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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

(LXV): El tributo pagado a la contrarreforma (II): la visión del trabajo (II)

Jueves, 4 de Marzo de 2021

La iglesia católica era tributaria de una visión del trabajo desvinculada de la Biblia y que Eusebio, gran defensor del constantinianismo, en el siglo IV, había descrito de la siguiente manera:

        "Dos formas de vida fueron dadas por la ley de Cristo a su iglesia. Una es sobrenatural y sobrepasa la forma de vida común... Completa y permanentemente se separa de la vida común y ordinaria de la humanidad, y se dedica al servicio de Dios solo... Esa es la forma perfecta de vida cristiana. Y la otra, más humilde, más humana, permite a los hombres... dedicarse a la agricultura, al comercio, y a otros intereses más seculares al igual que a la religión... Y una especie de piedad de segunda clase se les atribuye".

Esa diferenciación entre trabajos más o menos santos se fue fortaleciendo a lo largo de la Edad Media con aportes como pudo ser la visión de una sociedad esclavista como la romana o la caballeresca y militar de los pueblos germánicos que tanto se imbricó en la iglesia católica y que tan poco tiene que ver con el cristianismo primitivo de Jesús y sus apóstoles.  Desde luego, a inicios del siglo XVI, nadie habría discutido la existencia de trabajos más dignos y menos dignos; que ciertas ocupaciones no eran propias de los señores o simplemente de gente que se preciara e incluso que el trabajo era, a fin de cuentas, un castigo impuesto por Dios a nuestros primeros padres por su caída en el huerto del Edén. La Reforma presentó una visión radicalmente distinta del trabajo.

De entrada, el regreso a la Biblia permitió descubrir –¡más de un milenio para darse cuenta!– que Adán ya había recibido de Dios la misión de trabajar antes de la Caída y que esa labor consistía en algo tan teóricamente servil como labrar la tierra y guardarla (Génesis 2: 15). Aquel sencillo descubrimiento cambiaría la Historia de Occidente –y con ella la de la Humanidad– de manera radical. Lutero, por ejemplo, pudo escribir: "Cuando un ama de casa cocina y limpia y realiza otras tareas domésticas, porque ése es el mandato de Dios, incluso tan pequeño trabajo debe ser alabado como un servicio a Dios que sobrepasa en mucho la santidad y el ascetismo de todos los monjes y monjas". En su Comentario a Génesis 13: 13, el alemán señalaría en relación con las tareas de la casa que "no tienen apariencia de santidad, y, sin embargo, esas obras relacionadas con las tareas domésticas son más deseables que todas las obras de todos los monjes y monjas... De manera similar, los trabajos seculares son una adoración de Dios y una obediencia que complace a Dios". Igualmente en su Exposición del Salmo 128: 2 añadiría: "Vuestro trabajo es un asunto muy sagrado. Dios se deleita en él y a través de él desea conceder Su bendición sobre vosotros". Calvino –al que se suele asociar un tanto exageradamente con la denominada ética protestante del trabajo– fue también muy claro al respecto. En su Comentario a Lucas 10: 38 afirmó: "Es un error el afirmar que aquellos que huyen de los asuntos del mundo y se dedican a la contemplación están llevando una vida angélica... Sabemos que los hombres fueron creados para ocuparse con el trabajo y que ningún sacrificio agrada más a Dios que el que cada uno se ocupe de su vocación y estudios para vivir bien a favor del bien común".

Los reformadores menos conocidos no fueron menos explícitos que Lutero y Calvino en su rehabilitación de trabajos considerados como punto menos que infames en la Europa de la Contrarreforma. William Tyndale –que tradujo el Nuevo Testamento del griego original al inglés y murió en la hoguera por orden del rey Enrique VIII– escribió: "existe una diferencia entre lavar platos y predicar la Palabra de Dios, pero en lo que se refiere a complacer a Dios, no existe ninguna en absoluto". William Perkins, uno de los teólogos puritanos más relevantes, señalaría: "La acción de un pastor que guarda las ovejas... es tan buena obra ante Dios como la acción de un juez que dicta sentencia, o un magistrado que gobierna o un ministro que predica". Tal y como afirmaría también Perkins, la gente puede servir a Dios "en cualquier clase de vocación, aunque sea barrer la casa o guardar ganado". Otro puritano, Richard Steele, en un texto llamado de manera bien significativa The Trademan´s Calling (La vocación del comerciante), afirmó que en el comercio "se puede esperar de la manera más confiada la presencia y la bendición de Dios".  Es un tema el del comercio sobre el que volveremos más adelante.

