella resistencia se encontraba lo más granado del ejército imperial.  Junto a los famosos mamelucos que Napoleón había reclutado en Egipto, se hallaban los escuadrones de la Guardia imperial mandados por Dumesmil que había ordenado seguir avanzando hacia la Puerta del Sol.  En el popular enclave madrileño se agolpaba una multitud de civiles mal armados sobre los que lanzó Dumesmil a los mamelucos.

     Sin dejar de combatir, los españoles intentaron retirarse hacia las calles que desembocaban en la Puerta del Sol, pero allí los estaban esperando los hombres enviados por Murat.  Cuando se extinguió la resistencia, los muertos españoles superaban holgadamente el millar. 

      Mientras los civiles se enfrentaban a pecho descubierto con los franceses, los militares, como ha sido regla general en la Historia de España, no tenían la menor intención de enfrentarse con sus mandos naturales por más que la situación resultara intolerable.  Dado que los franceses eran, formalmente, aliados, aquella mañana del 2 de mayo en Madrid, no se produjeron cambios.  Sólo un pequeño grupo de militares defendería el honor de las fuerzas armadas y con él contribuirían a salvar también el de la nación.  La resistencia se centró en el Parque de Artillería de Monteleón.  Los ochenta defensores del Parque – unos sesenta de ellos paisanos – resistieron tres asaltos de las tropas francesas, pero acabaron sucumbiendo.         

     Aplastada la resistencia, los franceses realizaron el balance de sus bajas.  Eran ciertamente cuantiosas.  En 1851, en su Memoria histórica de los principales acontecimientos del día Dos de Mayo de 1808, Tamarit estableció las bajas francesas por barrios.   Según Tamarit, en el barrio de Maravillas, donde se hallaba el Parque de Monteleón, sufrieron mil sesenta y tres muertos, ciento noventa y seis heridos y noventa y cinco desaparecidos; en el barrio de San Isidro, veintiséis, cuatro y siete; en el Barquillo, cien, quince y veinticinco; en San Martín, ciento veintidós, treinta y doce; en el barrio de los Afligidos, cuarenta dos, veinte y nueve; en Palacio, cuarenta y cuatro, diez y diecinueve; en el Avapiés, treinta, uno y trece; en San Isidro, veintiséis, cuatro y siete; en San Francisco, quince, once y diez; en la Plaza Mayor y la Puerta del Sol, ochenta y cuatro, trece y diez.  Llama la atención el elevado número de desaparecidos.  Quizá haya que atribuirlo a que se trató de soldados franceses cuyos cadáveres fueron escondidos por los madrileños en bodegas y sótanos. 

     Sin embargo, si el pueblo llano y algunos militares aislados habían salvado el honor nacional no podía decirse lo mismo de las instituciones y poderes fácticos del Antiguo Régimen.  A decir verdad, el comportamiento de éstas resultó vergonzoso. 

     Murat estaba decidido a yugular con los métodos más expeditivos la resistencia del pueblo español.  Durante la mañana del 2 de mayo, dirigió una comunicación al Consejo de Castilla, verdadero gobierno en funciones, indicando que había ordenado a sus hombres “que toda reunión se disperse, bajo pena de ser exterminados.  Que todo individuo que sea aprehendido en una de estas reuniones sea inmediatamente pasado por las armas”.  Pero la responsabilidad de evitar semejantes supuestos recaía, según afirmaba Murat de manera tajante, en el Consejo de Castilla “siendo responsables ante el cielo y el emperador Napoleón”.  El gobierno en funciones se plegó a los deseos del invasor sin rechistar.  A las dos de la tarde, se fijaba un bando en los muros de la capital señalando que las reuniones en las calles y plazas quedaban prohibidas y si no se disolvían tras ser “advertidos por cualquier alcalde de Corte o barrio o cabeza de ronda o jefe militar con patrulla… se les tratará como violadores de la pública tranquilidad, e impondrán las penas correspondientes, hasta la de muerte”.  Igualmente, el gobierno español ordenaba que los alcaldes de Corte procedieran a recoger todas las armas blancas y de fuego y las depositaran en las Casas Capitulares, con el apercibimiento de que si se encontrara alguna en poder de particulares tras la publicación del bando las penas podrían llegar “hasta la del último suplicio”.  La finalidad de estas medidas, como señalaba el mismo bando, era conservar “la mejor buena armonía con las tropas francesas”.

