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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

(LVIII): La España de la contrarreforma (XV): Felipe II. La espada de la contrarreforma (X): El trágico balance

Jueves, 10 de Diciembre de 2020

En 1596, Inglaterra y Francia reconocieron la independencia de Holanda.  Dos años después, Felipe II firmó la paz de Vervins con Francia y se vio obligado a otorgar un régimen autónomo a Flandes cuya soberanía cedió a su hija Isabel Clara Eugenia.  Si tenía descendencia, reinaría en Flandes y, en caso contrario, los Países Bajos regresarían a España.  Eso fue lo que sucedió, aunque Holanda ya era independiente de facto.

Cuando se realiza balance del reinado de Felipe II, resulta obvio que los aspectos negativos – el peor de los cuales fue la sumisión a los intereses papales - fueran más numerosos y de mayor repercusión que los positivos.  Entre ellos hay que señalar el fatal aislamiento de España, la inmensa carga impositiva para mantener las empresas regias que recayó sobre Castilla de manera desproporcionada y la política inflexible de defensa de la Contrarreforma que estuvo en la raíz de las graves derrotas sufridas en Flandes, Francia e Inglaterra.  España contaba con un imperio en el que, literalmente, no se ponía el sol, pero, al mismo tiempo, en virtud de su vinculación a los propósitos de la iglesia católica se llegó a una fragilidad creciente de la economía.  Esta debilidad absurda si se tiene en cuenta la riqueza incalculable de las Indias se manifestó, por ejemplo, en las bancarrotas que tuvieron lugar en 1557, 1575, 1596 y 1607.  Hay que recordar que en 1557, al poco de ser coronado Felipe II, la Corona hubo de suspender los pagos de sus deudas declarando la primera bancarrota. En teoría, Felipe II tendría que haber aprendido la lección de los errores de su padre  tras esa crisis y haber saneado las cuentas de la monarquía. Sucedió todo lo contrario. A su fallecimiento, España había sufrido otras dos bancarrotas y además la deuda que dejó a su hijo era cinco veces superior a la recibida por él de su padre.  Las razones para ese desastre resultan, a día de hoy, bien reveladoras.

En primer lugar, resulta innegable que Felipe II confiaba en poder tapar el agujero que se había creado con su política de sostén de la Contrarreforma aumentando los impuestos de manera, por añadidura, carente de equidad.  Ciertamente, los ingresos de la Corona se doblaron al poco de llegar Felipe II al poder, y al final de su reinado eran cuatro veces mayores que los que existían en el momento en que había comenzado a reinar.  Sin embargo, los costes no eran escasos.  De entrada, Castilla pagaba cuatro veces más impuestos al final del reinado que al principio y además el sistema impositivo afectaba desigualmente a los otros territorios del reino.  Así, los habitantes de la Corona de Aragón no sólo pagaban menos impuestos que los de Castilla, sino que además la cifra inferior que abonaban se empleaba internamente. Respecto a Italia, los ingresos se destinaban a su propia administración. Poco puede sorprender que, con semejante sistema, Castilla quedara destrozada y el resto de España se malacostumbrara a contribuir menos a las cargas de la monarquía.  En unas décadas, por ejemplo, Cataluña entraría en una abierta rebelión fiscal a pesar de que contribuía mucho menos que los desdichados castellanos a las cargas nacionales.  Semejante circunstancia ya hubiera resultado suficientemente dañina para cualquier nación, pero, por desgracia, en el caso español vino acompañada de otras más graves si cabe. 

Felipe II multiplicó extraordinariamente los gastos por razones que deben atribuirse de manera preeminente al puro sectarismo ideológico. El deseo por mantener la unidad confesional en su reino fue común a la mayoría de los soberanos de la época, pero Felipe II   – siguiendo una tradición que venía de finales del siglo XV– fue incapaz de flexibilizar ese deseo amoldándolo a los intereses nacionales.  Al respecto, los ejemplos resultan claramente elocuentes.  Por ejemplo,  Francisco I y Enrique IV eran reyes católicos de Francia, pero supieron otorgar una tolerancia limitada a los protestantes para evitar, de ese modo desgarros nacionales.  Los pasos atrás en esa política – como la ya citada Noche de San Bartolomé en que fueron asesinados decenas de miles de protestantes franceses– fueron considerados, al fin y a la postre, errores políticos de especial gravedad.  La misma Isabel I de Inglaterra, cabeza de la iglesia anglicana, pudo castigar a los conspiradores católicos que pretendieron derrocarla, pero también concedió libertad de culto a los leales y contó con católicos en su círculo de poder más estrecho.  Semejante conducta – más que justificada siquiera por razones de Estado – resultaba inconcebible para un Felipe II empeñado en ser el campeón del catolicismo aún a costa de arruinar totalmente a España.  Prefirió provocar una rebelión en Flandes antes que tolerar una cierta libertad religiosa; se empeñó en invadir Inglaterra creyendo que así traería a la nación al seno del catolicismo; intervino en la guerra de los Tres Enriques en Francia para asegurar que el trono francés no fuera ocupado por un protestante…  Ni una sola de las empresas – todas ellas enormemente caras en sangre y oro – se resolvió en beneficio de España.  Incluso aquellas campañas que concluyeron en triunfo – como la de Lepanto – dejaron de manifiesto que Felipe II era, en un sentido real, más papista que el papa.  Mientras Venecia firmaba la paz con los turcos y el papa miraba hacia otro lado, España cargaba con las consecuencias de una victoria incompleta.  Algo similar había sucedido con la famosa Armada invencible, aventura azuzada por el papa, que, al fin y a la postre, no depositó una moneda de las prometidas a Felipe II.  España, por enésima vez, perjudicaba sus intereses nacionales en favor de una Santa Sede que siempre se comportaba en beneficio de los suyos.