Para los autores protestantes, la base para llegar a esa conclusión no estaba sólo en los textos de la Biblia en general, sino, de manera muy especial, en el propio Jesús. Hugh Latimer, por ejemplo, señaló: "Es una cosa maravillosa que el Salvador del mundo, y el Rey sobre todos los otros reyes, no se avergonzara de trabajar, sí, y de emplearse en una ocupación tan sencilla. De esa manera, santificó todas las formas de trabajo". John Dod y Robert Cleaver volverían a ese tema afirmando que "el gran y reverendo Dios no despreció el comercio honrado... por humilde que fuera, sino que lo coronó con su bendición".

Desde luego, la línea estaba claramente definida y era uniforme en cualquiera de las iglesias nacidas de la Reforma. Como señalaría un panfleto publicado a finales del siglo XVII en Inglaterra con el revelador título de Paul the Tentmaker (Pablo, el fabricante de tiendas), el protestantismo había impulsado un "deleite en los empleos seculares".

Semejante visión brillaría por su ausencia en aquellas partes del mundo donde no triunfó la Reforma. En España, por ejemplo, en 1492 se había expulsado a unos judíos que tenían una visión del trabajo idéntica a la de los protestantes puesto que, como ellos, la derivaban de la Biblia e, iniciado el siglo XVI, éstos tendrían que optar entre la hoguera o el exilio. Porque, desde luego, la visión del trabajo de los motejados como herejes era clara desde el principio y nada se parecía a la católica. Así, mientras se ventilaba la supervivencia de España como primera potencia de Europa, la nación siguió uncida a la idea de lo intolerable e infames que podían ser ciertos trabajos. Sus adversarios protestantes –que debieron dar gracias al Altísimo por ello– tenían un punto de vista muy diferente y, a pesar de tratarse, en general, de naciones más pobres y pequeñas, el resultado no pudo serles más favorable.  La manera en que ambas cosmovisiones quedaron reflejadas en el arte resulta ampliamente reveladora.  Mientras Velázquez pintaba figuras regias y religiosas y se tomaba un respiro con bufones y tontos, el protestante Rembrandt retrataba escenas bíblicas y también pañeros (sí, pañeros) o a los médicos en medio de una lección de anatomía, oficio este último que no dejó de recibir en España los zarpazos de la Inquisición[1].   Eran dos cosmovisiones bien distintas y no deja de ser revelador que la vencedora fuera la nación pequeña de Rembrandt con menos hidalgos quizá, pero más entusiasmo por el comercio y el trabajo manual.   Ni siquiera las sucesivas derrotas españolas provocaron un cambio de mentalidad con respecto al trabajo. En fecha tan tardía –los protestantes llevaban ya más de dos siglos y medio de ventaja en la idea de impulsar la bondad de cualquier trabajo– como el 18 de marzo de 1783, Carlos III mediante una Real Cédula intentó acabar con la "deshonra legal del trabajo". En otras palabras, como habían pretendido Lutero, Calvino o los puritanos, Carlos III señalaba que ningún trabajo honrado era deshonroso. El intento del monarca ilustrado era excelente, pero chocaba con una mentalidad arraigada a lo largo de siglos. No es que los españoles fueran vagos como se suele repetir injustamente –y, al respecto, basta con ver el resultado que dan fuera de España– pero no creían que el trabajo tuviera el mismo valor que le dan aquellos que nacieron y crecieron en naciones donde triunfó la Reforma protestante.

Esa mentalidad más que perjudicial sigue más que presente a día de hoy aunque los miembros del clero hayan sido sustituidos por supuestos intelectuales, subvencionados y contertulios. Hasta qué punto es así puede quedar ilustrada por un episodio notablemente significativo. Se trata de uno de los énfasis fundacionales del Opus Dei que subraya, con matices, la posibilidad de santificación en cualquier ocupación. Semejante circunstancia se ha señalado en repetidas ocasiones como una señal de que san José María Escrivá de Balaguer fue un avanzado a su tiempo. Quizá lo fuera en el mundo católico, pero lo cierto es que la novedad llevaban viviéndola en el mundo protestante desde hacía ya casi medio milenio. En otras palabras, quizá el bosquimano que, por primera vez, utilizó un encendedor pueda ser considerado por sus congéneres como un avanzado, pero, en relación con Occidente, es dudoso que se le pueda calificar de esa manera.  La realidad es que la anécdota sólo deja de manifiesto el atraso en que la Contrarreforma había sumido a España en relación con la ética del trabajo.  Durante siglos, España había estado vinculada a una visión católica del trabajo que despreciaba determinadas labores; que le había impedido aprovechar la pujanza económica derivada del imperio y que perdura hasta la actualidad.  No fue, lamentablemente, la única de las pésimas consecuencias del dominio que la iglesia católica ejerció sobre España.

CONTINUARÁ


[1]  Sagrario Muñoz Calvo, Inquisición y Ciencia en la España moderna, Madrid, 1977, pp. 179 ss. 

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