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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Lucas, un evangelio universal (XIX): El que no se escandalice… (7: 11-35)

Domingo, 24 de Mayo de 2020

En la exposición de Lucas, el episodio de la curación del siervo del centurión va seguida de la resurrección del hijo de la viuda de Naín como paso previo a una enseñanza desarrollada de Jesús sobre el escuchar su mensaje.  Si el siervo del centurión dejó de manifiesto el poder de Jesús sobre la enfermedad, el que el hijo de la viuda de Naín volviera a la vida colocó ante todos la realidad de su dominio sobre la muerte.  Jesús responde por compasión ante el dolor de la mujer y lo hace consolándola (7: 13).  No sólo eso.  En ese acercamiento a una mujer que sufre uno de los dolores más agudos que se puedan experimentar – la muerte de un hijo – Jesús se permite tocar el ataúd en contra de las normas de pureza (7: 14).  Tenía autoridad más allá de esta vida y no puede sorprender que los que contemplaron los hechos pensaran que había llegado un gran profeta – no un profeta cualquiera – y que Dios había visitado al pueblo (7: 16).  Lógicamente, la fama de Jesús se extendió, pero la fama no significa tanto como creen aquellos que la ambicionan y el episodio de Juan el Bautista enviando a sus discípulos a indagar lo deja de manifiesto con toda claridad.  Jesús podría ser muy popular, pero la realidad era que Juan estaba en una mazmorra y nada hacía pensar que pudiera producirse el cuadro escatológico que había anunciado de juicio mesiánico y de destrucción de los enemigos de Dios.  Más bien, Jesús parecía empeñado en dar muestras de gracia más que de juicio – lo mismo que había molestado a los asistentes a la sinagoga de Nazaret – por eso resultaba imperioso preguntar si era Jesús el que había de venir o si había que esperar a otro (7: 18-20). 

La pregunta de Juan muy posiblemente se explica y se inscribe en la creencia de los dos mesías que tenían muchos judíos.  El Antiguo Testamento presenta dos tipos de textos relativos al mesías.  En uno de ellos, el mesías es presentado como un siervo sufriente que padece todo tipo de golpes, que muere expiatoriamente y que resucita para ascender a la diestra de Dios.  En el otro, el mesías aparece como un rey victorioso que implanta la justicia de Dios en todo el mundo.  La conciliación entre ambas descripciones aparece en algunos textos con una referencia a dos venidas del mismo mesías y en otros, como dos mesías que venían una sola vez.  Desde la Edad Media, en el judaísmo se ha extendido aplicar los textos del siervo sufriente a Israel y mantener los mesiánicos en relación al mesías o al sionismo.  Juan el Bautista no tenía la menor duda de que Jesús era el mesías.  El Señor que lo había llamado había confirmado que era el mesías, pero… ¿y si no fuera el mesías al que se había referido?  ¿Y si de él no cupiera esperar la restauración de Israel y el castigo de los malvados?  ¿Acaso habría que esperar a otro mesías más?

La respuesta de Jesús fue terminante.  Las obras que estaba llevando a cabo encajaban con las descripciones mesiánicas contenidas, por ejemplo, en Isaías 35: 5-6, pero, de manera reveladora, lo más importante no era eso sino que ante ese mensaje se diera una respuesta de adhesión (7: 23).  Los felices, los dichosos, los bienaventurados a fin de cuentas son los que no se escandalizan ante Jesús (7: 23).  Juan el Bautista había sido un profeta y un profeta extraordinario (7: 24-28).  Lamentablemente, mientras que hubo gente que lo escuchó y respondió a su predicación (7: 29), los dirigentes religiosos decidieron rechazar los planes de Dios porque su llamamiento a la conversión no encajaba con sus intereses.  Esa respuesta dejaba de manifiesto la realidad espiritual de la generación – la generación más perversa según el historiador judío Flavio Josefo – la de una generación que siempre se las arregló para evitar responder correctamente a Dios.  Cuando apareció Juan, lo consideraron demasiado ascético (7: 33) y cuando apareció Jesús lo tacharon de borracho y comilón (7: 34).  La cuestión era oponerse a los planes de Dios.   Es algo que sucede generación tras generación.  Ante el mensaje del Evangelio, los dados a la vida relajada lo consideran inaceptable por su supuesto rigor moral y los que son presa de la religiosidad se quejan de que no tiene “ni santos ni vírgenes” – la expresión la he escuchado más de una vez – y que, por lo tanto, no puede ser algo serio.  Eso de que Dios ofrezca gratuitamente el perdón, la salvación, la vida eterna no les encaja porque para ellos semejante situación sólo puede venir gracias a ceremonias, ritos, sacramentos o donativos.  Pobre de esa generación sobre la que se arroja la vista y sólo hay gente inmoral o enferma de religiosidad y superstición.  Ni unos ni otros tienen la menor disposición a escuchar el mensaje de salvación aunque se curen siervos de centuriones y se levanten los muertos de los ataúdes.  Incluso se acusarán de ser el obstáculo para la felicidad de la sociedad que no es suficientemente farisaica o promiscua.  Si todos fueran inmorales o supersticiosos se viviría supuestamente en el mejor de los mundos.  Por supuesto, no es el caso ni de lejos.  En realidad, el verdadero bienaventurado es, precisamente, el que no tropieza en Jesús sino que de él recibe el mensaje de salvación.

CONTINUARÁ

 

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