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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Marcos, un evangelio para los gentiles (XIX): 11: 21-12: 12

Domingo, 8 de Septiembre de 2019

El anuncio de que el pueblo de Israel iba a quedar fuera de la misma manera que la higuera que lo simbolizaba y que no daba fruto puede parecer clara ahora.  No lo era, sin duda, en aquella semana de Pascua del año 30 d. de C..  Ahora sabemos que el templo de Jerusalén nunca ha sido reconstruido aunque no han faltado los intentos como el impulsado por el emperador Juliano que pretendía demostrar que el cristianismo era falso y que pensó que levantar de nuevo el santuario de Jerusalén invalidaría las profecías de Jesús y la credibilidad de su enseñanza.  También sabemos que, a pesar del derroche extraordinario de especulación que implica, el Talmud no se ha traducido en un regreso masivo de Israel al Dios de Abraham, Isaac y Jacob.  Lo mismo puede decirse de los diferentes mesías judías desde Bar Kojba – aclamado como tal por el famoso rabino Akiva – hasta hoy pasando por Sabbatai Tzeví y tantos otros.  Incluso el mismo sionismo – y hay no pocos judíos que consideran que es una horrenda herejía secular que aparta al pueblo judío del único Dios – no se ha traducido jamás en un retorno al mensaje de las Escrituras.  Se mire como se mire, ni Jerusalén es ya la capital del pueblo judío – ni siquiera que lo sea del estado de Israel es un hecho sin discusión – ni cuenta con templo ni opera desde hace casi dos milenios el sistema de sacrificios ni la mayoría de los judíos anda a la busca de Dios.  Esos hechos, por amargos que puedan resultar, son innegables.  Pero ¿quién hubiera podido esperarlos, salvo Jesús, en aquellos días?  A decir verdad, sólo los que tuvieran fe en él. 

     De ahí que cuando Pedro le indicó que la higuera, efectivamente, se había secado (11, 22), Jesús apuntara a la necesidad de creer.  ¿Que era imposible pensar que semejante entramado religioso y político se secara?  Cierto, pero aquellos que tienen fe pueden llegar a ver cosas prodigiosas en el curso de sus existencias, tan prodigiosas como que un monte se descuajara de la tierra y se posara en el mar (11, 23).  Sí, el que cree que recibirá lo que pide a Dios, lo recibirá sin duda (11, 24), pero siempre debe recordar que es imposible acercarse a Dios cuando el rencor, el resentimiento o la falta de perdón anida en el corazón (11, 25-6).

    Para los que vivimos en nuestro ya avanzado siglo XXI estos episodios pueden significar poco, pero para los contemporáneos de Jesús rezumaban un pavoroso dramatismo.  De repente, aquel hombre que había entrado sobre un asno en Jerusalén se arrogaba una autoridad que, entre otras circunstancias, se manifestaba en decir de manera fácil de comprender que aquel sistema espiritual estaba llegando a su fin.  El episodio relatado en 11, 27-33 corrobora esa terrible realidad.  Jesús podía decir lo que quisiera, pero ¿cómo se atrevía?  No era sacerdote, no era un escriba, no era un maestro de los fariseos.  ¿Qué autoridad tenía para abrir la boca siquiera?  La respuesta de Jesús constituye un prodigio de sagacidad e incluso de elegancia.  Estaba dispuesto a responder a esa cuestión, pero antes deseaba que le dijeran de dónde había procedido la misión de Juan que había llamado a todos a la conversión y a preparar el camino a YHVH (11, 29-30 e Isaías 40, 1-3).  La disyuntiva era enormemente peligrosa y no se escapó a los que habían formulado la pregunta a Jesús.  Si decían que Juan era un profeta, Jesús podía decirles que dónde estaba la razón para no haberle escuchado y haber aceptado su llamamiento a la conversión (11, 31).  Si, por el contrario, respondían que era un predicador de inspiración humana… bueno, la consecuencia podía ser todavía peor porque muchos lo tenían por profeta (11, 32).  En un ejercicio de hipocresía, respondieron que no lo sabían y ahí la respuesta de Jesús resultó genial.  Si ellos no daban respuesta tampoco lo haría él (11, 33).

     Y es que lo que se estaba ventilando en esos días finales de la vida de Jesús era el fracaso colosal de todo un sistema espiritual basado en el pueblo de Israel y en el templo.  Se trataba de un sistema que ya tenía las horas contadas aunque, por supuesto, sus seguidores no pudieran ni imaginarlo.  Tres décadas después, el autor de la carta a los hebreos señalaría cómo ese sistema iba a desaparecer pronto (Hebreos 8, 13) aunque los destinatarios de su misiva todavía se sintieran seducidos por el sistema del judaísmo del segundo templo. 

      Precisamente, la parábola que ocupa la primera parte del capítulo 12 incide en ese tema.  En realidad, la Historia de Israel había sido la de un pueblo –simbolizado ahora por una viña como en Isaías 5, 1-7 – que durante siglos fue objeto de los desvelos, los cuidados y los mimos de Dios (12, 1).  Pero Dios esperaba fruto y, periódicamente, enviaba a sus siervos los profetas a reclamarlo.  Por regla general, esos profetas eran atacados, despreciados, golpeados, incluso muertos (12, 2-6).  Finalmente, Dios envió a Su Hijo, pero los que gobernaban la viña no lo escucharon.  Por el contrario, captaron que matar a aquel Hijo los convertiría en los verdaderos dueños de facto de la viña.  De manera que lo asesinaron y, por añadidura, decidieron expulsar al Hijo de la viña para que nadie pudiera atar cabos y darse cuenta de la monstruosidad que había acontecido (12, 6-8).  Sin embargo, la Historia no acabaría cuando, apenas unos días después, aquella gente diera muerte a Jesús el mesías para asegurarse controlar sin obstáculos a Israel.  Dios reivindicaría a Su Hijo (12, 9-11) como estaba profetizado en el Salmo 118, 22-23 y aquel sistema desaparecería.  Era obvio que Jesús sólo estaba dejando – como Juan el Bautista, como tantos profetas, como posteriormente Esteban (Hechos 7) – dos alternativas, o la de aceptar el mensaje de Dios que anunciaba o la de matar a tan incómodo mensajero.  Habrían deseado optar por la segunda alternativa en ese momento, pero no tuvieron otro remedio que esperar (12, 12).

      Ciertamente, toda esta sección de Marcos – previa al relato de las últimas controversias de Jesús – está cargada de un significado que va más allá de la situación terrible descrita al final de los cuatro evangelios, la de un sistema que, supuestamente, debía adorar y servir a Dios, pero que se había pervertido hasta el extremo de acabar con sus profetas y planear la muerte de Su Hijo.  Esa situación se ha repetido una y otra vez en los siglos siguientes y fuera además del ámbito judío.  No debería sorprendernos.  Cualquiera que llama a la conversión corre un riesgo más que real de ser perseguido, calumniado, vilipendiado, golpeado, encarcelado e incluso muerto.  Pero también el que sufre esa suerte debe ser consciente de que así hicieron antes con los profetas y que, por lo tanto, su condición es la de alguien bienaventurado (Mateo 5, 11-12).    

CONTINUARÁ     

 

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