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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Lucas, un evangelio universal (VIII): Juan hijo de Zacarías (3: 2-22)

Domingo, 23 de Febrero de 2020

En el contexto que describimos someramente en la última entrega, apareció Juan el hijo de Zacarías, más conocido como el Bautista.  Que su mensaje enlazaba directamente con la vida espiritual de Israel era algo que resultaba claro porque, inmediatamente, fue identificado con la profecía de Isaías 40: 1 ss que hablaba de la voz que clamaba en el desierto (3: 4-6).  Por cierto, profecía bien reveladora porque mencionaba expresamente que a quien precedería sería al propio YHVH, Dios.   

    El llamamiento de Juan era el propio de los profetas, el llamamiento a la teshuvah o conversión.  El Pirke Avot, uno de los escritos esenciales de la literatura rabínica, comienza afirmando que todo Israel tiene una parte en el mundo venidero, una máxima tomada de Sanhedrín 90ª.  Sin embargo, tal y como se desprende de las fuentes, Juan sostenía un punto de vista radicalmente distinto.  De manera clara, insistía en rechazar lo que podríamos denominar un nacionalismo espiritual que encontramos en escritos de la época y que garantizaba la salvación a cualquier judío por el hecho de serlo.  Por el contrario, Juan afirmaba, de manera desagradable, pero inequívoca, que sólo podían contar con ser salvados aquellos que se volvieran a Dios (3: 7-9).  Esa conversión debía quedar de manifiesto en el cambio de vida (3, 10-14).   Cualquiera que analice la manera en que respondía a los que le planteaban cuestiones concretas puede ver que la enseñanza de Juan indicaba que había que evitar los abusos de poder, la corrupción, la mentira o la falta de compasión.      Resulta obvio que el mensaje de Juan distaba mucho de ser lo que ahora entenderíamos como revolucionario.  No esperaba que cambiaran las estructuras sociales ni que se produjera alteración alguna en la división de clases que a la sazón existía.  No condenó, desde luego, a los recaudadores de impuestos – los odiados publicanos al servicio de Roma – ni a los alguaciles o soldados que los acompañaban. Sí consideró, por el contrario, que, como todos, debían convertirse y que, tras su conversión, su vida debía experimentar cambios como el comportarse de forma honrada y el descartar conductas como la mentira, la violencia, la corrupción o la codicia. 

     Ese llamamiento a la teshuvah y esa aceptación quedaban simbolizados por el bautismo que Juan realizaba a orillas del Jordán.  La referencia al bautismo despertaría hoy en no pocas personas imágenes de niños que reciben un hilo de agua sobre la cabeza en medio de un rito que implica la entrada en la iglesia.  El significado y el ritual en Juan era notablemente distinto a esa visión.  De entrada, el bautismo se identificaba con una inmersión total en agua que es, dicho sea de paso, lo que la palabra significa literalmente en griego.  En contra de lo que hemos visto en algunas películas en que un Juan de aspecto anglosajón deja caer unas gotas sobre un arrepentido barbudo, los que habían escuchado las palabras del Bautista eran sumergidos totalmente en el agua – lo que explica que el predicador hubiera elegido como escenario de su proclama el río Jordán – simbolizando de esa manera que Dios les había otorgado el perdón de sus pecados y que se había producido un cambio en su vida. 

      El hecho de que Juan predicara en el desierto y recurriera al bautismo como rito de iniciación ha sido relacionado ocasionalmente con los esenios del mar Muerto, pero semejante conexión resulta inaceptable porque los esenios repetían los bautismos en distintas ocasiones, algo que no sucedía con Juan.  En realidad, el origen del rito seguramente debe localizarse en la ceremonia que los judíos seguían para admitir a los conversos en el seno de Israel.  En el caso de las mujeres, eran sometidas a una inmersión total (bautismo); en el caso de los varones, también se daba ese bautismo, aunque precedido, como ordena la Torah, por la circuncisión.  El hecho de que Juan aplicara ese ritual no a gentiles que entraban en la religión de Israel sino a judíos que ya pertenecían a ella estaba cargado de un profundo y dramático significado.  Como ya señalamos, sólo los que se volvían a Dios, los que se convertían, podían esperar entrar en Su reino.  Desde la perspectiva de Juan, lo que establecía la diferencia entre los salvos y los réprobos, entre aquellos cuyos pecados recibían o no perdón, no era el hecho de pertenecer o no al pueblo de Israel, sino de volverse hacia Dios con el anhelo de cambiar de vida, un cambio que resultaba simbolizado públicamente por el bautismo. 

      Por añadidura, Juan esperaba que, muy pronto, se produciría un cambio radical, un cambio que no vendría por obra del esfuerzo humano, sino en virtud de la intervención directa de Dios  que actuaría a través de su mesías.  Éste se manifestaría pronto y entonces las promesas pronunciadas durante siglos por los profetas se harían realidad.  Los que hubieran experimentado la conversión serían preservados cuando se ejecutara el juicio de Dios, mientras que los que no la hubieran abrazado, resultarían aniquilados.  La alternativa sería verse inmersos en la acción del Espíritu Santo o en el fuego (3, 15-17).    

      La predicación de Juan el Bautista duró poco.  Como cualquier predicador que no busca su propio ensalzamiento, sino cumplir con su cometido de manera digna y decente, Juan no estaba dispuesto a restringir su acerado mensaje por razones de conveniencia personal o por servilismo hacia los poderosos.  Al reprender el pecado de sus contemporáneos, no se detuvo ni siquiera ante el propio Herodes el tetrarca.  De manera bien significativa, el pecado que le echó en cara tenía que ver con la ética sexual contenida en la Torah.  Herodes se había casado con Herodías, la mujer de su hermano Felipe, y Juan le instó al arrepentimiento señalando que esa conducta no era lícita.  El resultado de su predicación fue que el tetrarca lo detuviera y ordenara su confinamiento en la fortaleza de Maqueronte (3, 19-20).  Sin embargo, para cuando esos hechos tuvieron lugar se había producido un acontecimiento de enorme trascendencia: Jesús había sido bautizado y el Espíritu Santo había corroborado que era el Hijo de Dios (3: 21-22).  En Lucas, el episodio no merece la extensión que encontramos en Juan – un antiguo discípulo del Bautista – sino que se reduce a una nota escueta y sencilla.  Juan – de cuyo ministerio Lucas proporciona algunos detalles que no conocemos por otras fuentes – había aparecido, había cumplido con su misión y había desaparecido de escena no precisamente para disfrutar un retiro dorado.  Deberíamos reflexionar sobre ese aspecto con detención.  Nosotros NO somos el mensaje.  Como mucho – y eso suponiendo que hagamos las cosas bien – somos los que apuntamos al mensaje. 

CONTINUARÁ   

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