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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Los libros proféticos (XVII): Joel

Viernes, 4 de Marzo de 2016

Si Amós, Oseas o Nahum son profetas que pueden ser encuadrados con sencillez en la cronología secular, hay otros donde semejante entronque no resulta tan fácil. Es el caso de Joel.

Sin el menor ánimo de dogmatizar, a nuestro juicio, Joel escribió posiblemente después de la derrota de Asiria y en vísperas de la aparición de una gran Babilonia en el horizonte. Ése sería el enemigo del norte al que se refiere el texto y no Asiria, ya que hay menciones claras a los griegos (4: 6) y además en 4: 2 se habla ya de una deportación que, posiblemente, es la destrucción del reino de Israel por Asiria. Si esta interpretación es correcta, Joel estaría mirando, a la vez, al pasado no tan lejano de un Israel aniquilado por Asiria y, al futuro cercano, de una Babilonia dispuesta a saltar sobre Judá. En otras palabras, el mensaje sería, como muchos siglos después diría Santayana, que el pueblo que no aprende de su Historia acaba repitiéndola.

En cualquiera de los casos, acierte un servidor o no con esta cronología, el mensaje de Joel es evidente. En primer lugar, está el hecho de que Dios advierte antes del juicio y, generalmente, lo hace, en primer lugar, a través de una crisis económica. El capítulo 1 describe el terrible impacto que una plaga de langosta tiene sobre una economía agraria. Arrasa todo y además lo hace de una manera creciente (1: 1-4). Ante esa primera advertencia, hay que darse cuenta del tiempo en que se vive y convocar al pueblo para cambiar porque lo que está sucediendo no es sólo un desastre económico. En realidad, se trata de un aviso de que Dios va a desencadenar un juicio (1: 14-5).

¿Qué sucederá si no se escuchan las advertencias unidas a la crisis económica? Joel señala que la siguiente advertencia puede ser un estallido de violencia sin descartar la guerra. El pueblo se ha negado a escuchar y lo que vendrá a continuación será contemplar en las calles un ejército de comportamiento pavoroso (2: 1-10). Es ese pavoroso momento cuando el pueblo de Dios ora para que aquellos que no forman parte de él no lo aneguen ni lo aniquilen (2: 11) y sabe que la única salida está en que Dios lo perdone por su conducta (1: 18). La conversión – como siempre – es lo único que puede evitar el desastre (2: 12-18). Esa conversión es, por añadidura, la clave para la verdadera prosperidad (2: 19-27). Ese pueblo es el que sabe que sólo hay un ser al que rendir culto: el único Dios (2: 27).

Sin embargo, Joel sabe que la relación con Dios va mucho más allá del pecado, el juicio y el arrepentimiento. A decir verdad, lo que Dios tiende al ser humano es una vida plena centrada en el derramamiento del Espíritu Santo. Históricamente, los hombres han deseado atrapar ese Espíritu Santo y negociar con él. Ya en el siglo I d. de C., Simón quiso comprárselo a Pedro y Juan que habían sido enviados a Samaria por la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén (Hechos 8: 1-25). Desde entonces, no son pocos los que han seguido el aciago camino de Simón el mago. Han exigido pagos por indulgencias, por sacramentos, por supuestas bendiciones incurriendo así en algunos de los peores y más blasfemos pecados en que se puede caer a los ojos de Dios. Dios ansía derramar gratuitamente Su Espíritu sobre toda carne y tanto hombres como mujeres, tanto jóvenes como ancianos experimentarán esa realidad indescriptible (3: 1-2). Esa será la gente que sabe que la salvación no viene por méritos propios o por obras o por ceremonias sino que es más que consciente de que es pura gracia de Dios concedida al que invoque Su nombre (3: 5). Que los primeros cristianos estuvieran convencidos de que esa profecía se había cumplido en Pentecostés tiene una importancia histórica de extraordinaria relevancia (Hechos 2).

Sea cual sea la parte de la Historia que nos toque vivir, no será sino un episodio más del inmenso drama de los milenios, un drama que tendrá su fin porque Dios, al final, reunirá a todas las naciones para juicio y la Historia quedará sellada (4: 1 ss).

Joel puede parece un libro pequeño, pero su contenido es de una inmensa profundidad y llama a reflexionar cuidadosamente y, vez tras vez, sobre él. El texto proporciona una clave para entender la Historia humana mucho más allá de los criterios – sin duda, interesantes – de carácter social, político, económico o cultural. Dios actúa en la Historia y lo hace de manera mucho más decisiva que cualquier ser humano. En esa Historia, desea otorgar bendiciones incomparables a los hombres y también les avisa vez tras vez de lo que se avecina. A decir verdad, en ningún momento, dejará de advertir a través de Sus profetas el camino que se dibuja por delante. Pero, por muy trágica que pueda ser la trayectoria de las personas y las naciones, siempre hay un llamamiento de Dios a cambiar la vida y a disfrutar no de una religión sino de una relación personal con El. Esa relación no surge de la compra de los favores divinos, de la realización de ritos o de la sumisión a una jerarquía religiosa. Nace, por el contrario, de la certeza de que no merecemos lo que Dios nos ofrece y, en especial, Su salvación y de que, por Su amor, sólo nos queda invocar Su nombre para recibir Su gracia. Un día, esa Historia acabará llegando a su consumación absoluta y quedará de manifiesto donde está cada uno y lo que es verdaderamente importante. En ese momento, ya no será posible ni negar la realidad ni cubrirla con palabrerías o discursos.

Ante realidades tan sublimes, coincidirá conmigo el lector en que la cronología exacta de Joel no tiene tanta importancia.

Lectura recomendada: Es un libro breve y extraordinario. Léalo entero.

 

CONTINUARÁ

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