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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Marcos, un evangelio para los gentiles (XXVII): 14: 43-65

Domingo, 27 de Octubre de 2019

Jesús aún estaba hablando cuando, acompañado por Judas, llegó un contingente armado enviado por las autoridades del Templo.  Se ha ido convirtiendo en un factor políticamente correcto el evitar las referencias a los judíos en los relatos de la pasión de Jesús e incluso se han escrito algunas obras – alguna debida a autores españoles – para insistir en que su condena se debió única y exclusiva a la acción de los romanos.  Semejante reacción es explicable dado el daño inmenso que la utilización descontextuada de ciertos pasajes de los evangelios por parte de la iglesia católica ha causado a los judíos durante siglos.  Sin embargo, el deseo – totalmente legítimo – de evitar el antisemitismo no puede realizarse a costa de negar la realidad histórica.  La muerte de Jesús no fue culpa de todo el pueblo judío ni tampoco se puede ajustar cuentas con los judíos posteriores por ese tema, pero tampoco se puede negar que las autoridades religiosas tuvieron un papel esencial en su arresto, que deseaban su ejecución y que incluso en el Talmud se jactan de haberlo conseguido sin mencionar – bien revelador – el papel de los romanos. Al respecto, el relato de Marcos resulta de una enorme sobriedad y aparece carente de las tintas recargadas que luego encontramos en otros textos.   

Identificar a Jesús en medio de la oscuridad y de los otros peregrinos en Jerusalén no era tarea fácil, pero la dificultad quedó vencida por el beso de Judas.  Jamás un gesto tan tierno, tan dulce y tan humano se utilizó de manera más vil (14: 44-45).  Identificado Jesús por el beso del traidor, procedieron a arrestarlo (14: 46).  Fue entonces cuando uno de los que lo acompañaban intentó resistir y en su resistencia al arresto cortó la oreja de un siervo del sumo sacerdote (14: 47).  Marcos fue durante años el intérprete de Pedro y su evangelio recoge no poco del testimonio ocular del apóstol.  No sorprende, por eso, que mantenga respetuosamente oculta la identidad del que arremetió armado contra el criado del sumo sacerdote porque no fue otro que Pedro.  De hecho, de no ser por otro testigo ocular -  Juan (18: 10-11) – desconoceríamos ese dato. 

Jesús no se sumó a ese gesto de resistencia.  Por el contrario, dejó de manifiesto que era absurdo tratarlo como a un delincuente y que resultaba más que obvio como era sólo sabiendo lo que había enseñado abiertamente en el templo.  Con todo, no resultaba extraño ya que, a fin de cuentas, se estaban cumpliendo las Escrituras. Efectivamente, así era y en ese momento, en cumplimiento de las mismas, los que lo acompañaban se dieron a la fuga (14: 49-50).

Marcos introduce aquí un elemento propio de su evangelio que, con seguridad, apunta hacia si mismo.  Mientras los que habían arrestado a Jesús se lo llevaban, un muchacho no sólo no huyó sino que comenzó a seguirlos.  Da la sensación de que había actuado movido por la mayor premura y que sólo tuvo tiempo para envolverse en una sábana – seguramente con la que dormía – y echar a andar tras Jesús.  Sin embargo, su presencia no pasó desapercibida e intentaron detenerlo.  Entonces, zafándose de las fuerzas del templo, huyó aunque eso significó perder la sábana y tener que correr desnudo (14: 51-52).  Aquel joven era Marcos, pero no quiso dejar constancia de su papel en ese momento – ¡a cuántos les habría gustado decir yo estuve allí! -  aunque sí de un episodio menor aunque altamente simbólico.  Cuando uno se aparta de Jesús se queda desnudo, sin nada y, a decir verdad, pierde todo.   Pedro, de momento, lo seguía y llegó al patio de la casa del sumo sacerdote (14: 54).

Las autoridades del templo buscaban dar muerte a Jesús, pero chocaban con la falta de testimonios suficientes y coincidentes para hacerlo (14: 55-56).  De hecho, a lo más que llegaban era a acusarlo de haber anunciado que destruiría el templo, pero ni aún así concordaban los testimonios (14: 57-59).  De hecho, como señalaría Juan en su evangelio, la referencia a la reconstrucción del templo por Jesús tenía, en realidad, relación con su resurrección (Juan 2: 21-22). 

