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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Lucas, un evangelio universal (XXVXX): La oración (II): (11: 5-13)

Domingo, 15 de Noviembre de 2020

Inmediatamente después de trazar las líneas maestras de la oración, Jesús llevó a sus oyentes a reflexionar sobre la oración.  Resulta enormemente interesante observar cómo en no pocas ocasiones, Jesús espera que sus oyentes piensen.  Es cierto que esa actitud no encaja con la de organizaciones religiosas que, desde arriba, imponen sus consignas sobre sus fieles.  Es cierto que muchos enseñantes desean que sus oyentes se limiten a tragar lo que les dicen sin rechistar.  Es cierto que no pocos piensan que la verdadera conducta cristiana es seguir al jefe sin reflexionar.  No fue el caso de Jesús.  No lo fue, desde luego, al hablar de la oración, una conducta que no se parece ni de lejos a rezar fórmulas manidas una y mil veces como si eso pudiera realmente acercar a Dios.

Como en otras ocasiones, Jesús intenta llevar a pensar formulando una pregunta (11: 5-7).  A los presentes, Jesús les plantea una historia.  Imaginemos que vivimos en el siglo I y ya nos hemos acostado para dormir.  No tenemos mucho espacio.  En nuestra modesta vivienda – como las que se han excavado en la colina de Nazaret – hemos metido los pocos animales – una cabra, una oveja… - que tenemos; hemos guardado también las herramientas con las que trabajamos como carpinteros o zapateros, hemos metido a los niños en la cama, hemos cerrado la puerta y nos vamos a dormir.  Durante toda la noche, estaremos sin apenas movernos, pero descansando, eso sí.  En ese momento justo en que todas las piezas se han recogido en la vivienda, alguien llama a la puerta.  Se trata de un amigo inoportuno al que se le ha presentado una visita inesperada y acude a pedirnos algo de pan para agasajarlo o, al menos, darle de comer.  Ciertamente, no ha podido llegar en peor momento.  ¡¡¡Ya está todo ordenado en la casa!!!  ¡¡¡Vamos a dormir!!!  ¡¡¡Por supuesto, no me voy a levantar revolviendo a los niños, quizá a los animales, desde luego, los aperos!!!  Esa es nuestra reacción natural.  Lo es, sin duda, pero…  pero por la insistencia del inoportuno vecino – aunque no por amistad, quizá – nos acabaremos levantando para atenderlo (11: 8). 

Ahora bien, pensemos en esta historia.  Nos puede pasar a cualquiera y, aunque sólo sea por quitarnos de encima al pesado que llama a deshoras, lo atenderemos.  De aquí se desprenden una clara enseñanza.  Si pedimos, Dios nos dará; si buscamos, hallaremos y si llamamos, Dios nos abrirá (11: 9).  Así va a ser sin duda (11: 10).

Podríamos decir en ese momento:  Jesús, ¿por qué estás tan seguro?  ¿Qué te hace afirmar con toda resolución lo que dices?  De nuevo, Jesús apela a la capacidad de pensar de sus oyentes.  Supongamos que un hijo te pidiera pan, ¿le darías una piedra?  Supongamos que tu hijo te pide pescado, ¿le entregarías una serpiente?  Supongamos que tu hijo te pide un huevo, ¿le darías un escorpión? (11: 11-12).  No. ¿Cierto?  Bien, entonces piensa un poco más.  Tu no eres bueno.  A decir verdad, si tomamos como regla todas las exigencias de Dios eres malo.  En ti existe una tendencia al pecado, en tu carne hay muestras claras de que tu naturaleza está caída, tu sabes de sobra que has pecado una y otra vez.  Sin embargo, en general, sabes dar lo bueno a tus hijos o, al menos, evitas darles algo malo cuando te piden lo bueno.  Bien, si eso pasa contigo, con todo tu pecado, tus caídas, tus imperfecciones, ¿qué te llevaría a pensar que Dios – que es tu Padre – actuaría peor que tu?  Por supuesto que no.  Dios – tu Padre que está en los cielos si es que, efectivamente, sigues a Jesús (Juan 1: 12) – está dispuesto a dar lo que pidas y, de hecho, lo más preciado que puede otorgarte, el Espíritu Santo, también lo dará a los que se lo pidan (11: 13).