La conducta de Felipe II – siniestra mezcla de fanatismo religioso, inconsciencia económica y despreocupación por el futuro de sus súbditos - iba a marcar de manera trágica la Historia de España.   Para ella no existe disculpa, como se ha pretendido ocasionalmente, en un supuesto espíritu de la época que, teóricamente, cegaba a todos.  De hecho, no faltaron las mentes sensatas que comprendían cabalmente lo que estaba pasando.  En 1592, una década antes de la publicación de la traducción de la Biblia de Reina-Valera, cuando el imperio español marchaba a su ocaso desangrado por guerras que le eran extraordinariamente perjudiciales y cuya única justificación aparente era el combate contra el protestantismo, el desastre sufrido por la fuerza de desembarco que debía invadir Inglaterra en 1588 provocó uno de los primeros cuestionamientos de la política seguida por España.  Ginés de Rocamora, el procurador de Murcia, defendió, en clara armonía con los principios de la Contrarreforma, que España debía “sosegar a Francia, reducir a Inglaterra, pacificar a Flandes y someter a Alemania y Moscovia”.  No se le escapaba al triunfalista Rocamora lo audaz de su tesis, pero pronto echó mano de un argumento que, de nuevo según el enfoque de la Contrarreforma, debía disipar cualquier posible - y arriesgada - objeción. La causa de España era la de la iglesia católica y, por lo tanto, era la de Dios. Por ello, había que tener la absoluta convicción en que “Dios dará sustancias con que descubrirá nuevas Indias y cerros de Potosí, como descubrió a los Reyes Católicos de gloriosa memoria...”.


La ardorosa exposición de Rocamora encontró un templado contrapunto en Francisco Monzón, otro procurador que, quizá por representar a Madrid, conocía más a fondo el impacto que aquellas guerras estaban teniendo sobre la Capital y Corte.  Para Monzón resultaba obvio que era absurdo seguir desangrando el imperio en favor de unos intereses que no eran los de la nación española sino los de terceros no pocas veces ingratos. Ante el argumento - aparentemente sólido - de que España estaba contribuyendo a facilitar la salvación y a impedir la perdición eterna de sus adversarios, Monzón no pudo dar una respuesta más escueta y, a la vez, convincente : “si ellos se quieren perder que se pierdan”.

No hace falta decir que el sensato consejo de Monzón - mucho menos ambicioso y profundo que el de Valdés – no fue escuchado y, al fin y a la postre, no fueron los rivales católicos (Francia) o protestantes (Holanda, Inglaterra) de España los que se perdieron sino ella misma, una nación donde hubo – en contra de lo afirmado tantas veces y como ya vimos – Reforma, pero fue incinerada en las hogueras de la Inquisición.  Al lograr Felipe II mantener a España fuera del influjo de la Reforma, se cristalizó una mentalidad distinta de la que se dio en las naciones protestantes con los costes a los que ya hicimos referencia. 

Durante los siglos siguientes, Felipe II sería presentado como ejemplo de monarca para todos los españoles.  No dejaba de ser una visión peculiar cuando el paradigma de la gloria regia se identificaba con un personaje caracterizado por el fanatismo, por el despilfarro sectario, por la ausencia de preocupación por los intereses de España y los españoles, y por una cerrazón intelectual que cortó las relaciones académicas con el resto de Europa.  Cuando se reflexiona sobre este hecho – y sobre la mentalidad nacida a su sombra - quizá no resulta tan difícil comprender otros episodios de la Historia de España, incluidos algunos muy cercanos. 

CONTINUARÁ

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