      El mismo 2 de mayo, Murat había dictado una orden del día digna de pasar a la Historia universal de la infamia.  Durante las horas siguientes, los soldados franceses fusilaron a infelices que llevaban encima un cortaplumas o unas tijeras, o arcabucearon a paisanos capturados junto a la fuente de la Puerta del Sol o la iglesia de la Soledad por el único delito de encontrarse en esos lugares.   Por añadidura, tras horas de asesinatos por las calles, las plazas y las tapias, en la noche del dos al tres de mayo comenzaron los fusilamientos de carácter oficial.  La consigna de las autoridades francesas era proceder a diezmar a los prisioneros que, en su aplastante mayoría, eran civiles.  Uno de cada diez fue sacado del lugar de reclusión con destino a los paredones improvisados.  El número de muertos a manos de los invasores quedó establecido por el propio Napoleón en una comunicación dirigida el 6 de mayo de 1808 a sus hermanos Luis y Jerónimo, y a su cuñado Camilo Borghese, casado con su hermana Paulina.  La afirmación del emperador era tajante:  “Más de dos mil personas de ese populacho han sido muertas.  Yo tenía en Madrid seis mil hombres que no han tenido que hacer nada.  Se ha aprovechado este suceso para desarmar a Madrid”.

       Mientras sucedía todo esto, los altos mandos militares, más cercanos a sus superiores civiles que al pueblo, no estaban dispuestos a malquistarse con los franceses.  El 3 de mayo, el general José Navarro Falcón envió al capitán general de Madrid, Javier Negrete, un informe de lo acontecido.  La versión oficial era que la culpa de todo lo sucedido la tenían los paisanos que se habían apoderado del Parque y alzado contra los aliados franceses. 

      El 4 de mayo, cuando aún estaban calientes los cadáveres de centenares de fusilados por las tropas francesas, los jefes y oficiales del ejército español decidieron rendir homenaje a Murat.  Los hechos quedaron reflejados en la Gaceta de Madrid del 6 de mayo de manera elocuente.  Se señalaba así que “todos los oficiales generales y toda la oficialidad de la tropa de la Casa Real y de la guarnición de esta corte han tenido la honra de presentarse a S.A.I y R. (Murat) para reiterarle la oferta de sus servicios”.   Murat, por supuesto, aprovechó el acto, según la citada fuente, para razonar con “estos buenos y valerosos españoles acerca de los recíprocos intereses de Francia y España, de la libertad de los mares y del influjo que debíamos tener en las transacciones políticas del continente”.  

      La conclusión de la reunión de Murat con los jefes militares constituyó una verdadera declaración de principios:  “Todos han accedido con respeto y ardor a tan juiciosas reflexiones, manifestadas con energía”.  La capitulación de los altos mandos militares era obvia.  

       El día 4 de mayo, en claro paralelo con el comportamiento de las autoridades militares, la Junta Suprema de Gobierno celebró una reunión a la que admitió a Murat que consiguió que lo nombraran presidente.  El paso era importante y, sin embargo, innecesario.  Ese mismo 4 de mayo, Fernando VII devolvió, por escrito y en Bayona, la corona a su padre Carlos IV.  El viejo Borbón se apresuró entonces a escribir antes de que acabara el día a Murat nombrándolo su lugarteniente general del reino con la autoridad emanada de ese cargo.  De manera bien significativa, el monarca se dirigía al invasor como “Mi señor hermano” y concluía con un “suplicándoos, oh príncipe, tengáis a bien… aceptar este nombramiento que dará la tranquilidad a mi alma”. 

      A aquella traición vergonzosa se sumó también la iglesia católica.  El 2 de mayo, algunos miembros del clero bajo habían acogido a los heridos brindándoles refugio en sus templos, pero ni participaron en la lucha ni alentaron a nadie a entrar en ella.  A la semi-pasividad contra los patriotas se sumó en unas horas una abierta agresividad.  Así, la Inquisición condenó el 6 de mayo la resistencia contra los franceses, seguramente convencida de que los invasores no la atacarían.  Finalmente, el alto clero se opuso formalmente a aquel recurso a la violencia.  El obispo de Guadix, por ejemplo, anatematizó “la horrenda y monstruosa deformidad del tumulto, sedición o alboroto del ciego y necio vulgo”.       

Se mirara como se mirara, todas las autoridades españolas, todos los poderes fácticos del Antiguo Régimen, se habían rendido ante Napoleón.  Poco puede sorprender que Napoleón considerara zanjado el problema español y que se dispusiera a dar los últimos pasos para que su hermano José acudiera a Madrid a ceñirse la corona cedida por los Borbones y no defendida por aquellos que debían haberlo hecho.  El ejército, la nobleza, la iglesia católica y la monarquía habían dejado de manifiesto lo que podían dar de si mientras el pueblo derramaba su sangre combatiendo contra los invasores.  Sería ese sacrificio – pero también el temor a perder sus privilegios – lo que, poco a poco y no siempre, las llevaría a cambiar de actitud.  

CONTINUARÁ

 

[1]  Sobre el episodio con bibliografía, véase:  C. Vidal, 1808.  España contra el invasor francés, Barcelona, 2008.

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