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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Lucas, un evangelio universal (V): Antes de la vida pública (III) (2: 8-40): el nacimiento

Domingo, 2 de Febrero de 2020

Es posible que el nombre Lucas sea el propio de un liberto, es decir, el de una persona que ha sido esclavo.  De ser así, el médico posiblemente ganó – o recuperó – la libertad gracias a su arte curativa y, muy posiblemente, a través de esta circunstancia, hayamos dado además con una de las claves de su evangelio.  Y es que Lucas muestra una sensibilidad especial a la hora de relatar aspectos relacionados con los pobres, los marginados, los situados en la periferia de la existencia.  Basta ver el relato del nacimiento de Jesús para darse cuenta de ello.  Mientras que Mateo lo centra en un varón – algo lógico en un autor judío – Lucas se detiene en dos mujeres; mientras que Mateo nos habla de reyes, Lucas coloca ante nosotros a pastores, ese tipo de gente cuyo testimonio habría sido rechazado por judíos; mientras que Mateo acentúa el aspecto regio del recién nacido, Lucas nos recuerda que los padres de Jesús eran de humilde condición y por eso presentaron la ofrenda de los pobres (Levítico 12, 6-8) y no la de la gente acomodada. 

Lucas subraya la manera en que Dios ha descendido hasta el nivel de calle, hasta el piso bajo de la creación, hasta lo más sencillo porque busca a todos.  Como anuncian los ángeles – ángeles que se aparecen a los más humildes – en el cielo se aclama la gloria de Dios y en la tierra, se anuncia a los hombres buena voluntad y paz.  No dice – como suele repetirse – que habrá paz para los hombres de buena voluntad sino que Dios ofrece Su buena voluntad y Su paz a todos los hombres.

Es lo mismo que encontramos en la visita al templo.  Al niño que será ungido como mesías no lo recibe el sumo sacerdote o las autoridades del templo o el jefe de los cambistas o siquiera alguno de los rabinos importantes.  Seguramente, para todos y cada uno de ellos Jesús pasó desapercibido en medio de tantas criaturas presentadas al Señor por sus padres.  Pero los que repararon en él fueron más que significativos.  En un caso fue un anciano, un hombre entregado a Dios y que había recibido de Dios la gracia de que podría ver al mesías antes de morir (2: 26).  Tras contemplar a aquel niño, Simeón, podía morir tranquilo (2: 29) porque sabía que había llegado la salvación para todos los pueblos (2: 31) tanto Israel como los gentiles (2: 32) aunque el mesías sería un signo de contradicción para los judíos (2: 34), algo que sería vivido como una experiencia desgarradora por su madre (2: 35). 

El segundo caso fue no menos humilde que el de Simeón.  Se trataba de otra persona en la ancianidad y, para colmo, mujer y viuda (2: 36).  Había vivido siete años con su esposo, pero ahí había concluido su experiencia matrimonial para sepultarla en una viudedad que se había extendido a los ochenta y cuatro años siguientes (2: 37).  Al menos desde hacía un tiempo, Ana no se apartaba del templo entregada al ayuno y la oración y cabe pensar que su subsistencia derivaba de la limosna.  Anciana, sola, sin medios… ¿cabe esperar un mayor desamparo?  Y, sin embargo, aquella mujer mantenía un contacto continuo con Dios y ahora había recibido la gran alegría de su vida, tanta que desde entonces no dejó de anunciar la llegada del mesías (2: 38). 

Si bien se reflexiona, resulta imposible no conmoverse con la historia relatada por Lucas.  Como la mujer que busca enfebrecida la moneda perdida o como el pastor que intenta dar con la oveja descarriada (Lucas 15), el mesías llegaba a buscar incluso a los últimos y en contacto con ellos comenzaba su andadura vital.  Sin duda, muchos no lo verían y muchos tampoco desearían verlo, pero el anuncio de paz y buena voluntad estaría abierto para todos, incluso para los más que ancianos, incluso para los más que necesitados, incluso para los que no contaban ya con nada ni nadie. 

Así fue también su infancia.  Lejos de discurrir por los terrenos de los evangelios apócrifos y de las leyendas piadosas, Jesús no fue un niño insoportable que modelaba pájaros de barro y lograba que volaran.  Por el contrario, vivió en Nazaret, una aldea formada en las cuevas de una colina que albergaban a unas ochenta familias, pero incluso en enclave tan sencillo su existencia de esos primeros años estuvo marcada por el crecimiento, la fortaleza y la sabiduría mientras la gracia de Dios reposaba sobre él (2: 40).  No, no vivió en Nueva York o en los equivalentes de la época.  Sus primeros tiempos no transcurrieron en Jerusalén, Roma, Atenas, Alejandría o incluso Cesarea sino en un diminuto pueblo, pero nada de eso es, en realidad, importante.  Lo auténticamente importante es el progreso espiritual que va más allá de lo material y que marca el futuro de una persona.  El Dios que venía a encontrarse tangiblemente con todos, incluidos gentiles, mujeres y miserables, había elegido crecer en Nazaret.

CONTINUARÁ 

 

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