El hecho de que la causa entrara en punto muerto acabó llevando al sumo sacerdote a asumir el interrogatorio de Jesús.  En lo que, seguramente, fue un intento a la desesperada de salir de aquella enojosa situación, optó por plantear directamente la cuestión de la mesianidad de Jesús preguntándole si era el mesías (14: 61).  La cuestión planteada por Caifás disipaba el recurso al silencio al haberse invocado al propio Dios lo que obligaba al arrestado a dar una respuesta veraz.  Por añadidura, colocaba a Jesús ante una delicada tesitura.  Si respondía de manera afirmativa, era obvio que el sanhedrín tendría elementos para condenarlo como falso mesías, un agitador que debía ser entregado como cualquier otro sedicioso al poder del ocupante romano.  Si, por el contrario, contestaba de manera negativa, quizá habría que ponerlo en libertad, pero todo su atractivo sobre las masas quedaría irremisiblemente dañado y, como peligro, podría verse conjurado.   Jesús no parece haber dudado un solo instante a la hora de responder:      “Yo soy y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo” (14, 62).

La respuesta fue pulcramente cortés hasta el extremo de no utilizar el nombre de Dios y sustituirlo por el eufemismo del Poder, circunstancia que, una vez más, apunta a la conducta de un judío meticulosamente piadoso.  A la vez, resultó contundente e iluminadora.  Sí, era el mesías y además un mesías que cumpliría – como ellos tendrían ocasión de ver – las profecías contenidas en el Salmo 110 y en el capítulo 7 de Daniel, aquellas que se referían a cómo Dios le haría sentar a su diestra y a cómo le entregaría un Reino en su calidad de Hijo del Hombre para extender su dominio sobre toda la tierra.  Sin embargo, Jesús no se limitó a esas afirmaciones.  Por añadidura, incluyó otra que selló su destino. Así,  hizo una clara referencia a la venida en las nubes del cielo, una circunstancia reservada al mismo YHVH en el Antiguo Testamento y que ya había llevado, mucho antes del nacimiento de Jesús, a que muchos judíos contemplaran al Hijo del Hombre no como a un mero ser humano sino como a un ser divino investido de aspecto humano.  Sí, Jesús reconocía que era el mesías, pero había ido mucho más allá.  Era el mesías divino al que se había referido Daniel en su profecía, un mesías divino investido por el Anciano de días y que vendría sobre las nubes, como el propio YHVH, a traer el juicio contra aquel sistema espiritualmente corrupto.  La disyuntiva del sumo sacerdote no era ya si Jesús decía una verdad o una mentira afirmando ser el mesías sino si Jesús estaba diciendo una verdad o una blasfemia, esta vez sí, indiscutiblemente digna de la pena de muerte.

No son pocos los autores que han pretendido que el sanhedrín no pudo condenar a Jesús a muerte simplemente por proclamarse mesías ya que esa afirmación no implicaba blasfemia.  Incluso no faltan los que pretenden negar la historicidad de la condena de las autoridades del templo basándose en ese argumento.  La realidad es que, al argumentar así, dejan de manifiesto que no han logrado captar – como sí lo hizo el sumo sacerdote – la entidad real de la respuesta de Jesús, una respuesta que iba mucho más allá de una simple afirmación de mesianidad.  

La reacción del sumo sacerdote fue la que cabía esperar.  Se rasgó las vestiduras, indicó que Jesús había pronunciado una blasfemia y concluyó que aquella circunstancia convertía en ociosa la declaración de cualquier testigo de cargo (14, 63).   En términos estrictamente jurídicos, el sumo sacerdote tenía razón.  A decir verdad, la única alternativa con la que se encontraba a esa condena era la de confesar que Jesús era quien decía ser.  Tampoco puede causar sorpresa que cuando solicitó la opinión de los miembros del sanhedrín, éstos también señalaran que las palabras pronunciadas por Jesús eran dignas de la última pena (14, 64).  En ese momento, algunos de los que custodiaban a Jesús comenzaron a burlarse de él, a escupirlo y a abofetearlo (14, 65).  Pero el drama sólo había dado un paso más.

CONTINUARÁ

 

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