La oración eficaz tiene condiciones, pues, que Jesús nos ha mostrado haciéndonos pensar.  Primera, el que ora debe ser perseverante.  Ese “ay Dios mío, que no sea así” no es la oración de que habla Jesús.  Es, por el contrario, la de aquel que, de manera continua y perseverante, a todas horas, en cualquier situación se acerca a Dios suplicándole, incluso en contextos tan peculiares como el del vecino inoportuno que viene a pedir pan cuando ya estamos en la cama.  Segunda, el que ora no sólo debe pedir sino también buscar y llamar.  Tiene que buscar la voluntad de Dios.  Tiene que llamar ante las puertas del Señor.  Tiene que creer que se abrirán.  Hay mucho más aquí que lo que vemos en la persona que, eventualmente, se dirige a Dios porque teme perder el empleo o el novio.  Tercera, la oración, única y exclusivamente, se dirige a Dios como Padre.  Sí, por supuesto, que hay gente que se encomienda a los seres más diversos e incluso cree que son mediadores entre Dios y los hombres.  Sin embargo, esa idea es frontalmente contraria a la enseñanza de la Biblia donde Jesús afirmó que sólo se puede rendir culto a Dios (Lucas 4: 8) y donde los apóstoles mostraron que el único mediador entre Dios y los hombres es Cristo como hombre (I Timoteo 2: 5).  Acercarse a otros seres en oración es una clara blasfemia que resulta odiosa a Dios.  No deja de ser significativo que cuando, por ejemplo, el profeta Habacuc menciona las causas del juicio de Dios sobre cualquier nación entre ellas menciona el orar a imágenes diciendo:   “¿Qué utilidad tiene la imagen esculpida al que la hizo? ¿Cuál tiene la imagen fundida que enseña mentira para que, tras hacer imágenes mudas, confíe el que las ha hecho en su obra?  ¡Ay del que dice al palo: Despiértate y a la piedra muda: Levántate! ¿Podrá enseñar?  Ciertamente, está cubierto de oro y plata, pero no hay espíritu en su interior” (Habacuc 2: 18-19).  Jesús jamás enseñó una aberración como el culto a las imágenes o a seres distintos de Dios.  Tampoco lo hicieron sus apóstoles.  Cuarta, sólo los que tienen a Dios como padre pueden esperar respuesta.  Por supuesto, hay mucha gente – incluido el papa Francisco – que piensa que todos los seres humanos son hijos de Dios, pero esa enseñanza choca frontalmente con la contenida en la Biblia.  Sólo aquellos que han experimentado una conversión, que han aceptado a Jesús, que han creído en él han sido adoptados como hijos de Dios (Juan 1: 12).  Como señala Pablo: “todos sois hijos de Dios por la fe en Jesús el mesías” (Gálatas 3: 26).  Son aquellos que, tras la conversión, son adoptados por Dios los que pueden verlo como Padre y, dicho sea de paso, piensen un poco: ¿podría ser de otra manera?  ¿Acaso nosotros consideraríamos hijo a alguien que no hubiéramos engendrado o, al menos, adoptado?  Obviamente, no. 

Resulta, sin duda, refrescante, estimulante, emocionante reflexionar con Jesús y descubrir verdades que, no pocas veces, van muy lejos de aquel contexto en que hemos crecido y hemos sido educados.  Una vez más, la enseñanza de Jesús da libertad, abre nuevos caminos hacia una vida más plena y lo hace de manera comprensible.  Incluso – como veremos la semana que viene – aunque el propio Diablo se oponga.

CONTINUARÁ   

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